lunes, 4 de febrero de 2008

La supervivencia de las ideas anarquistas.

De todas las ideologías nacidas en el siglo XIX, el anarquismo era la más improbable. Fue, ese siglo, pródigo y prolífico en invención de ideas y organización comunitaria: del socialismo al nacionalismo y del sindicalismo al sufragismo feminista, sus despliegues posteriores no son más que germinaciones barrocas de esas semillas originarias. Y todas ellas fueron históricamente necesarias, refugios de la tormenta industrial o bien músculos dispuestos a dar cuenta de los restos del antiguo régimen, o del nuevo. Pero el anarquismo no. Fue una aparición asombrosa, o más bien la anunciación de un problema insoluble tanto en el marco cultural de los regímenes liberales y conservadores modernos como en el del próximo "mundo igualitario" del comunismo. Los anarquistas propusieron a la consideración pública la cuestión del poder separado, es decir, del orden jerárquico, presentándose a la vez en sociedad como su antípoda.

Se diría una anomalía política tremebunda o una nostalgia del edén, de cuya eficacia podía dudarse. Un ideal de destrucción de Estados, cárceles, policías, ejércitos, tutelas religiosas, matrimonio burgués, consumo de proteína animal, y del lucro. A pocos años del primer despliegue europeo del anarquismo, hacia fines del siglo XIX, era fácil prever su dificultosa instalación pública, su crecimiento demográfico en cuentagotas y su posterior travesía por el desierto. Al anarquismo se le diagnosticó una muerte prematura, y aunque el ultimátum no se cumplió en fecha, es cierto que su fertilidad y potencia menguaron decisivamente poco antes de la Segunda Guerra Mundial. De modo que la supervivencia de sus consignas y el renacimiento ocasional de su nombre de guerra resultan ser -para la filosofía o para la policía política- poco menos que un milagro. La "Idea" -así la llamaban- sucumbida en combate durante la guerra civil española reapareció travestida en las jornadas de mayo de 1968, osmótica en los bordes del feminismo o del ecologismo, condensada en rabia punk, espolvoreada entre situacionistas y prófugos del marxismo, en fin recuperada por bandadas migratorias de adolescentes. En política se dice que los muertos no cuentan, aún cuando de vez en vez hayan votado, y que las voces testimoniales no son otra cosa que la lírica de los derrotados. ¿Es entonces una rémora del pasado, una astilla incrustada e ineliminable o un defecto de nacimiento de las democracias modernas?

Las señas de identidad divulgadas se corresponden con una forma monstruosa: la violencia, el radicalismo, el atentado, el gesto anticlerical, las exigencias desmedidas. Y aunque algunos de estos atributos no les son ajenos, la historia de los anarquistas no se condensa únicamente en una garra nerviosa sino en múltiples obras y actividades constructivas, y no pocas de índole cultural. Eran empujados por un ansia de redención y de urgencia, y ese encastre mutuo les concedió un aura de jacobinismo intransigente. Súmese a ello, además, la pretensión de un mundo liberado de toda forma política piramidal. Un mundo acéfalo. Sorprende que las propuestas anarquistas hayan conseguido lectores, simpatizantes e incluso arraigo popular, ya que un programa tal de transformación de símbolos e instituciones milenarias parece carecer de plausibilidad desde el vamos. Pero a veces las sectas religiosas o políticas alcanzan a coronar su dama y otras veces una sola roca en el desfiladero logra obturar el paso del torrente. El anarquismo no fue el fruto más áspero madurado en el árbol del socialismo, no fue simplemente un "maximalismo" o una secta purista, o bien un hito importante de la historia de la disidencia humana. Era el apodo de una esperanza, la del fin de la opresión y la indignidad, que mostró al hombre moderno los límites impuestos a sus posibilidades antropológicas. La revolución social que pregonaban suponía previamente una metamorfosis cultural, una subversión del carácter, el hundimiento del yo anterior a fin de conquistar la autarquía personal. Y por eso mismo el anarquista siempre usó el rostro bifronte de Lázaro resucitado y de Espartaco.

El modelo usual de la representación política es inconciliable con las ambiciones anarquistas, porque el objetivo anarquista es la crítica y destrucción del poder separado, en cualquiera de sus formas. Tal es el primer mandamiento de su filosofía política y de su filosofía práctica. Y no fueron solamente sus actos impulsivos y sus personalidades irreductibles la causa del halo luciferino que les fuera endilgado; también lo fue el hecho de pretender derribar al pétreo dios de la jerarquía, al que distintas sociedades han padecido o resistido a lo largo del tiempo pero al que nunca fueron capaces de imaginar acéfalo, excepto en las utopías felices. Donde otros colocaban cimientos a fin de erigir en vertical, los anarquistas cavaban hacia abajo. Así, erradicaron el uso del dinero en Aragón, en 1937, o derribaron la cárcel de mujeres de Barcelona a fuerza de pico y de maza, en 1936, o se negaron a testificar en juicio o desertaron ante el llamamiento a filas o rechazaron la fiscalización estatal y religiosa en cuestiones emocionales o se negaron a enrolarse en partidos, aún cuando no dudaban en tomar partido por los oprimidos y los perseguidos. No son decisiones sencillas de asumir y de llevar a cabo. Cabe barruntar un elan puritano en el anarquismo, que tanto los condujo a recusar al poder como a mantener una relación distante con el dinero. Sendas constantes históricas resultaban ser equivalentes a Babilonia y Babel, es decir, creaciones humanas equivocadas o corruptoras. Su opuesto era el grupo de afinidad que, juntamente con el agrupamiento sindical, fue su invención organizacional específica y duradera, un espacio político y emocional en que se calibraban adecuadamente las relaciones entre medios y fines. Sus organizaciones no eran instrumentales, centralistas o unívocas. Eran nidos de hermandad.

Al comienzo no eran más que un puñado de personas diseminadas por Europa alrededor de varios padres fundadores cuyas obras nutrirían su patrística: Bakunin, Proudhon, Kropotkin, Malatesta; luego serían cientos los "apóstoles de la idea" que la dispersarían por ultramar e incluso por China y Japón: publicistas, conferenciantes, simpatizantes y perseguidos; paralelamente se contaban por miles a los anarco-individualistas que resguardaban una forma irreductible de vivir las ideas anarquistas; más tarde llegarían los organizadores de sindicatos y huelgas: ceneteros, foristas, wooblies; y junto a ellos los indómitos y los "indisciplinados", casi siempre fuera de la ley y sólo atentos al cristo de sus convicciones: las bandas de expropiadores, los falsificadores de dinero, las milicias libertarias renuentes a ceder su independencia a un Estado Mayor de ejército durante la guerra civil española; y seguirían los cientos de guerrilleros antifranquistas y los partisanos ya experimentados que se integraron al maquis y a la resistencia contra el nazismo; había ácratas también entre los miles de internacionalistas que viajaron a España; y al fin están las inflorescencias espinosas o imprevistas a que dio lugar el anarquismo: los regicidas, las "mujeres libres", los crotos; y más adelante los anarco-situacionistas, los punks, los squatters, y otros. Y sin embargo siempre fueron pocos, una especie en peligro de extinción, aves fénix. La flora y fauna anarquista es el fruto y cría de una evolución plástica, cuyas mutaciones se combinaron entre sí o se enrocaron con otras ideas y prácticas entre 1850 y la actualidad. La migración anarquista fue un proceso exitoso aunque caprichoso, al igual que los desplazamientos de un caballo por el tablero de ajedrez.

A fines del siglo XX, el derrumbe del mundo comunista pareció darles la razón a los anarquistas como también abrirles la puerta del exilio político en que habían quedado confinados, a veces por propia impotencia o necedad. Habían advertido, mucho antes de la Revolución rusa, contra las tendencias autocráticas de los partidos bolcheviques; habían denunciado incansablemente los oportunismos y crímenes de los Estados socialistas; habían desconfiado del castrismo y rechazado sus mazmorras tropicales; jamás se sintieron excitados por la buena nueva del foquismo; y los nuevos gobiernos implantados en los enclaves descolonizados del Asía y África les resultaban abyectos, cuando no simplemente pandillas de delincuentes. Habían profetizado el desastre jacobino, del que no estaban deseslabonados del todo. Pero su acertado pronóstico no les concitó reivindicación para su causa ni les atrajo reclutas liberados de sus personalidades autoritarias. El anarquismo sigue siendo el nombre de una soledad, quizás porque su porvenir depende menos de ser la herencia inmaculada del socialismo como de evidenciar de vez en vez el retorno de lo reprimido en política. De otra forma no se entendería cómo después de tanta derrota, asesinato, encarcelamiento, desgarramiento intestino y fracaso aún sobreviven -e incluso prosperan- tantos nichos anarquistas en todo el mundo.

"Vive ahora como si así quisieras que se viviera en el futuro". Esta era la divisa de un rincón del anarquismo que apenas ha sido estudiado, aquel en donde se aunaron el individualismo anárquico con la bohemia intelectual influenciada por el vitalismo y el psicoanálisis. En la historia de las ideas, los nombres de Max Stirner, Emile Armand, Otto Gross y María Lacerda de Moura suelen ser mencionados -en el caso de que ello ocurra- a modo de cita a pie de página. No obstante, la corriente anárquica que postulaba el "derecho natural al placer" disfrutó de influencia duradera sobre ideas que por entonces hubieran sido llamadas "de avanzada", además de haber promovido diversos experimentos comunitarios o experimentales. Amor libre, respeto del criterio individual, libertad en cuestiones sexuales, promoción de la planificación familiar o "procreación consciente", denuncia de las represiones emocionales y de los tradicionalismos, anticlericalismo, feminismo. Al poner en locución pública temas que eran tenidos por tabú, los anarquistas antedataron en mucho tiempo la irrupción de las demandas de transformación de costumbres propias de la década de los 60, lo que suele conocerse por "revolución sexual". Los anarquistas jamás consideraron que esos fueran temas a ser postergados, y una suerte de furia por la sinceridad que siempre concedió el tono alto a sus publicaciones hizo que fueran promovidos a la primera plana. Al hacer hincapié en los dramas asociables a la alienación existencial el anarquismo supo testear la insatisfacción del hombre moderno.

Modernamente, el anarquismo ha sido un elemento de desorden fértil que tanto se derramó sobre los bordes de la experiencia social humana como sobre los centros de gravedad de los dramas populares. El hambre y la autocracia eran sus bestias negras, y no han dejado de serlo, como tampoco todos aquellos que recomiendan la horca ante un mero dolor de huesos o que prefieren los sátrapas a los demagogos y viceversa, pues el principio orientador del anarquismo en política se condensa en éste lema: "no mandarás sobre otros y no dejarás que otros manden sobre ti". Es un lema imposible, entendiéndose que no es incorrecto el mandamiento sino la forma del mundo. Y es por eso que los epítetos que son arrojados sobre el anarquismo cuando reaparece insólita e insolentemente de vez en cuando son alarmistas. Sus refutadores saben que detrás de esos fuegos de artificio laten los pulsos urgentes del malestar social con el poder separado, que ni democracias ni comunismos han podido conjurar del todo. La anarquía no es el nombre de un testimonio arqueológico ni el de una ictericia inofensiva, sino el de un enigma irresuelto de la política. A siglo y medio de su nacimiento no se ha inventado una crítica al poder de mejor calidad.

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