lunes, 7 de abril de 2008

Lucha y resistencia de las mujeres tibetanas.

Alexandra David-Neel fatigó a lo largo de su vida numerosos territorios físicos, vocacionales y espirituales. Fue cantante de ópera, periodista, escritora, anarquista y orientalista. Pero ante todo, destacó como incansable viajera, precursora en el descubrimiento de zonas poco conocidas del mundo.

Disfrazada para ocultar su condición de occidental, arribó en 1924 a Lhasa, capital del Tíbet y ciudad vedada en aquellos tiempos para los extranjeros. De aquel periplo destacó en su obra la admiración que experimentó por el fuerte carácter de las mujeres autóctonas.

Le llamó la atención que se aventuraban solas a través de la estepa helada, entre animales salvajes y bandidos; que sacaran adelante a sus familias a pesar de la escasez de recursos; y, en no pocas ocasiones, que practicaran la poliandria, ya que había un número mucho mayor de hombres.

Según escribió en sus diarios: “Pocas europeas y americanas habrían tenido el valor de vivir en semejantes condiciones”.

Represión

La brutal represión que China articula en el Tíbet desde hace más de medio siglo, no ha logrado atenuar la tenacidad de estas mujeres. Por el contrario, ellas son la base fundamental de la resistencia frente al opresor, la argamasa que mantiene cohesionada a una sociedad que sufre la ocupación de un enemigo que se muestra capaz de aplicar los métodos más abominables para perpetuarse en el poder.

Como consecuencia, decenas de mujeres tibetanas se encuentran en los centros de detención clandestinos de la policía y en los campos de trabajo conocidos como laogais, que suman unos 200 y que, por su parentezco con los gulag soviéticos, merecerían un Aleksandr Solzhenitsyn que los sacase a la luz, que descubriera al mundo de las atrocidades que en ellos se cometen.

En primera persona

Adhe Taponstang pasó 21 años en prisión sin que mediase juicio ni condena que justificasen su detención. A lo largo del tiempo que estuvo recluida apenas tuvo posibilidad de ver a sus hijos, Chime Wangyal, que tenía tres años cuando fue arrestada, y Chimi Cando, que acaba de cumplir un año.

“En la prisión, las mujeres jóvenes y atractivas éramos llamadas por el guardia Trang Tsong, que nos ordenaba limpiar su despacho y lavar su ropa”, afirma Adhe Tapostang con evidente amargura. “Después nos ponía en fila y nos violaba”.

Desde la India, país al que huyó tras salir de la cárcel, denuncia también las constantes palizas y torturas que sufría, así como la humillación de la sesiones de “autocrítica” y “reeducación” que le imponían los militares chinos.

Otro testimonio desgarrador es el de Kalsang Palmo, una monja budista que fue arrestada en 1988 por distribuir panfletos a favor de la libertad en Bhakor, uno de los mayores mercados de Lhasa, la capital del Tíbet.

“Me sentí profundamente avergonzada porque nunca me había desnudado frente a un hombre”, afirma. “Me ordenaron que me recostara boca abajo y me golpearon. Otro policía me introdujo un palo en la vagina e inmediatamente me lo metió en la boca. También me dieron descargas eléctricas en el ano”.

Una constante

Casos de vejaciones, de larguísimas condenas, que se repiten una y otra vez, como el de la monja Phuntsog Nyidron, documentado por Human Rights Watch, que entró en prisión a los 22 años y recién fue puesta en libertad 15 años más tarde.

Según el Tibetan Centre for Human Rights and Democracy hay más de 700 tibetanas encarceladas (datos previos a los últimos actos de represión del gobierno chino). La mayoría son monjas, pues la fe que profesan les da valor para levantar la voz frente a la represión china.

Cantan, oran, reparten folletos en la vía públíca. La suya es una resistencia no violenta. Cuando recuperan la libertad padecen esterilizaciones forzadas y se les aleja irremediablemente de los monasterios.

No pocas de ellas huyen hacia Nepal y la India. Avanzan a pie, a través de la nieve, de las cumbres heladas, durante semanas para dar testimonio al mundo de los crímenes contra la humanidad que a diario se perpetran en el Tíbet.

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