Son argumentos terriblemente parecidos a los que se desempolvaron en la reciente polémica sobre la invitación al papa para que pronunciara la lección magistral en la universidad La Sapienza de Roma: también en este caso estaría en cuestión la libertad de palabra, el valor supremo de la cultura, el deber del diálogo. ¿Diálogo? En el caso de La Sapienza sabemos qué clase de diálogo estaba previsto. Al papa le habrían recibido como gran jefe de Estado y de una confesión religiosa, con gran pompa, tan grande que hasta la mera posibilidad de una manifestación de protesta de unos cuantos estudiantes a muchos cientos de metros de distancia hizo desistir del propósito. Lo de Israel en la Feria es el mismo caso.
Los que boicotean no quieren impedir que los escritores israelíes hablen y sean escuchados. Lo que quieren es que no vengan como representantes oficiales de un Estado que celebra sus 60 años de vida conmemorando el aniversario con el bloqueo de Gaza, la reducción de los palestinos a una miríada de zonas aisladas entre sí (para las que se ha empleado acertadamente el término bantustán, de triste recuerdo unido al apartheid surafricano), una política de expansión continua de las colonias que sólo puede entenderse como un auténtico proceso de limpieza étnica. Es ese Estado, y no la gran cultura judía de ayer y hoy (¿acaso han pensado Picchioni y Ferrero en invitar a la Feria a Noam Chomsky o a Edgar Morin?) lo que la Feria se propone presentar solemnemente a sus visitantes, brindándole una tribuna claramente propagandística, sin duda acordada con el gobierno de Olmert (que además está ofreciendo el mismo «paquete» a la Feria del Libro de París, dos meses anterior a la de Turín).
En los numerosos artículos que se prodigan en condenas y lecciones morales sobre el diálogo (¡vayan ustedes a hablar de diálogo a Gaza o a los territorios ocupados!) y la libertad de la cultura, nunca falta, y este quizá sea el aspecto más vergonzoso y francamente escandaloso, la mención del Holocausto. Avergüenza a quienes (incluidos algunos judíos, como los que se agrupan en la asociación «Judíos contra la Ocupación») se niegan a aceptar la política agresiva y racista de los gobiernos de Israel. Los que boicotean la Feria de Turín, por lo visto, boicotean a «los judíos» (PG Battista) y olvidan (ídem) las redadas nazis y el exterminio de los campos de concentración. Un estudioso judío estadounidense, Norman G. Filkenstein, ha escrito sobre esta vergonzosa explotación de la Shoah un libro titulado significativamente La industria del Holocausto. Precisamente el respeto a las víctimas de aquel exterminio debería proscribir la utilización de su memoria para justificar la actual política israelí de liquidación de los palestinos. Ninguno de los «boicoteadores» niega el derecho de Israel a existir. Un derecho sancionado por la comunidad internacional en 1948; esa misma ONU cuyas reclamaciones y deliberaciones ha desatendido con arrogancia Israel a lo largo de los años.
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