Como si de una sociedad anónima se tratara, el Estado español cierra el ejercicio económico con un resultado positivo, y su Gobierno -quizás de ahora en adelante habrá que decir su Consejo de Administración- decide repetir dividendo entre los accionistas, en este caso, los contribuyentes. Debe ser un signo de los tiempos: el mimetismo del poder político respecto del poder económico. Pero puestos a imitar, cabría decir también que las empresas bien gestionadas dedican a menudo sus resultados a inversiones que les garanticen una mayor competitividad con vistas al futuro, o sea, dinero para mañana.
Tratándose del Gobierno de un Estado cuya obligación no es ganar dinero, sino atender las necesidades de los ciudadanos y crear las condiciones más favorables para que éstos puedan desarrollar libremente sus vidas y sus proyectos, la decisión de repartir el dinero del Estado como si del dividendo se tratara sólo puede entenderse a partir del análisis de la psicopatología de las campañas electorales. Son éstas unos periodos muy intensos en los que la presión por ganar -o el miedo a perder- genera comportamientos que probablemente provocarían la hilaridad de los que los practican si, pasado el furor de la batalla, los pudieran contemplar con distancia crítica suficiente.
El polémico dividendo de 400 euros que el presidente Zapatero nos promete podría describirse como síndrome Irak. Sin duda, la promesa de retirar las tropas españolas de Irak jugó un papel muy importante en la victoria de Zapatero en 2004. Él mismo, consciente de que muchos votantes, especialmente jóvenes, le habían hecho confianza por esta promesa, se blindó del peligro de incumplirla, convirtiéndola en decisión el mismo día en que tomó posesión de su cargo. Da la impresión de que Zapatero busca el equivalente a la retirada de Irak que le dé la mayoría absoluta. Pero no hay una guerra de Irak cada legislatura, y una promesa de este calado no puede ser el resultado de una tarde buscando soluciones imaginativas.
Tal como se formuló inicialmente, la promesa de los 400 euros podía tener eficacia electoral. De ahí la rápida y agresiva reacción de sus adversarios, que intuyeron el peligro. Una paga de 400 euros en el mes de junio era una promesa cuyo cumplimiento no estaba sometido a interpretación o ambigüedad. Y tocar 400 euros de golpe podía ser tentador para mucha gente. Pero el mismo Gobierno y el mismo PSOE han disuelto este efecto a la hora de concretarlo, porque se han dado cuenta de las enormes dificultades legales y técnicas que tenía el pagarlo todo de una sola vez. Con lo cual se transmite una alarmante sensación de que se están improvisando los golpes de efecto sin haber previsto su concreción práctica. Moraleja: haría bien Zapatero en liberarse del síndrome Irak. Hay cosas irrepetibles.
Lo que es más difícil de entender es por qué Zapatero ha malgastado con esta ruidosa propuesta una carta potente como era el superávit presupuestario, en un país que ofrece unos servicios sociales todavía muy inferiores a los que se dan en las principales naciones europeas. Probablemente, la explicación esté en el peso de la ideología dominante hoy en Europa. Es sano que los gobiernos cierren las cuentas de modo equilibrado. Pero es difícil de entender que no se gaste todo lo disponible cuando se tienen todavía tantos déficits en cuestiones básicas. La ortodoxia económica ha hecho del superávit horizonte ideológico insuperable de nuestro tiempo. Y Zapatero parece perfectamente poseído por este espíritu. Si se dispone de un margen de recursos muy importante, lo lógico era presentar a la ciudadanía un programa concreto de cómo invertirlo y a qué destinarlo (desde la investigación hasta la educación, desde las listas de espera hasta las guarderías, hay espacio para mucho). La sociedad entera se beneficiaría de este modo de la buena Administración pública.
Pero el presidente, entregado a otro de los lugares comunes ideológicos del presente, ha preferido optar por el reparto de dividendo. Y entrar en un bizantino debate sobre si es o no es redistributivo. ¿Es tan difícil en las campañas electorales presentar propuestas políticas coherentes y articuladas, en vez de ocupar toda la escena con ocurrencias más o menos graciosas para consumo mediático? ¿O hay que entender que estamos avanzando hacia una visión empresarial de la política para convertir el Estado en una sociedad anónima? Si fuera así, ya sólo quedaría asumir la receta de la derecha: el Gobierno administra y la religión se ocupa de la narcotización de la ciudadanía. Adiós a la política.
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