La crítica conviene tomársela en serio, si bien no debemos dejarnos llevar por un aceptación sin más de la misma, mucho menos por un implícito reconocimiento de nuestra impotencia política. No hemos optado por el anarquismo para satisfacer ilusiones infantiles o para librarnos de toda crítica reclamando la pureza de ideales tan perfectos como inasequibles. Somos anarquistas por realismo político y por coherencia moral.
En contra de lo que algunos pueden suponer o manifestar de forma explícita, los principios básicos del anarquismo son los más realistas que puedan darse en la vida política y social de los seres humanos. Conviene recordar una vez más que, si miramos lo ocurrido en los dos últimos siglos, desde las dos grandes revoluciones, la de Estados Unidos y la de Francia en el s. XVIII, no resulta difícil mantener que el anarquismo fue y sigue siendo la teoría y la práctica que se tomó en serio los ideales democráticos e intentó convertirlos en realidad.
Se los tomó en serio porque mantuvo con energía los tres pilares de la configuración contemporánea de la democracia sin renunciar a ninguno de ellos. Mantuvo desde el principio que era necesario optar a un tiempo por la libertad, la igualdad y la fraternidad, de modo y manera que ninguno de ellos se impusiera a los demás. Aceptó muchas de las críticas planteadas por los liberales radicales, pero no les siguió en su abandono de la solidaridad como motor de la vida social. Del mismo modo se sumó a las pretensiones de igualdad y solidaridad expuestas por los socialistas de diferentes tendencias, pero sin considerar en ningún momento que la libertad era un prejuicio pequeño burgués ni aceptar que la dictadura del proletariado podía convertirse en motor de la revolución social.
Del mismo modo se tomó en serio el impulso inicial de aquella gran apuesta por un nuevo modelo de organización social democrática. Los ilustrados se levantaron contra un estado absolutista y la toma de La Bastilla, una cárcel ejemplar de la arbitrariedad de todo poder, se convirtió en acto simbólico de rebelión en busca de una sociedad sin humillados ni oprimidos. Reclamaron la autonomía del individuo, capaz de tomar decisiones por sí mismo y propusieron la división de poderes como táctica adecuada para evitar la reproducción de nuevos poderes absolutos.
Los anarquistas aceptaron el reto y lo llevaron hasta el final. Los seres humanos en efecto no tenemos precio sino valor y nuestra dignidad no está nunca en cuestión. No hemos nacido para obedecer ni para doblar la rodilla ante nadie, sino para valernos por nosotros mismos, eso sí, en colaboración permanente con quienes nos rodean puesto que necesitamos a un tiempo su reconocimiento y su apoyo. Somos autónomos, pero no independientes, puesto que el tejido social es el tejido de la solidaridad y del apoyo mutuo.
Y el poder es sin duda el enemigo, por lo que es justo y necesario dividirlo para evitar su crecimiento fuera de control. Pero hay que hacerlo también hasta el final, buscando su completa fragmentación que termine en la total disolución del mismo. Sólo aplicando de forma constante modelos federales y autogestionarios de organización, solo acudiendo a la rotación y al empoderamiento de todos los ciudadanos, construiremos una sociedad en la que se orillen los riegos de un poder corruptor.
Mal asunto es, por tanto, acusar de ilusos a quienes se tomaron en serio los grandes ideales que sirven de legitimación a casi todos los gobiernos actuales. Es tanto como decir que todo aquello que justifica los modelos vigentes de gobierno y organización social no pasa de ensoñaciones de ingenuos inoperantes. A no ser que hagamos un ejercicio de completo cinismo y pasemos a admitir que se trata de simple ideología, pero que la realidad política funciona de otro modo que no debe en ningún caso ser reconocido de forma explícita. Incluso se puede proponer, como hacen algunos neo-conservadores, que padecemos un exceso de democracia y que hay que defender con mayor contundencia propuestas que pongan en manos de quienes saben y pueden la gestión real de la vida pública.
Ciertamente a eso no estamos dispuestos ni lo estaremos nunca. Eso sí, nuestro compromiso con la democracia nos aleja tanto del cinismo efectivo como del conservadurismo reaccionario. Creemos y seguimos creyendo que esos ideales no deben en ningún caso ser arrumbados en el baúl de objetos inútiles. A partir de ellos y con ellos siempre presentes podremos abordar en mejores condiciones la acción socio-política.
Es cierto que nunca llegarán a estar del todo realizados, pero eso no disminuye su valor, sino que lo incrementa al convertirlos en ideas reguladoras de nuestro comportamiento gracias a las cuales siempre podremos revisar y modificar lo que hacemos. Perderlas como referencia, dejar de verlas realizadas en todas y cada una de las cosas que emprendemos, equivale a abandonar lo que hace posible una acción política realista y eficaz. Optar decididamente por ellos es lo que nos distingue. De otras opciones políticas.
Creo que una cita de Ricardo Mella, uno de los más finos pensadores del anarquismo en su período clásico, expresa muy bien el sentido profundo de este ideal que, por serlo, es eficaz y al mismo tiempo nunca del todo realizable. «Vayamos tras el hombre nuevo, trepemos animosos por los abruptos riscos; que la fe, sin embargo, no nos ciegue hasta el punto de olvidar que no hay un término para el desenvolvimiento humano; que el ideal se aleja tanto más cuanto más a él nos acercamos; que la cima, en fin, es inaccesible».
Como bien decía uno de los grafitos del mayo del 68: somos realistas precisamente porque pedimos lo imposible. Y eso nos lleva a la segunda parte de la refutación de aquellos que nos confunden con ilusos impotentes. Pero de ello tendré que hablar en un segundo artículo que enviaré dentro de unos días, un artículo que cuyo título será la segunda parte del proverbio que ha dado título al que ahora termino.
0 comentarios:
Publicar un comentario