Con un ejército de ocupación que hace la guerra en Iraq y Afganistán, con bases militares y matonaje corporativo en todas partes del mundo, ya no cabe duda de la existencia de un Imperio de EE.UU. Por cierto, lo que solían ser fervientes desmentidos se han convertido en una aceptación jactanciosa, desvergonzada, de esa idea.
Sin embargo, la idea misma de que EE.UU. pudiera ser un imperio no se me ocurrió hasta que terminé mi trabajo como bombardero en la 8ª Fuerza Aérea en la Segunda Guerra Mundial, y volví a casa. Incluso mientras comenzaba a tener dudas sobre la pureza de la “Buena Guerra”, incluso después de que me horrorizaran Hiroshima y Nagasaki, incluso después de repensar mi propio bombardeo de ciudades en Europa, todavía no combiné todo eso en el contexto de un “Imperio” estadounidense.
Sabía, como todos, del Imperio Británico y de otros poderes imperiales de Europa, pero EE.UU. no era visto de la misma manera. Cuando, después de la guerra, fui a la universidad bajo la Ley de Derechos de los soldados, y tomé cursos en historia de EE.UU., usualmente encontraba un capítulo en los textos de historia intitulado “La era del imperialismo.” Invariablemente se refería a la Guerra Hispano-Estadounidense de 1898 y a la conquista de las Filipinas que la siguió. Parecía que la duración relativa del imperialismo estadounidense había sido de solo unos pocos años. No existía una visión general de la expansión de EE.UU. que pudiera conducir a la idea de un imperio de mayor alcance – o período de “imperialismo”.
Recuerdo el mapa de la clase (intitulado “Expansión hacia el Oeste”) que presentaba la marcha a través del continente como un fenómeno natural, casi biológico. Esa inmensa adquisición de tierras llamada “La compra de Luisiana” no sugería nada que no fuera compra de tierras vacías. No había un sentido de que ese territorio había sido ocupado por cientos de tribus indias que hubieran tenido que ser aniquiladas o expulsadas de sus casas – lo que ahora llamamos “limpieza étnica” – para que blancos pudieran asentarse en las tierras, y más tarde ferrocarriles pudieran cruzarlas de un lado a otro, presagiando la “civilización” y sus brutales decepciones.
Ni las discusiones de la “democracia jacksoniana” en los cursos de historia, ni el popular libro de Arthur Schlesinger Jr., “La era de Jackson”, me hablaron del “Sendero de lágrimas”, la letal marcha forzada de las “cinco tribus civilizadas, hacia el oeste desde Georgia y Alabama a través del Mississippi” que dejó 4.000 muertos. Ninguna discusión de la Guerra Civil mencionó la masacre de Sand Creek de cientos de aldeanos indios en Colorado, precisamente cuando la “emancipación” era proclamada para la gente negra por el gobierno de Lincoln.
El mapa de la sala de clase también tenía una sección hacia el sur y el oeste llamada “Cesión mexicana”. Era un útil eufemismo para la agresiva guerra contra México de 1846 en la que EE.UU. se apoderó de la mitad de la tierra de ese país, lo que nos dio California y el gran Sudoeste. El término “Destino manifiesto”, utilizado en esos días, se hizo rápidamente universal, por supuesto. En vísperas de la Guerra Hispano-Estadounidense en 1898, el Washington Post vio más allá de Cuba. “Estamos cara a cara con un extraño destino. El gusto del Imperio está en la boca de la gente exactamente como el gusto de la sangre en la selva.”
La violenta marcha a través del continente, e incluso la invasión de Cuba, parecieron estar dentro de una esfera natural de interés de EE.UU. Después de todo, ¿no había declarado la Doctrina Monroe de 1823, que el Hemisferio Occidental estaba bajo nuestra protección? Pero casi sin pausa después de Cuba vino la invasión de las Filipinas, a mitad de camino al otro lado del mundo. La palabra “imperialismo” parecía corresponder de modo adecuado a las acciones de EE.UU. Por cierto, esa prolongada y cruel guerra – tratada rápida y superficialmente en los libros de historia – dio origen a una “Liga Antiimperialista” en la que William James y Mark Twain fueron personalidades dirigentes. Pero tampoco aprendí algo sobre esa guerra en la universidad.
Aparece la “Única Superpotencia”
Leyendo fuera de la sala de clase, sin embargo, comencé a encajar las piezas de la historia en un mosaico mayor. Lo que a primera vista había parecido algo como una política exterior puramente pasiva en la década que llevó a la Primera Guerra Mundial pareció ser ahora una sucesión de violentas intervenciones: la apropiación de la zona del Canal de Panamá de Colombia, un bombardeo naval de la costa mexicana, el despacho de los marines a casi cada país en Centroamérica, el envío de ejércitos de ocupación a Haití y la República Dominicana. Como escribió más tarde el tan condecorado general Smedley Butler, quien participó en muchas de esas intervenciones: “Yo fui chico de los mandados de Wall Street”.
Cuando supe de esa historia – los años después de la Segunda Guerra Mundial – EE.UU. se estaba convirtiendo no sólo en una potencia imperial más, sino la principal superpotencia del mundo. Decidido a mantener y expandir su monopolio de las armas nucleares, se estaba apoderando de islas remotas en el Pacífico, obligando a los habitantes a que partieran, y convirtiendo las islas en mortíferos terrenos de juego para más pruebas atómicas.
En su memoria, “No Place to Hide”, el Dr. David Bradley, quien monitoreó la radiación en esas pruebas, describió lo que quedó en las islas después de que los equipos de ensayos volvieron a EE.UU.: “Radioactividad, contaminación, la isla destruida de Bikini y sus exiliados, pacientes con ojos tristes.” Los ensayos en el Pacífico fueron seguidos, con el pasar de los años, por más pruebas en los desiertos de Utah y Nevada, más de mil ensayos en total.
Cuando comenzó la guerra de Corea en 1950, yo todavía estudiaba historia como estudiante de postgrado en la Universidad de Columbia. Nada en mis clases me preparó para comprender la política estadounidense en Asia. Pero yo leía Weekly de I. F. Stone. Stone fue uno de los poquísimos periodistas que cuestionaron la justificación oficial para el envío de un ejército a Corea. Me parecía claro entonces que no fue la invasión de Corea del Sur por el norte lo que provocó la intervención de EE.UU., sino el deseo de EE.UU. de tener un punto de apoyo firme en el continente asiático, especialmente cuando los comunistas se encontraban en el poder en China.
Años después, cuando la intervención clandestina en Vietnam se convirtió en una masiva y brutal operación militar, las intenciones imperiales de EE.UU. me aparecieron aún más evidentes. En 1967, escribí un pequeño libro llamado “Vietnam: The Logic of Withdrawal” [Vietnam: la lógica de la retirada]. En esos días estaba fuertemente involucrado en el movimiento contra la guerra.
Cuando leí los cientos de páginas de los Papeles del Pentágono que me fueron confiados por Daniel Ellsberg, lo que me saltó a la vista fueron los memorandos secretos del Consejo Nacional de Seguridad. Al explicar el interés de EE.UU. por el Sudeste Asiático, hablaban a secas de los motivos del país como una busca de “estaño, caucho, petróleo”.
Ni las deserciones de soldados en la guerra mexicana, ni los disturbios contra el reclutamiento en la Guerra Civil, ni los grupos antiimperialistas a comienzos del siglo, ni la fuerte oposición a la Primera Guerra Mundial – por cierto ningún movimiento contra la guerra en la historia de la nación alcanzó la escala de la oposición a la guerra en Vietnam. Por lo menos parte de la oposición se basaba en la consciencia de que había más en juego que Vietnam, que la brutal guerra en ese pequeño país formaba parte de un propósito imperial mayor.
Varias intervenciones después de la derrota de EE.UU. en Vietnam parecieron reflejar la necesidad desesperada de la superpotencia que seguía reinando – incluso después de la caída de su poderoso rival, la Unión Soviética – de establecer su dominio por doquier. De ahí la invasión de Granada en 1982, el ataque con bombardeo de Panamá en 1989, la primera guerra del Golfo de 1991. ¿Se sentía desconsolado George Bush padre por la captura de Kuwait por Sadam Husein, o utilizó ese evento como una oportunidad para imponer el poder de EE.UU. a la codiciada región petrolera de Oriente Próximo? Considerando la historia de EE.UU., considerando su obsesión con el petróleo de Oriente Próximo, que data del acuerdo de Franklin Roosevelt en 1945 con el rey Abdul Aziz de Arabia Saudí, y el derrocamiento por la CIA del gobierno democrático de Mossadeq en Irán en 1953, no es difícil decidir al respecto.
Justificación del Imperio
Los implacables ataques del 11 de septiembre (como lo reconoció la Comisión del 11-S) resultaron del feroz odio contra la expansión de EE.UU. en Oriente Próximo y en otras partes. Incluso antes de ese evento, el Departamento de Defensa reconoció, según el libro de Chalmers Johnson “The Sorrows of Empire” [traducido al castellano como “Las desgracias del imperio: militarismo, espionaje y fin de la república”], la existencia de más de 700 bases militares estadounidenses fuera de EE.UU.
Desde esa fecha, con el inicio de una “guerra contra el terrorismo,” se han establecido o expandido muchas más bases: en Kirguizistán, Afganistán, el desierto de Qatar, el Golfo de Omán, el Cuerno de África, y dondequiera se pudo sobornar o coercer a una nación dócil.
Cuando yo bombardeaba ciudades en Alemania, Hungría, Checoslovaquia, y Francia en la Segunda Guerra Mundial, la justificación moral era tan simple como para estar más allá de toda discusión. Estábamos salvando al mundo del mal del fascismo. Por eso me sorprendió oír a un artillero de otra tripulación – lo que teníamos en común es que ambos leíamos libros – que consideraba que se trataba de “una guerra imperialista”. Los dos lados, dijo, eran motivados por ambiciones de control y conquista. Discutimos sin resolver el tema. Irónicamente, trágicamente, poco después de nuestra discusión, el muchacho fue derribado y muerto en una misión.
En las guerras siempre han una diferencia entre los motivos de los soldados y los motivos de los dirigentes políticos que los envían a la batalla. Mi motivo, como el de tantos otros, carecía de ambición imperial. Era ayudar a derrotar el fascismo y crear un mundo más decente, libre de agresión, militarismo, y racismo.
El motivo de los círculos dominantes de EE.UU., comprendido por el artillero aéreo que conocí, era de naturaleza diferente. Fue descrito a comienzos de 1941, por Henry Luce, el multimillonario propietario de las revistas Time, Life, y Fortune, como la llegada de “El siglo estadounidense”. Había llegado el momento, dijo, de que EE.UU. “aplicara al mundo todo el impacto de nuestra influencia, para los propósitos que consideremos apropiados, por lo medios que consideremos apropiados”.
Es difícil pedir una declaración más sincera, más directa del propósito imperial. Ha sido repetida en los últimos años por las criadas intelectuales del gobierno de Bush, pero con promesas de que el motivo de esa “influencia” es benigno, que los “propósitos” – sea en la formulación de Luce u otras más recientes – son nobles, que es un “imperialismo light”. Como dijo George Bush en su segundo discurso inaugural: “Diseminar la libertad por el mundo... es la invocación de nuestra época.” El New York Times calificó ese discurso de “impresionante por su idealismo”.
El Imperio de EE.UU. ha sido siempre un proyecto bipartidario – demócratas y republicanos se han turnado para ampliarlo, para aclamarlo, para justificarlo. El presidente Woodrow Wilson dijo a graduados de la Academia Naval en 1914 (el año en el que bombardeó México) que EE.UU. utiliza “su armada y su ejército... como instrumentos de la civilización, no como instrumentos de agresión”. Y Bill Clinton, en 1992, dijo a graduados de West Point: “Los valores que habéis aprendido aquí... podrán diseminarse por todo el país y por todo el mundo.”
El pueblo de EE.UU., y por cierto la gente de todo el mundo, descubre tarde o temprano que esas afirmaciones son falsas. La retórica, a menudo persuasiva a primera vista, es abrumada pronto por horrores que ya no pueden ser ocultados: cadáveres ensangrentados de Iraq, las extremidades arrancadas de soldados estadounidenses, los millones de familias expulsadas de sus hogares – en Oriente Próximo y en el delta del Mississippi.
¿No comienzan a perder el control de nuestras mentes las justificaciones del imperio, arraigadas en nuestra cultura, que atacan nuestro buen sentido, de que la guerra es necesaria para nuestra seguridad, que la expansión es fundamental para la civilización? ¿Hemos llegado a un punto en la historia en el que estamos listos para abrazar una nueva forma de vida en el mundo, expandiendo no nuestro poder militar, sino nuestra humanidad?
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