El denominado caso Mari Luz es la enésima reedición de la obsesión securitaria que atraviesa nuestras sociedades. Y puede muy bien valer para aproximarse a las razones que explican que un hecho semejante se convierta en principal preocupación pública durante un lapso de tiempo significativo. Tales razones pueden hallarse en el marco de sentido (frame) que, en relación con las cuestiones de la seguridad personal –entendida en su sentido más reduccionista–, se construye mediante la interacción de diversas instancias.
La ciudadanía, que canaliza hacia los hechos propios de la criminalidad contra intereses individuales todo un conjunto de ansiedades producto de un tiempo histórico caracterizado por la incertidumbre. La obsesión securitaria expresa el deseo de encontrar la seguridad perdida, en todos los planos de la vida, en un tiempo de mutaciones aceleradas. De este modo, la demanda dirigida a los poderes públicos para confrontar hechos como los citados permanece perpetuamente insatisfecha: no sólo porque, como es obvio, nunca se pone fin a ese tipo de hechos delictivos, sino porque en aquella demanda va ínsito el deseo de recuperar certidumbres vitales definitivamente superadas. Como toda pulsión insatisfecha, la obsesión securitaria autoperpetúa sus propias ansiedades.
Los medios de comunicación masiva, que dotan de una resonancia formidable a determinados hechos, tendiendo a situarlos en el centro de las preocupaciones colectivas. Esta centralidad en el mercado comunicativo de tales sucesos es debida a múltiples factores, como la facilidad para encuadrarlos en narrativas simplistas de fácil consumo, la aparente neutralidad política de los mismos, la facilidad de presentación en términos emocionales, y los evidentes réditos comerciales que se derivan de las estrategias comunicativas de alarma. Sea como fuere, si bien los medios convencionales no crean unidimensionalmente la obsesión securitaria, dan gran resonancia a los hechos que permiten solidificar tales ansiedades.
Los gobiernos y responsables de la seguridad pública, que suelen afrontar este género de sucesos con las retóricas y prácticas de lo que se ha dado en llamar populismo punitivo. La única oferta en la materia es la permanente inflación de la severidad de la respuesta en términos de castigo, con independencia de que ello resulte o no funcional. La obsesión electoral, el deseo de acomodarse a la ridícula creencia social en la benignidad del sistema penal, las urgencias políticas –que impiden poner en marcha soluciones más complejas– o la preocupación por escenificar un poder soberano que irremisiblemente se dispersa son algunas de las razones que explican tales planteamientos gubernativos. Si en el caso Mari Luz el guión preescrito no ha funcionado exactamente así, ello sólo es debido a una obviedad bien conocida por los responsables políticos: el sistema penal español es de una severidad formidable, claramente superior a la de los Estados de su entorno; más en concreto, la prisión en el Estado español ya es materialmente perpetua, en mayor medida de lo que sucede en aquellos sistemas que establecen formalmente tal castigo.
¿Y la pederastia? Poca relevancia tiene en el análisis de este caso. Los pederastas sólo son uno más de los enemigos interiores que expresan la obsesión securitaria, como sucesiva o coetáneamente lo son terroristas, migrantes o maltratadores. Toda sociedad procura –y encuentra– sus propios chivos expiatorios, en una búsqueda permanentemente insatisfecha de la cohesión perdida.
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