Actualmente resulta realizar actividades como organizar uno o varios ciclos de cine y revolución que apenas unos años atrás era algo al alcance de algunas pocas filmotecas, o de grandes consorcios como el Centre Pompidou (1) que -por cierto- realizó uno bastante completo bajo la dirección de un verdadero experto como Marc Ferro. Ahora bastaría con contar con el local de cualquier entidad, un proyector, un listado de películas por lo general de fácil adquisición, y claro está, con algún asesoramiento. Las variaciones podrían ser múltiples y todas ellas bastante sugestivas (2).
Aunque el ciclo Pompidou comenzaba con la revolución francesa, otro más ligado a la cronología podría hacerlo con más propiedad con Espartaco (1960), de la que Ferro dice que es la primera superproducción de Hollywood que hace un canto a la revolución, de hecho a todas las revoluciones. Desde luego es la que más radicalmente trata una sublevación antiesclavista, y considerando que Espartaco fue asimilado por el socialismo como de sus héroes simbólicos –son innumerables las revistas, los grupos e incluso personas que adoptaron su nombre-, se puede decir que es una película que podía entenderse por igual como una apología de la lucha revolucionaria en general como un gesto de apoyo al movimiento de los derechos civiles. Se trata obviamente de una visión idealizada en la que el ideal libertador en la que la comunidad insurrecta se opone a la corrupta, prepotente y explotadora Roma, debidamente representada por el “fascista” Craso. Basada en una novela del entonces escritor comunista semiprohibido, Howard Fast, su adaptación corrió a cargo del “black liste” Dalton Trumbo, igualmente comunista, aunque su “alma mater” fue el actor Kirk Douglas al que nuestro Fernando Fernán-Gómez atribuía ideales anarquistas, lo que no parece tan descabellado sí se tiene en cuenta su predilección por Los valientes andan solos, una apología del individualismo solidario y por una tierra libre de alambradas erigidas para proteger la propiedad privada. Espartaco permite numerosas discusiones comenzando por la singularidad del producto, por todo lo que reflejaba del inicio de los sesenta, la historia de la esclavitud, sin olvidar las interpretaciones sobre el personaje, lo que nos llevaría hasta una versión literaria mucho más rica, la de Arthur Koestler, de la que se llegó a proyectar una adaptación cinematográfica auspiciada por Martin Ritt.
Quiera que no, un ciclo de estas características debe contar con un apartado sobre la figura de Cristo aunque sólo sea que fue el principal referente del ciclo revolucionario de finales del Medioevo, y de que, en mayor o menor medida, siempre estuvo presente en toda la historia revolucionaria hasta las más recientes, y la sandinista es un buen ejemplo. La interpretación del mensaje evangélico ha tenido en el cine al menos dos lecturas, la más tradicional en la que su subraya su carácter “sagrado” tal como se expresa con rotundidad en La Pasión de Mel Gibson, en la que el “hijo de Dios” anula su vertiente social e incluso su rechazo de la ocupación romana, y la más auténtica y por lo tanto subversiva, especialmente El Evangelio según Mateo, de Pier Paolo Pasolini, obra de un comunista de vocación herética que se hizo posible gracias al talento excepcional del autor y a una coyuntura de diálogo cristiano-marxista. Se trata de una obra revolucionaria tanto en su contenido como en su forma, y se erige como la más noble y visionaria de todas las pasiones, aunque aquí también habría que tener muy en cuenta la adaptación que el “black liste” Jules Dassin, El que debe morir, que adapta una obra de Nikos Kazantzakis en la que una representación sobre la Pasión acaba con un Cristo que lidera una revuelta condenada por la propia Iglesia. Dada la importancia del cristianismo en nuestra cultura, y sobre todo, dada su instrumentalización reaccionaria por parte de la Iglesia, no se puede discutir la importancia de una lucha por restituir su dimensión subversiva, de lucha por los pobres y por una sociedad basada en la igualdad y en el reconocimiento del prójimo. En este terreno, el cine cuenta con obras de gran valor de autores como Roberto Rossellini (en especial Europa 51, en cierta medida un homenaje a Simone Weil de La condición obrera), C. T. Dreyer, Bresson y otros.
Las ideas socialistas (utópicas) comenzaron a desarrollarse con el Renacimiento, y tuvieron una enorme importancia en las repúblicas italianas y en los primeros embates entre la escolástica católica y el libre pensamiento, temas que todavía tienen vigencia dada la alianza establecida entre el neoliberalismo y el fundamentalismo religioso. Sobre este extenso territorio existe una cierta filmografía de gran interés, y de la cual podemos destacar títulos de amplias connotaciones políticas y culturales como el “biopic” de Thomas More, Un hombre para la eternidad, de Fred Zinnemann, el Galileo Galilei que realizó Joseph Losey según la obra de Brecht, también el Galileo de la primera Liliana Cavani, el frustrante Giordano Bruno, de Guiliano Montaldo…o La misión, de Roland Joffé, que plantea numerosas cuestiones sobre la conquista y colonización española en América Latina. De gran interés resultan las aproximaciones de las revueltas campesinas a través de personajes como Michael Kohlhass (1969) y La repentina riqueza de los pobres de Kombach (1970), en ambos casos con Volker Schlöndorff detrás la cámara, o de inspiración religiosa, sin olvidar la muy reivindicable Les camisards, de René Allio (1972), entre otras actualmente más asequibles gracias al formato DVD.
Bastante más cinematográfica sería la revolución inglesa que cuenta con dos títulos importantes centradas en Oliver Cromwell, la espectacular Cromwell (1970), de Ken Hugues con Richard Harris y Alec Guinnes, que a pesar de su academicismo resulta muy representativa de la recuperación historiográfica de una revolución que había quedado ocultada por la “Gloriosa” que se erigiría como un modelo de que era posible conquistar las libertades mediante un acuerdo consensuado por arriba. El cine británico retomaría el capítulo cromwelliano en Matar a un rey (2003), de Mike Baker, con más intrigas palaciegas y más ambición psicológica pero con menos calado sociopolítico. Desde un ámbito muy ligado al “free cinema” sobresale por su interés desde una óptica protolibertaria el fresco histórico que narra la lucha de los niveladores a través de su principal representante, Winstanley (1975), una más que notable película dirigida por Kevin Brownlow y Andrew Mollo, que fue asesorada por el reconocido historiador marxista Christopher Hill, y que después de ser estrenada en los cines de arte y ensayo desapareció del mercado.
En su estudio, Marc Ferro encuentra muy paradójico que el cine norteamericano (un pleonasmo según Godard), apenas sí haya asomado la nariz sobre su propia revolución, la de 1776, tan exaltada a través de los “padres” pero con muy pocos títulos reconocidos, sí acaso América, de D. W. Griffith (1924). En los escasos productos que evocan esta época la guerra de independencia no es más que el marco de la acción, como en Corazones indomables, de John Ford (1939) luego, cabría considerar, como algunos autores han apuntado, que no se trataría de una revolución sino de una guerra de independencia, pero hay que tener en cuenta que los contemporáneos lo vivieron como revolución, y así es como se sigue considerando en la actualidada. Últimamente se han producido ciertos títulos como Jefferson en Paris, de James Ivory, y El patriota, realizada a la mayor gloria de Mel Gibson. A principios de los ochenta tuvimos Revolución (1985), de Hugh Hudson (Carros de fuego), que se pretendía una glorificación de la acción revolucionaria para recordar a los norteamericanos que ellos habían hecho ya lo que los sandinistas estaban tratando de hacer en aquel momento. Sin embargo, a pesar de la fama de los actores (Al Pacino, Donald Sutherland), la película fue un fracaso de público y crítica. Desde luego, la paradoja merece un debate. Habría que revisar títulos como Los Howards de Virginia (Frank Lloyd, 1940), con Cary Grant, o Una mañana de abril (1987), un loable adaptación de una novela de Howard Fast realizada por Delbert Mann de las que tengo buenos recuerdos.
Claro que al hablar de revolución la mayoría piensa en primer lugar en la francesa, la más importante de la historia y sobre la cual el cine ha mantenido tradicionalmente una posición restauracionista (evidente en los “biopic” sobre María Antonieta, aunque la versión de Sophie Coppola permite otra lectura; “la “jôie de vivre” al borde del abismo) o por lo menos “neutral”, o sea de presunta crítica de los extremos, el monárquico-reaccionario y el jacobino-sans culottes, y quizás el mayor ejemplo de esta “tercera vía” sean las diferentes adaptaciones de Historia de dos ciudades, aunque la de 1935 (de Jack Comway con Ronald Colman), es muy notable cinematográficamente; tampoco está exenta de interés El reinado del terror, de Anthony Mann (producida en 1949, en plena guerra fría), en la que Robespierre es un equivalente de Stalin, y los girondinos (con Lafayette al frente) son los buenos, lo mismo se puede decir de las aventuras de la Pimpinela Escarlata que en un “remake” llega a oponer a Tallien (James Mason) contra Robespierre, al que Wajda describe como fría y despiadado en oposición a su Danton…Con todo, resulta patente que las mejores películas sobre la revolución francesa son, pues eso, las revolucionaria, en primer lugar La Marsellesa, de Jean Renoir, y La noche de Varennes, de Ettore Scola que además es la que permite mayores posibilidades de debate, y a la que añadiría Ridicule (1996), de Patrice Leconte. Ni que decir tiene: existe un material más que suficiente para montar un buen ciclo de películas sobre la Francia revolucionaria, comenzando sin muchas complicaciones con Scaramouche (George Sydney, 1952) que además de ser una excelente película de aventuras, viene a ser una brillante metáfora sobre el ascenso del Tercer Estado.
En cambio, la filmografía sobre las revoluciones del siglo XIX se pueden contar con los dedos de una sola mano, sí acaso habría que remitirse al cine italiano empezando por El gatopardo (posiblemente el más penetrante análisis marxista que haya ofrecido el llamado Séptimo Arte), y siguiendo con Vanina Vanini, o Viva l´Italia, de Roberto Rossellini o Allosanfan (1973), que es de lo mejor que han hecho los Taviani…Muy distinto resulta el panorama sobre la revolución mexicana sobre todo gracias a las incursiones de la izquierda de Hollywood con títulos tan emblemáticos como el Juárez, de William Dieterle, y sobre todo dos títulos plenos de connotaciones como ¡Viva Zapata¡, de Elia Kazan, y Los profesionales, de Richard Brooks, y a los que habría que añadir por supuesto la película inacabada de Eisenstein ¡Que viva México! (1932), más algunos eurowesterns italianos como ¡Agáchate maldito¡, de Sergio Leone, una apología anarquista bastante disparatada que además conecta con la revolución irlandesa sobre la que también existe una extensa filmografía (baste recordar los títulos de John Ford ligados a Sean O´Casey o Liam Flaherty), pero la más elaborada –al menos desde el punto de vista político- es El viento agita la cebada, de Ken Loach.
No hay que decir que la revolución rusa ha sido representada de manera lamentable en el cine norteamericano, aunque también existen muestras de la “tercera vía” liberal como La condesa Alexandra (Jacques Feyder, 1937) con Marlene Dietrich y Robert Donat o Doctor Zhivago, y también excepciones como la empresa –muy personal- de Warren Beatty de contar la historia de John Reed en Reds/Rojos (1982), a la que hay que ver primero como un producto de la imposición de la industria, pero luego como expresión de la voluntad de Beatty de contar una historia de amor y revolución; aquí no sería justo olvidar la modesta pero eficiente película de Paul Leduc, John Reed. México insurrecto. Obviamente, nada que ver con las obras maestras de Eisenstein, El acorazado Potemkin, y Octubre, que sí no llega a la altura de la anterior se debe en no poca medida a la actuación censora de Stalin in persone. También aquí sobran títulos para realizar un buen ciclo en que se podría incluir curiosidades como Zina (1985) la dramática historia de la hija de Trotsky y que fue la segunda película de Ken McMullen o Mission to Moscow, de Michael Curtiz (1943), fruto de la voluntad pactista norteamericana después de Stalingrado, y que lleva su complacencia hasta el extremo de hacer suyas las tesis estalinianas contra Bujarin y Trotsky.
En la extensa filmografía sobre la guerra y la revolución española en general y de la prorepublicana en particular, muy pocas de ellas se asoman al hecho revolucionaria aunque es algo de ello se transpira en los títulos más famosos de la época, Tierras de España, de Joris Ivens, y Sierra de Teruel, la obra maestra de André Malraux. No será hasta Tierra y Libertad, de Ken Loach que esta dimensión se aborde plenamente, provocando la reacción airada de los profesionales de la historia liberal y la atracción apasionada del público joven, aunque también es cierto que ya aparecía en algunos filmes documentales. más discutible resulta Libertarias, de Vicente Aranda, aunque suponen un voluntarioso homenaje a las “Mujeres libres” Según Marc Ferro “La guerra de España motivó la aparición de un cine militante, explícitamente revolucionario, no comercial y por lo general producido con escasos medios (…) En Estados Unidos esta corriente ha sobrevivido como ha podido después del maccarthismo, consiguiendo a pesar de todo dos obras maestras: una es un residuo del sentimiento pacifista, Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo (1971), y la otra es a la vez social, antirracista y feminista, La sal de la tierra, de Herbert Biberman, que en Estados Unidos fue boicoteada por su militancia.
Luego no será hasta la emergencia de las revoluciones anticolonialistas como la cubana o la argelina que resurgirá un cine abiertamente revolucionario con títulos tan reconocidos como los de Gillo Pontocorvo, La batalla de Argel, una obra maestra, y Queimada, mucho más interesante sobre el papel (desarrolla la teoría de la revolución permanente) que en su adecuación dramática, en este cuadro cabría registrar numerosas películas del joven y entusiasta cine cubana, tanto en el terreno de la ficción (Lucia, Memorias del subdesarrollo, La última cena, etc) como en el documenta, aunque éste apenas sí nos ha llegado fuera de los libros, aunque sobran ejemplos muy combativos como la tentativa por glorificar la lucha revolucionaria del Vietnam en filmes como Hanoi, martes 13 (1967), del cubano Santiago Álvarez. También el cine argelino tiene su propia aportación, pero apenas si traspasó el umbral de algunos festivales. Aquí entraría también algunos títulos sudamericanos tales como La hora de los hornos, de Fernando Solanas, La Patagónia rebelde, de Héctor Oliveras, La estrategia del caracol, de Sergio Cabrera, y un largo etcétera, por ejemplo, las películas del boliviano Jorge Sanjines autor del escalofriante testimonio de La sangre del cóndor (1969), o Federico García en Túpac Amaru (1984).
Con el mayo de 1968 se populariza el llamado “cine político”, oficialmente inaugurado con Z, de Costa-Gravas, un subgénero en el que destacaran, en primer lugar este cineasta grecofrancés, pero también otros tan interesantes como Francesco Rossi (Salvatore Giuliano, Manos sobre la ciudad), Francesco Masselli (El asunto Matteoti), Ives Boiset (El atentado, dedicado al asesinato de Ben Barka), Alain Resnais (La guerra ha terminado, Stavisky), Mauro Bolognini (Metello, Libertad, amor mío), y entre nosotros se dan algunos intentos como el de J.A. Bardem con Siete días de enero…en relación al mayor del 68 cabría hablar del Godard de Todo va bien, del Roman Gopuil, Morir a los treinta años, y también de Le fond de l 'air est rouge, de Chris Marker (1977), considerado como un film compendio que en cierto modo, toca a muerto por la idea revolucionaria, por lo menos tal como había surgido en Europa.
En cuanto a la revolución portuguesa, no hay gran cosa (al menos que se haya estrenado por aquí), sí a caso A la revolución en un dos caballos (Mauricio Sciarra, 2002), casi tan fútil como Capitanes de abril (María de Medeiros, 2000), aunque, dicho sea de paso, está mostrado que se puede llevar un buen debate sobre cualquier historia aunque la película sea mediocre o incluso despreciable ya que puede servir como reflejo y como “test” de una visión edulcorada o falsificada.
En los ochenta, la revolución sandinista inspirará películas tan notables como Bajo el fuego (Roger Spottiwoode), con Nick Nolte, Gene Hackman, una de las grandes películas “liberales” de la época obra de un cineasta prometedor que denuncia de manera muy convincente la intervención norteamericana, en la misma línea se sitúan Salvador (1986), de Oliver Stone, o Romero (1989), de John Duigan…La lista naturalmente continúa, habría que hablar del ciclo de películas contra el “apartheid”, algunas de ellas bastante más radicales que Cry Freedom (Grita libertad), que al menos tuvo el mérito de iniciar el ciclo y dar a conocer la “conciencia negra”…A lo largo de un siglo el cine ha producido toda clase de películas, y entre ellas es posible encontrar muchas que podrían ayudar a provocar un buen forum, y está probado que con mucha mayor potencia que lo pueda hacer una conferencia oral. Las experiencias en este sentido son concluyentes, y no es por casualidad que en las fases de iniciativa histórica de los trabajadores, el cine-club llegó a ser una herramienta importante, un detalle que Bertolucci resalta quizás abusivamente en Soñadores, ligando el mayo del 68 con la crisis de la filmoteca parisina liderada por Henri Langlois…La diferencia es que ahora una actividad cineclubista cuenta con muchas más ventajas, primero porque técnicamente todo resulta muchísimo más sencillo, se puede jugar casi con todo el cine, y existen las fuentes suficientes (revistas, libros, páginas electrónicas, etc), para recabar una información inicial que antaño eran cosa de unos pocos privilegiados.
Otra cuestión sería estudiar la existencia de posibles documentales, a veces mucho más valiosos, valga como muestra la guerra y la revolución española…
Notas
---1) «Neuf observations sur la révolution au cinéma», en Révoltes, révolutions, cinéma, París, Centre Pompidou, 1989, col. Cinérna Pluriel. (tr. En "Historia contemporánea y cine" (Ariel Historia, BCN, 1995, tr. Rafael de España.
---2) Los lectores y lectoras más interesado podrán encontrar más información en la serie de artículos que he publicado en Kaosenlared con el título genérico de cine y revolución…
Anexo
Marc Ferro
La forma como el cine ha tratado y analizado la revolución y las rebeliones nos sugieren una serie de consideraciones.
1. La primera es que el cine soviético no ha producido ninguna película sobre la Revolución francesa, lo cual es todavía más sorprendente cuanto que la historia de la Revolución francesa era muy familiar a los rusos, que la citaban continuamente. Lo que ocurre es que, en realidad, les servía de contra ejemplo más que de lección, por varios motivos: en primer lugar, porque «acababa mal», con el endiosamiento de Bonaparte y su expansionismo imperial, y después porque se había quedado «a medias» a pesar de Robespierre o de Gracchus Babeuf. Para algunos sólo servía como referencia para prevenir movimientos terroristas como la rebelión de Pugachev: es significativo que hasta 1978 no se realice un film soviético que glorifique esta revuelta (Pugachev, de Alexei Saltikov).
Por otra parte es evidente que la Revolución cambió de jefes el 9 Termidor. Si entonces asimilamos, como si estuviéramos en el período 1917-1920, los mencheviques y eseristas a los girondinos, y los bolcheviques a los jacobinos, si Danton encarna a los moderados y Lenin es un trasunto de Robespierre, ¿quién hará de Bonaparte? Este paralelismo inesperado, que puede hacer de Trotski o Stalin el homólogo de Napoleón, tiene algo de incómodo y desagradable que justificaría los peligros de la analogía y los silencios del cine soviético, que prefiere -a través de una visión marxista (o supuestamente marxista) de la historia- encontrar los orígenes de la Revolución rusa en la Comuna de París, a la que dedicó tres películas, la más conocida La Nueva Babilonia, de Kozintsev y Trauberg (1929). Desde otra perspectiva, Andrzej Wajda realiza su Danton (1982), que es una denuncia del régimen de Jaruzelski a la vez que del bolchevismo y su represión de las libertades, personificada en el desgraciado destino que espera a los «tolerantes».
2. Otra peculiaridad de la Revolución francesa es la ausencia total (a excepción de La Marsellesa, de Renoir) de películas que le sean favorables de modo global. Alemania dio el ejemplo a primeros de los años veinte con cintas como el Danton, de Dimitri Buchowetzki -un emigrado ruso-, que insistía en el hecho de que la revolución devora a sus hijos, o la Madame Dubarry, de Lubitsch, que años antes que la versión de Dieterle ya denunciaba los excesos revolucionarios; estos últimos cineastas, de todos modos, son de los pocos que señalan los vicios de la corte de Luis XV. Conviene destacar al respecto que los norteamericanos -como refiere Sylvie Dallet en La Révolution française et le cinéma (1988)- no dudan en denunciar la miseria del pueblo y sus desgracias durante el Antiguo Régimen, si bien a partir de Griffith se pone el énfasis en la crueldad de los jacobinos y, muy especialmente, de Robespierre, símbolo de la anarquía y el bolchevismo. Las películas que tocan la Revolución francesa, como María Antonieta, de W. S. Van Dyke (1938), o El reinado del terror, de Anthony Mann (producida en 1949, en plena guerra fría), tienen un tono francamente reaccionario.
En Francia pasa lo mismo. Con la excepción de Renoir, o la más reciente de Stellio Lorenzi, los cineastas se apoyan en la crítica de los excesos del Terror para volver a las tesis de Action Française (el caso de Sacha Guitry) e incluso las de los grupos para fascistas (como hace a ratos Abel Gance). A mediados del siglo xx, los reconocidos excesos del régimen soviético y su propagación a Polonia, Hungría, Checoslovaquia, etc., favorecen la corriente de reprobación que, con efecto retroactivo, se hace extensiva primero a Stalin, y después a Lenin, el bolchevismo, el marxismo, y más lejos todavía al espíritu ilustrado que se considera responsable de la Revolución.
De este modo nos encontramos con la paradoja de que se condena a la Revolución francesa por sus excesos, admitidos por todos, pero de rebote también por su reivindicación de los derechos del hombre o sea por sus méritos.
Los orígenes de estas tomas de posición son políticos e ideológicos. En, Estados Unidos, la patria de la democracia, se ofrecen desde los principios del cine películas sobre la Revolución francesa en las que la frivolidad del Antiguo Régimen refuerza el valor de la austera y puritana América. Las mujeres son habitualmente las infortunadas heroínas -María Antonieta, la Du Barry-, víctimas de los abusos del populacho. Esta iconografía se acentúa cuando se trata de la Revolución rusa y el comunismo, identificando las dos revoluciones para llegar a una condena global en nombre de los valores de libertad que encarna la democracia americana. Naturalmente, ningún film americano se molesta en recordar que la Revolución francesa acabó con la esclavitud casi un siglo antes de la guerra de Secesión.
En Francia, durante la primera mitad del siglo, la mayor parte de los historiadores que han inspirado las películas sobre la Revolución pertenecen a medios realistas o son de Action Française (Gaston Lenôtre, Louis Madelin, F. Funck-Brentano, P. Gaxotte), y cargan en compacta formación contra la leyenda republicana, sustituyéndola por la suya (tradición que se ha revitalizado en los últimos veinte años al ponerse en tela de juicio el régimen soviético). En Estados Unidos son razones de índole cinematográfica las que explicarían la elección de los temas y su orientación. Los fastos cortesanos proporcionan a los productores un marco sensacional para su fábrica de sueños, cosa que no se puede decir, por supuesto, de la pobreza del campesinado o las recogidas de impuestos. y por otra parte, si después de la independencia, la revolución como fenómeno político era rechazada de plano por la sociedad americana, a cambio podía jugar el papel catastrofista que da vida al género preferido de los editores, de los novelistas y de los cineastas: el melodrama.
3. En la época del cine mudo, la hegemonía del melodrama contamina todos los géneros, entre ellos el histórico. Ingrediente principal es un personaje que haga de víctima, por lo general femenino, ya ser posible encarnado por una hermosa actriz, y el guión debe procurar que el espectador se ponga en el lugar de la sufriente protagonista, amén de suministrar toda una serie de peripecias violentas, providenciales o catastróficas que no siempre se deben a la lógica de los acontecimientos; la llegada del cine sonoro no cambia mucho estas estructuras. J.-L. Bourget ha observado que en las películas históricas la Revolución hace de catástrofe, lo cuál evidencia que en el fondo su motivación es reaccionaria. Se subraya la impotencia de los individuos (María Antonieta, Danton, etc) ame unos movimientos históricos «cataclísmicos» que les superan. Las diferentes adaptaciones de Historia de dos ciudades, de Dickens. El caballero Adverse, de Mervyn LeRoy (1936), o María Antonieta, de W. S. Van Dyke (1938), son algunos de los muchos ejemplos de esta visión melodramática de la historia.
En El reinado del terror, de Anthony Mann, film sobre la Revolución francesa realizado en plena euforia anticomunista (1949), los revolucionarios de 1793 se presentan como gángsters que no pueden escapar a su destino final, que es matarse entre ellos. Por supuesto, no hay ninguna razón por la cual la obediencia a las reglas de un género o las necesidades de la progresión dramática corresponda forzosamente al curso real de la historia, a aquello que «realmente ha sucedido». Por todo ello, la selección de situaciones y personajes y todo lo que corresponde al trabajo del artista no tienen nada de inocente o casual. La habilidad del cineasta consiste primero en ajustarse a esas reglas pero procurando cometer el menor número de errores posible, informarse al máximo para escoger los incidentes que puedan apoyar el sentido melodramático de la intriga y las motivaciones ideológicas del productor y del espectador. Conviene señalar que esta preocupación puntillosa por la exactitud de los detalles no es más que un «taparrabos» destinado a ocultar la intimidad ideológica del film, la desfiguración en profundidad de un pasado que se podría presentar desde otra perspectiva. Al fin y al cabo, el historiador también hace una selección: si sólo quiere hacer de ordenanza debe ajustarse a la razón más que al sentido o los sentimientos. Es raro que un análisis específicamente científico pueda convertirse en una obra cinematográfica.
4. En un film sobre María Antonieta, nos explican que Fersen, su amante, conseguía escapar de la Revolución emigrando a América en compañía de Rochambeau, pero cometía el error de volver a Francia y moría allí. Esto nos indica que las tierras americanas son siempre un refugio en cualquier época de la historia, y no solamente a principios del siglo xx; lo podemos ver en diferentes epopeyas que van de An American Romance, de King Vidor (1944) a América, América, de Elia Kazan (1963). Allí se refugian sucesivamente los franceses, los serbios, los griegos, los armenios, los rusos...; en resumen, las víctimas de todas las catástrofes históricas.
La Revolución rusa se ha presentado siempre de forma asaz negativa, tanto en Ninotchka como en Doctor Zhivago, hasta llegar a la adaptación que ha hecho Warren Beatty del libro de John Reed (Reds/Rojos, 1982). Por imposiciones de la alianza con la URSS contra el nazismo se tuvieron que atenuar las muestras de hostilidad hacia el odiado régimen, y el cine americano se vio obligado a producir entre 1941 y 1944 algunas películas favorables a la Revolución de Octubre, de las cuales la más significativa fue Mission to Moscow, de Michael Curtiz (1943), que lleva su complacencia hasta el extremo de hacer suyas las tesis estalinianas contra Trotski. The North Star, de Lewis Milestone (1943), es otro film favorable a la revolución comunista, que muestra cómo en el país de los soviets la pobreza no existe y reina la prosperidad, como si estuviéramos en los mismísimos Estados Unidos. América es siempre el punto de referencia, y resulta paradójico, sin embargo, el escaso número de películas dedicadas a la propia Revolución americana.
El único film que la trata de forma directa es América, de D. W. Griffith (1924). En los escasos productos que evocan esta época la guerra de independencia no es más que el marco de la acción, como en Corazones indomables, de John Ford (1939) luego, cabría considerar, como algunos autores han apuntado, que no se trataría de una revolución sino de una guerra de independencia, pero hay que tener en cuenta que los contemporáneos l0 'vivieron como revolución, y así es como se sigue considerando en la actualidad.
La razón de este desinterés cinematográfico hay que verla en algo más: un film sobre la Revolución de 1783 tendría que escenificar la guerra contra Inglaterra, y esta partida de nacimiento no acaba de gustar a los americanos, que prefieren tratar la guerra de Secesión, su guerra civil. Quizá, inconscientemente, la clase dirigente americana, los WASP (White, Anglo-Saxon, Protestant), no quieren romper del todos sus lazos filiales con Inglaterra: si lo hicieran, los italianos, los judíos, los eslavos, los negros y demás etnias no-WASP reclamarían con más fuerza su derecho a dejar de ser ciudadanos de segunda clase. Es por esto que el cine de los años veinte a los cincuenta no quiere sugerir nada que signifique una ruptura con Inglaterra, y por ello produce tantas películas sobre la guerra de Secesión, simbólica acta de fundación de la América contemporánea, y casi ninguna sobre la Revolución.
5. Ya hemos dicho que el cine soviético ha ignorado la Revolución francesa, pero que se ha fijado algo más en la Comuna y en la revolución en España, filmada por Roman Karmen en Ispanya (1939); tampoco ha demostrado interés por la Revolución mexicana de 1910-1916, que debía haber sido el soporte argumental de la película inacabada de Eisenstein ¡Que viva México! (1932), consagrada a la historia de ese país. Por su parte, Pudovkin realizó Tempestad sobre Asia (1929), donde se mezclaba la lucha de los mongoles por su independencia de las potencias extranjeras con la toma de conciencia revolucionaria de un joven pastor de Mongolia. Esto de la toma de conciencia ya era el hilo conductor de su adaptación de Gorki, La madre, obra maestra del cine y que fue el film que tuvo más éxito.(incluso en Rusia) entre todos los dedicados a la Revolución; los recursos del melodrama se utilizaban aquí con una significación opuesta a la del cine de Hollywood: los tribunales zarista y su poder represivo representan la fatalidad, y si los héroes mueren, es después de haber aprendido cómo acabar con estas fuerzas del pasado y legar su experiencia a sus descendientes.
La mayoría de películas soviéticas sobre la Revolución son una búsqueda de los orígenes, una legitimación del poder nacido en octubre de 1917. Con La huelga y El acorazado Potemkin, Eisenstein creó dos obras maestras que, al revés que las de su rival Pudovkin, no tomar como protagonistas a individuos concretos con los que el espectador pueda identificarse, sino las masas de obreros, marineros, etc., que funcionan como un héroe colectivo, y de esta forma hace más inteligibles los orígenes de la Revolución; puede decirse que hace un trabajo de historiador, y más concretamente de historiador de vanguardia que no busca solamente reproducir el pasado (como hará algo más tarde Mark Donskoi en su trilogía sobre Gorki, 1938-1940), sino que se esfuerza en recrearlo. Un trabajo basado en el montaje, en la planificación de las secuencias y también en la creatividad, ya que no duda en inventarse escenas que puedan dar forma visual a los impactos emocionales sufridos por los personajes. Wenden ha mostrado perfectamente cómo en El acorazado Potemkin la mayoría de hechos y situaciones narrados por Eisenstein eran el producto de su imaginación, pero no por eso deja de ser un análisis prodigioso de los acontecimientos de 1905.
Hay otras formas de abordar la temática de la Revolución, como la de Beleiet parus odinoki («Blanca vela solitaria», 1937), de Legoshin, en la que se nos muestra a través de los ojos de un niño. Sea de una forma o de otra, lo cierto es que toda una corriente del cine soviético, desde la Uplotnenie («Cohabit-ación»), de 1918 [véase el capítulo 2], hasta La fin du Tsarismne- (1986). de Efem Klimov, * pasando por el Chaipaiev (1934) de los Vasiliev, está consagrada a legitimar la Revolución, sus causas y objetivos, mientras que el expansionismo revolucionario promovido por el Komintern apenas se ha reflejado en unas pocas obras (la más conocida es Dezertir, " El desertor», de Pudovkin, 1932).
De todas formas, en el gran cine soviético de los primeros tiempos tomó cuerpo un cierto malentendido sobre la imagen que presentaba de la Revolución, a saber: que esta imagen no acababa de cuadrar del todo con la historia oficial que se estaba construyendo en aquel momento. Por ejemplo, el protagonista de La madre esconde armas en su casa cuando la norma entre los socialdemócratas era condenar el terrorismo, y, en La huelga, los jefes no se definen propiamente como bolcheviques. Es decir, que los cineastas -transmiten la verdad de sus análisis, los cuales ya no tienen vigencia en el momento de estrenar las películas. Por añadidura, la inventiva vanguardista de Eisenstein o Dziga Vertov chocaba frontalmente con los gustos del público de las grandes ciudades, en las cuales las elites habían desaparecido por efecto del exilio o de los fusilamientos. El público que quedaba, formado por obreros y campesinos incultos, huía como de la peste de los simbolismos y esteticismos de estos cineastas que se creían los más modernos del mundo, como Dziga Vertov y su Lenin, el genio de la revolución.
Fueron estas tendencias populares las que motivaron el éxito del realismo socialista, más que las directrices venidas de arriba: cada vez se hizo más tenue la diferencia entre lo que era reconstrucción de la realidad revolucionaria y la pura reinvención, y, sobre todo, la verdad oficial tomó el protagonismo en la serie de películas que tenían a Lenin como personaje principal, fuera in absentia como en Chapaiev (1934), o en carne y hueso como en el díptico Lenin v oktiabre «
Titulado originalmente Tri pesnie o Leninie «Tres cantos a Lenin», 1934). (N. del t.)
6. Al mismo tiempo que la URSS multiplica las películas que explican las causas de las revoluciones -por lo menos las de 1897, 1905 y 1917-, pero dejando de lado sus efectos, y mientras los americanos y (especialmente) los europeos insisten en las nefastas» consecuencias de las revoluciones en Francia y Rusia, y recuerdan con nostalgia los viejos tiempos, los papeles se invierten para las revueltas: en el cine soviético apenas se ven, mientras que en los otros abundan.
Se comprende el motivo: una revuelta no cuestiona el orden establecido, sino solamente sus excesos, sus abusos, sus injusticias. Además, el héroe de la revuelta, el bandido generoso defensor de los humildes, suele ser de cuna aristocrática, o por lo menos un caballero que se rige por el código de valores de la nobleza. Sea este héroe el Zorro -La marca del Zorro, de Fred Niblo, con Douglas Fairbanks, 1920, y sus secuelas: Don Q, hijo del Zorro, etc.-; Robin Hood -protagonista de una larga serie de películas americanas, inglesas o italianas, cuyo modelo sería Robín de los Bosques, de Allan Dwan, 1922, también con Fairbanks-, o incluso Jesse James, no se observa en ninguna de las películas a ellos dedicadas la menor objeción al sistema monárquico en sí mismo; lo mismo se puede aplicar a las rebeliones capitaneadas por Mandrin, Maurin des Maures, Cartouche (interpretado en cine por Belmondo) o Cadet Rousselle (llevado al cine en 1954). Estos films de mero entretenimiento carecen de la calidad analítica de obras más rigurosas que evocan las revueltas colectivas, de campesinos como El rebelde (1969) y La repentina riqueza de los pobres de Kombach (1970), de Volker Schlöndorff, o de inspiración religiosa, como Les camisards, de René Allio (1972). Una obra aparte es Salmo rojo de Miklós Jancsó (1972).
De todas formas, son aquellas películas más dirigidas hacia la situación actual que hacia el pasado -por ejemplo, Banditi a Orgosolo, de Vittorio de Seta; Salvatore Giuliano, de Francesco Rosi, o de forma más indirecta ¡No estoy solo! de los Taviani- las que expresan mejor la permanencia del espíritu de rebeldía en las sociedades víctimas de la modernidad
* Título original. San Michele aveva un gallo. (N. del t.)
7. Tierra de España, de Joris Ivens (1937), documental totalmente identificado con la lucha de los republicanos contra los franquistas, es sin duda la obra cinematográfica que causó mayor impacto en los medios dirigentes norteamericanos, convenciendo al mismísimo Franklin Delano Roosevelt de la necesidad de tomar partido en el combate que la democracia mantenía contra los regímenes totalitarios. Ciertamente, los realizadores alemanes que habían huido del nazismo, judíos o no -Billy Wilder, Otto Preminger, Fritz Lang, William Dieterle-, y actores como Luise Rainer, Peter Lorre, etc., no habían dejado de dar voces de alarma entre el mundillo de Hollywood -Melvyn Douglas, Gary Cooper, Darryl F. Zanuck, etc.- acerca del peligro de la contrarrevolución europea y la amenaza que representaba el nazismo para la libertad, en general, y para las libertades norteamericanas, en especial. El estreno en abril de 1939 de Confessions of a Nazi Spy, film de Anatole Litvak, con Edward G. Robinson, evidenció la incorporación de la democracia norteamericana a la lucha contra el régimen totalitario de Berlín.
Pero en el intervalo, y por supuesto antes de que la industria de Hollywood multiplique sus películas comprometidas en la «lucha de la libertad contra el fascismo», la revolución y la guerra de España han servido de puntos-de anclaje para determinadas posturas que se fueron haciendo cada vez más ambiguas a medida que Estados Unidos aumentaba su interés en que la España franquista se mantuviera neutral en la lucha contra el nazismo. Tierra de España era un film documento que reemplazaba a la intriga de ficción histórica que había sido la primera idea de Ivens. En Estados Unidos el primer film de éxito sobre la revolución y la guerra de España fue, después de The Last Train from Madrid (James Hogan, 1937), Blockade (1938), de William Dieterle, una mezcla de opereta y aventuras que expresaba un sentir más pacifista que prorrepublicano, por mucho que se esbozara la rebelión de los franquistas contra el régimen legalmente constituido. La ambigüedad es todavía más marcada en la adaptación de ¿Por quién doblan las campanas, de Hemingway: para que no se molestara Franco, al que convenía mantener neutral, se traicionó el espíritu del original, y el productor Adolph Zukor pudo afirmar que la película no iría ni contra unos ni contra otros. El régimen franquista no consideró en absoluto el film de Sam Wood, producido en 1943, como un acto de agresión.
Al contrario, las tomas de posición contra el nazismo se hicieron cada vez más explícitas. El ejemplo más espectacular es el de The Mortal Storm, de Frank Borzage, estrenado en junio de 1940, y que constituía un llamamiento a los alemanes para que se opusieran a Hitler; el film causó gran indignación en Alemania y motivó incluso un incidente diplomático. Pero las películas de Litvak y Borzage no estaban solas; pues hay constancia de unos veinte films de mensaje antinazi anteriores a la entrada de Estados Unidos en guerra: Enviado especial, de Alfred Hitchcock; El gran dictador, de Charlie Chaplin, o The Man T Married, de Irving Pichel.
El detalle más importante es que, durante ese mismo período, no se realizó en Inglaterra o en Francia ningún film comercial que tuviera un mensaje antinazi o favorable a la España republicana. Los pocos que se llegaron a rodar no salieron del marco limitado del cine militante: el caso de Tierra de España y de algunos más, como Espagne 39.-de Jean-Paul le Chanois- o, sobre todo, Espoir/Sierra de Teruel, de André Malraux, cuya exhibición fue prohibida en Francia por el gobierno Daladier. A cambio, la revolución española fue la primera crisis europea que suscitó un auténtico interés entre los cineastas documentalistas: operadores como el ruso Roman K armen, los ingleses Ivor Montagu y Marc Laren y los franceses Porchet y Marquet tomaron las imágenes que utilizaría Esther Shub en Ispanya y, más tarde, Frédéric Rossif en Morir en Madrid (1963). La guerra de España ha sido también el único gran acontecimiento revolucionario del siglo xx que, a través de la ficción o del reportaje, ha reunido en el cine a todas las familias del antifascismo de los dos lados del Atlántico hasta Suecia, donde esta derrota de la democracia ha inspirado a Hampe Faustman -Främmande hamn («Puerto extranjero», 1948)- o a Vilgot Sjöman -Yo soy curiosa, 1967).
8. La guerra de España motivó la aparición de un cine militante, explícitamente revolucionario, no comercial y por lo general producido con escasos medios.
En Estados Unidos esta corriente ha sobrevivido como ha podido después del maccarthismo, consiguiendo a pesar de todo dos obras maestras: una es un residuo del sentimiento pacifista, Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo (1971), y la otra es a la vez social, antirracista y feminista, La sal de la tierra, de Herbert Biberman, que en Estados Unidos fue boicoteada por su militancia.
En la Europa de posguerra este cine militante invocaba el nombre de Dziga Vertov, lo que le situaba su ideología y definía su carácter: documental y no ficción. Tras la segunda guerra mundial, la lucha contra el imperialismo iba sustituyendo más o menos a la lucha contra la burguesía, para lo cual el cine militante desplazó sus cámaras hacia los pueblos colonizados a fin de ayudarlos a liberarse, a menos que esa liberación no tuviera igualmente por efecto debilitar a la «burguesía dominante». En 1946 nos encontramos a Joris Ivens en Indonesia (Indonesia Calling), mientras que René Vautier y Lakhdar-Hamina apoyan el nacimiento de un cine argelino, Yann Le Masson rueda Sucre amer en Reunión (1964), o LioneI Rogosin con Coome Back Africa en Sudáfrica (1959). También el mundo árabe desarrolla un cine nacional, explícitamente revolucionario, con L'heure de la révolution a sonné, de Heini Srour, sobre Omán, así como una serie de películas sobre Palestina, que junto a la China es un nuevo punto de referencia para una cierta izquierda revolucionaria...
Después del mayo de 1968 esta izquierda ya no sabe a dónde enfocar la cámara... Al respecto, puede considerarse que Le fond de l 'air est rouge. de Chris Marker (1977), es un film compendio que en cierto modo, toca a muerto por la idea revolucionaria, por lo menos tal como había surgido en Europa, A pesar de todo, este tipo de cine mantiene su público de militantes, que aseguran admirar sus méritos y así lo escriben en los periódicos, pero lo cierto es que a las salas no va nadie, y sólo sobrevive gracias a un tercer circuito -ni comercial ni televisivo- que son los diversos festivales.
Un cine decididamente militante y revolucionario es el que se desarrolla en esta época en Latinoamérica, incluso para glorificar la lucha revolucionaria del Vietnam en films como Hanoi, martes 13 (1967), del cubano Santiago Álvarez. La hora de los hornos (1966-1968), del argentino Fernando Solanas, es una lúcida fantasía sobre una revolución imaginaria, construido a la manera de Eisenstein y destinado a un amplio éxito internacional. ¿Será en la América india y negra donde se encuentra el futuro? Ésta es la pregunta que se plantean actualmente los cineastas nacidos en los flancos de los Andes, como Jorge Sanjinés, autor de La sangre del cóndor ( 1969), o Federico García en Túpac Amaru (1984).
9. Cine y revolución: está claro que el argumento de una película tiene menos importancia que la forma como se trata. Aunque no se dude, convendría verificarlo. Se cuentan con los dedos los cineastas que, al tratar de forma explícita un fenómeno revolucionario, lo apoyan en vez de criticarlo: los rusos, Renoir, Kubrick (en Espartaco, 1960), y algunos más; convendría incluir aquí los documentalistas como Ivens, Solanas o Marker. Pero está claro que la acción revolucionaria de los cineastas se desenvuelve también a otros niveles. Ahí tenemos la obra de lean Renoir para comprobar que son sus films anteriores a 1940 los que, tratando del presente y no del pasado, han ejercido un efecto corrosivo de reflexión crítica sobre nuestro tiempo. Lo mismo sirve para Elia Kazan, que evidentemente se muestra favorable a la Revolución mexicana en !Viva Zapata! , pero confecciona una crítica social y política mucho más eficaz en sus obras no tan claramente- históricas Tampoco La Chinoise (1967) sería el film más revolucionario de Godard, sino que lo es toda su obra, como la de los otros cineastas de la nouvelle vague (Chabrol, Truffaut, Resnais) que prepararon el ambiente de mayo del 68.
El romanticismo había dado una primera lección en el siglo XIX: es el estilo lo que permite introducir la idea, o incluso la ruptura de estilo cuando ésta tiene valor estético. Revolucionarios son, en definitiva, los grandes genios del cine. Pero ¿cómo apreciar las relaciones de la escritura fílmica de la historia con sus otras formas de expresión? No siempre se abordan los problemas desde el mismo enfoque. Diríase que la mayoría de cineastas que afrontan el cine histórico identifican la historia bajo una de sus muchas opciones: el «relato de reconstitución», sin análisis o crítica de los problemas planteados por esa evocación del pasado y sus analogías con el presente. A partir de ahí, la adaptación de una de esas escrituras de la historia a otra permite cualquier desviación, ya que el relato de reconstitución representa el grado cero del análisis histórico, por lo menos en sus premisas. En estas condiciones el cine puede decir lo que quiera con toda libertad: invocando la creatividad del artista, siempre habrá una iglesia (la crítica) que legitime esta desviación. Es indudable que también el historiador puede elaborar una narración escogiendo sus informaciones y combinándolas a su gusto, pero su iglesia no le reconocerá ese derecho.
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