...por Rafael Cid
Desde que tiene memoria, el anarquismo ha significado lucha contra el Estado, porque el Estado contiene y simboliza el sistema de opresión y explotación que impide la autodeterminación individual y colectiva en cumplimiento de su papel como guardián legitimador de los intereses de las oligarquías dominantes.
Pero ahora, cuando el Estado-nación adquiere fecha de caducidad, no por la acción del corrosivo embate antiautoritario sino para refundarse y servir mejor a la causa de la globalización neoliberal y capitalista, el pensar anárquicamente parece perder con esta mutación a uno de sus principales referentes. Ante esta perspectiva, ¿cuál debe ser la posición del anarquismo? ¿Sobrevivirá intelectual, social y éticamente el anarquismo en esta incipiente “sociedad del riesgo” (Ulrich Beck), que chapotea sin rumbo en una “vida liquida” (Zygmunt Bauman) dominada por el ocaso de la esfera pública y una imparable “corrosión del carácter” (Richard Sennett) que imposibilita la identidad moral? ¿Qué futuro tiene el anarquismo después del Estado?
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Responder a esta pregunta, requiere repensar el anarquismo, impulso que puede tener muchos y diferentes asertos, dependiendo de ópticas, coyunturas, situaciones, latitudes y momentos. Incluso cabría decir con mayor propiedad que los que habría que revisar son “los anarquismos”, en plural, porque no sólo existen distintas versiones teóricas del anarquismo (individualista, colectivista, organizado, invertebrado, etc.), sino que la geopolítica condiciona el tipo de anarquismo que se aplica en cada tiempo y lugar. Aunque los principios sean comunes y comunicantes, su desarrollo lógico tiene que adaptarse a cada circunstancia. El contexto de EEUU es distinto al de Europa y éste, a su vez, poco tiene que ver con el de América Latina, que, por otro lado, dista de parecerse a Asia, por no hablar de las sub-diferencias internas de esta compleja cartografía. Hablamos, ciertamente, de realidades incomparables, en algo caso con distancias seculares aunque cronológicamente habiten en la misma era, pero con una misma raíz. Desahuciados fascismos y comunismos por la historia como auténticas plagas ideológicas, sólo queda en pie la subversión anarquista para refutar a un capitalismo deshumanizado que hoy incluso está poniendo en peligro la vida sobre el planeta.
Pero una de esas formas de repensarlo, quizá la más prioritaria y seminal, consiste en “organizar la anarquía” explorando las fuentes intelectuales de la acción directa y el antiautoritarismo como no-dominación. Porque no nos hemos quedado huérfanos, ni es real el fin del Estado. Hay, que duda cabe, una tendencia al Estado mínimo (policial, contributivo y performativo), pero eso no hace sino blindar el lado autoritario del sistema, dejándolo desnudo de atributos asistenciales y solidarios que durante más de siglo han contribuido a legitimarle. Aparte de existir una manifiesta centrifugación del Estado a favor de instancias supranacionales, porque su verdadero “esperanto”, su “lingua franca”, es la unidad de cambio. La presente coyuntura global se caracteriza por la retirada del tipo de Estado contingente, que suplía autoritariamente al mercado donde este no llegaba, en favor de un mayor mercado que precisa para hacerse hegemónico de enfatizar al individuo aislado como consumidor soberano. Lo que conlleva la destrucción del individuo solidario y autónomo, algo que por otros medios también perseguía el viejo aparato del Estado-nación.
En realidad la tradición de combatir al Estado como tal nunca estuvo en la prioridad axiológica del anarquismo. Nuestra apuesta es que lo propio del movimiento libertario es la pasión por la libertad, la autodeterminación, la acción directa, la asociación voluntaria, el antiautoritarismo, el apoyo mutuo. Y todas estas certezas nos llevan a la necesidad de recuperar las raíces de la identidad libertaria en las fuentes de la no-dominación, y en ese contexto el antiestatismo es una derivada lógica, consecuente e indispensable, pero derivada y subsidiaria en cualquier caso. De lo contario, si aceptáramos el planteamiento bipolar, la actual jibarización del Estado significaría el ocaso del anarquismo. Y no hay tal.
El anarquismo goza ya de larga vida. Tiene una mala salud de hierro. Mientras comunismo y fascismo han sido consecutivamente sentenciados por la historia, la veta libertaria sigue vigente. Quizá porque, como decía Hegel del concepto de historia, representa el único modelo de convivencia cuyo desideratum es plasmar la historia humana como el progreso de la conciencia de la libertad. De ahí que haya que buscar respuestas de vigor y fuste que revelen la oculta energía del “viejo topo”, más allá de su coyuntural e histórico antiestatismo que tanto protagonismo focaliza. Porque la realidad constatable insiste en que el anarquismo, que aparentemente no está en ningún sitio –es una utopía-, constituye hoy por hoy una vigorosa evidencia (no es una ucronía).
El triunfo exponencial del sistema de libre mercado capitalista, no sólo supuso una derrota histórica de la democracia entendida como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, sino que además permitió la usurpación de las señas de identidad de los primeros “liberales” avant la lettre, los radicales que rompieron las cadenas del feudalismo y apostaron por una sociedad de individuos libres y solidarios, los anarquistas. Esa fue la razón que motivó al anarquista individualista Joseph Dejacque a desmarcarse del término “liberal” y reclamar el neologismo “libertario” para la saga de pensamiento que tuvo a Proudhon, Bakunin y Kropotkin como pioneros.
Res pública
Lo que el capitalismo de fuste smithiano y el liberalismo asociado pusieron encima de la mesa fue la libertad de los modernos, una concepción de libertad individual (privacy) garantizada por la ley, que primero Jeremias Bentham y después Isaac Berlin rebautizaron como “libertades negativas”, en arriesgada cabriola terminológica que podría interpretarse como un lapsus freudiano. Una “privacy” que escinde la esfera pública de la privada y que fue utilizada con rotundo éxito como recambio suplantador de la libertad de los antiguos, modelo que, aparte de inspirar una democracia deliberativa y participativa, merecería por simetría representar la categoría de las “libertades positivas”.
Con lo que, sin pretenderlo, el ordenamiento democrático que la estructura económica capitalista demandaba en su holística, asumía las prerrogativas del panóptico ideado por Bentham como paradigma de arquitectura fabril. Una especie de casa de cristal que permitía a un estamento superior (más alto, jerárquica y socialmente hablando) controlar y regular el tráfico social, semaforizando opciones y actitudes de su escala de valores. Y aquí es donde el anarquismo y los anarquistas que en el mundo han sido forjaron su espléndida mala reputación. El libertario rechazo de los gestos autoritarios, elitistas, estatalistas, oligárquicos y de manumisión blanda que los Proudhon, Bakunin o Kropotkin defendieron al mantener insobornable el principio de la “acción directa”, hizo del pensamiento antiautoritario el único yacimiento socialmente verificable de la autodeterminación individual frente una democracia de mínimos de nueva planta. Incluso, si no nos ciega la fe del carbonero, en el propio campo liberal independiente se pueden encontrar testimonios de disidencias, malgre lui, que entroncan con el acervo libertario. En un pensador tan conservador y riguroso como John Rawls despuntan rastros proudhonianos cuando aborda la crítica del utilitarismo por ignorar las necesidades de las personas y funcionar por mayorías (otra vez la Ley del número que explicitó nuestro Ricardo Mella), mecanismo que permite sacrificar por un teórico bien común a individuos concretos marginalizándolos. El autor de Teoría de la justicia afirma que la acción política justa debe ir encaminada a remover las desigualdades “involuntarias” (las originadas en naturaleza y la familia) y la desigualdad provocada por el medio social. Su famoso “principio de diferencia”, que significa en la práctica una “discriminación positiva” a favor de la gente más humilde y desdichada, comparte una cierta identidad moral con la propuesta del padre del anarquismo para acabar con el “derecho de fortuna” (la herencia), y las “ganancias sin trabajo”, que dado el origen social de toda riqueza es sinónimo de “rentas robadas”.
No hay ideas innatas. Todo texto tiene un contexto y su alfaguara de ideas. Hay que pensar el pensamiento por el calado del pensamiento mismo y no por su ubicación más o menos académica en zonas de complacencia política o intelectual. Y hay que huir de las verdades reveladas y de sus corifeos. Abunda el modelo de “entendido” que está de vuelta sin haber ido. A Marx, que nunca fue marxista, le petrificaron sus publicistas, y a Adam Smith los smithistas, que se disfrazaron con la divisa liberal para fundamentar un sistema económico degradado respecto al verdadero mensaje antifeudal del escocés, a la sazón profesor de filosofía moral.
De libertades
Conviene insistir en que ya en 1755 Adam Smith tenía a la Libertad con mayúscula en alto aprecio ético e intelectual, entendiendo por tal “la eliminación de cualquiera restricciones, excepto las impuestas por la justicia”, y manifestaba la convicción de que “la interacción libre de los individuos no produce ningún caos, sino una estructura ordenada lógicamente”. Nada más lejos del individuo monadista e insolidario que propaga e incentiva el neoliberalismo percutente. ¿No suena la fe teleológica de Adam Smith en la libertad afín a ese flash de Proudhon sobre la anarquía como la más alta expresión del orden? El sabio que produjo esa monumental investigación aplicada al reino de la escasez cifraba en “la simpatía y el sentimiento de comunidad” el fundamento de toda ética según dejó escrito en su libro Teoría de los sentimientos morales, un texto publicado diecisiete años antes que la obra que le procuro mérito y reconocimiento universal como padre de la economía.
Organizar la anarquía, indagar lo que de libertario hay en lo liberal y lo que de liberal hay en lo libertario, asumir el antiautoritarismo y la autodeterminación como una dimensión moral y la democracia como un referente, requiere trabajar en dos hemisferios a la vez. De un lado, exige recobrar el perfil intelectual en que apareció el anarquismo como ideología emancipatoria, sin ocultar tutelas y legados que puedan resultar incómodos desde una perspectiva unidimensional y fundamentalista. Y de otro, sacar las consecuencias de las petrificaciones a que ha sido sometida esa teorización esgrimida para preservarla, ingenua y torpemente, como pensamiento único y original. Sólo con un ejercicio de honestidad intelectual se puede avanzar en la necesaria utopía anarquista. Phillip Pettit, autor del célebre libro Republicanismo, sitúa en la fecunda obra de Thomas Hobbes el punto de fuga en que culmina el ciclo “libertario” y arranca el “liberal”, al asegurar que “la noción hobbesiana de libertad -como no influencia- gozó de poco influencia antes del siglo XVIII y (que) hasta ese momento la noción republicana de libertad como no-dominación imperó en el mundo angloparlante”.
A más más, como recuerda Hanna Pitkin en su obra El concepto de representación, fue Hobbes quien “inventó” el término “representación” para la historia del pensamiento, y el que conceptualizó el Estado (Leviathan) como paso civilizatorio ante un estado de naturaleza que convertía la vida del hombre en solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta. Dos sinécdoques, “representación” y “Estado”, que operan el milagro político de tomar la parte por el todo sin mella de legitimidad ni soberanía. Es el mismo Hobbes, por otra parte, que ha sido agudamente reprobado contundentemente por Rawls al separar ética y política y suministrar la cobertura lógica para esa nueva racionalidad supersticiosa que hizo del capital la única medida de todas las cosas.
De la nada nada sale. La nada nada abona. Hay anarquismo porque supo intuir sin desmayo la esencia de la convivencia solidaria. Y aún habrá anarquismo porque mediante la acción directa se ha sembrado de experiencias e ideales el recto camino a la democracia. Kant, un referente que fue pre-contemporáneo de Proudhon y de Bakunin sólo concebía el Estado como Estado de Derecho para asegurar la autodeterminación individual (“la servidumbre es la muerte de la persona”), frente al Estado despótico y paternalista de la Ilustración que pretendía nuestra felicidad desde arriba. La prueba está en esa generación emergente de pensadores republicanos y anarcoprimitvistas (pienso en el siempre interesante y trasgresor John Zerzan) que beben en sus fuentes con registros diferentes. La historia es memoria y pensamiento cuando se nutre de valores y experiencias de libertad. Y olvido y periodismo cuando habita en “una era de sucesos sin consecuencias” (John Zerzan, Futuro Primitivo, 2001, p.112). De ahí la necesidad de organizar la anarquía repensando su primer memorial para enfrentar el tiempo que viene de una sociedad sin Estado.
O si no, medítese en el siguiente análisis de Pettit: “A medida que el estado obtiene los poderes necesarios para ser un protector más eficaz, a medida que se le permite disponer de ejércitos, fuerzas de policía o de servicios de inteligencia más o más grandes, se convierte en una amenaza para la libertad como no-dominación, mayor aún que la de cualquier amenaza que ese estado trate de erradicar”.
El pueblo en asamblea
Como demuestra la reacción ante el democrático “no” del referéndum irlandés en el caso de la ratificación del Tratado de Lisboa, lo que hay hoy ni es democracia ni se puede calificar de política (“lo llaman democracia y no lo es”, grita la lúcida calle en momentos de catarsis), sino pura gestión de grupos de intereses barnizada con mensajes regalados. De ahí que redescubrir lo que de verdadera democracia hay en el anarquismo pueda ser un ejercicio útil. Repensar el anarquismo desde coordenadas democráticas es tanto como anarquizar la democracia, hacerla libertina, libertaria, radical y avanzada, superando su encorsetamiento retroliberal.
Debajo del atrezzo con que suele presentarse a la llamada “democracia representativa” y al “Estado democrático” se oculta un oximoro que, como sostiene el proverbio judío de las falsas evidencias, siempre se camufla en el punto más próximo al foco luminoso, en nuestro caso presentándose como paradigma del principio de legitimidad. Pero lo que pone en evidencia el anarquismo, y hoy muchos politólogos comienzan a admitir sotto voce, es la imposible cohabitación entre representación y democracia, entre Estado y polis: cual fingida mantis religiosa, la representación y el Estado canibalizan a la democracia de la polis. Como alguno de esos pensadores ha reconocido, Estado y representación constituyen una suerte de desgraciado lecho de Procusto para la democracia del demos, el pueblo en asamblea, y de la kratia, fuerza. Es más, desde la atalaya histórica vigente puede afirmarse que a más representación y Estado más consolidado, menos democracia, y viceversa. “Estado democrático” y “democracia representativa” son mundos incompatibles, sendas contradicciones en sus términos que el poder oligárquico legitimó para tomar de forma placeba las riendas de la sociedad.
Eso ya estaba inscrito en el ADN de la anarquía desde que Joseph-Pierre Proudhon acuñara ese término griego -como sinónimo de no gobierno, no autoridad- para definir el sistema de convivencia que mayores cotas de libertad e igualdad ofrece a la ciudadanía. Acción directa, equidad, libertad, pluralismo, laicismo, res pública, federalismo, solidaridad y autodeterminación son algunas señas de identidad de un anarquismo que se pretende como la ausencia de gobierno autoritario, ya que cuando todos gobiernan (demo-kratia) nadie manda (an-arquia). Luego, la en tantas veces en teoría desahuciada y utópica anarquía, que ha concitado esfuerzos sin cuento para borrarla de la historia del pensamiento social, defenestrarla del corpus científico y expulsarla del mundo académico como una anomalía marginal, se puede concebir como la recepción de la verdadera democracia, la radical, en la era de la sociedad industrial y las muchedumbres solitarias. La versión pensable y realizable de la “democracia de los modernos”.
Una idea preñada de futuro que, frente al pensamiento único y bípedo del comunismo-capitalismo de Estado y sus teloneros, siempre luchó por refutar estos reclamos y abstracciones. Y todo, por entender que sus arietes principales, el concepto de representación y el de Estado, no eran más que la expresión manumisora y cómplice de una sinécdoque (tomar la parte por el todo) y una metonimia (confundir las causas con el efecto), reimplantadas con anestesia occipital en un cuerpo político manufacturado como voluntad general.
Frente a esas entelequias diseñadas al servicio de la alienación-claudicación propiciada por la realpolitik –de la misma forma que en economía el capitalismo oficia respecto a la producción- la idea anarquista pone en el centro del sistema al hombre concreto, social e individualmente considerado, depositando en el ejercicio de su libertad y responsabilidad la dinámica de la política genuina entendida como casa común entre libres, iguales y racionales.
La política como acción directa
Luego están algunas motivaciones a la contra que también han contribuido a la redacción de estas páginas. Por ejemplo, acotar cierto revisionismo exhibido por viejos marxistas, como los ilustres y antiguos representantes de Socialismo o Barbarie tal que Corneluis Castoriadis, Claude Lefort o Miguel Abensour; por algunos miembros del denominado republicanismo cívico y por otros eximios francotiradores del oportunismo ideológico. Inflexión esta que converge finalmente en la proscripción del Estado y la representación como fatales errores del canonizado y demasiado tiempo celebrado socialismo científico y cuartelero que tanto infortunio, tragedia, dolor y miseria lleva cobrado. Muchos de estos pensadores ex post tienen el decoro de citar la raíces anarquistas de su “camino de Damasco” intelectual. Otros pocos lo insinúan con afectación dolosa, aunque sin pagar el peaje de descrédito debido. Y no faltan quienes, por último, pavonean en el río revuelto del populismo autoritario rutilantes exégesis sobre como “cambiar el mundo sin tomar el poder” esquivando toda referencia reveladora del calibre de su plagio y la catadura de su indigencia moral.
Pero los “anarquistas con carné”, que haberlos haylos, también debemos hacer autocrítica. Cara al avance social, es preciso devastar el interesado cliché del anarquista de manual con su fetichismo antisocial y pendenciero, tarifado de “comecuras” y espasmos netchaevtianos (“este héroe del asesinato político”, que dijo el casi siempre sagaz Bakunin), anclado en el fonambulismo de la mitología indígena que refuerza esa imagen del solipsismo ácrata tan del agrado de cuantos a derecha, centro e izquierda, en las instituciones y en la sociedad civil, entienden la insurgencia de lo libertario no sólo como una amenaza a sus posiciones de poder sino como un feroz e indiscriminado peligro social.
Sólo una auténtica participación deliberativa del demos (todo el pueblo en asamblea ) en el gobierno de la polis (la “autoinstitución de la colectividad por la colectividad”) será capaz de superar la galopante y funesta trivialización actual a que se ve sometido el concepto de democracia. Cuando la ciudadanía activa (sujeto de la polis) se reconoce en ella y la reivindica, únicamente la violencia extrema y concertada por los poderes fácticos e ilegítimos puede ya desalojarla. Como quedó demostrado en la defensa popular ante la destrucción homicida de la II República española, nuestro primer ensayo de democracia cabal. En este contexto de una nación balizada por siglos de dictaduras y meses de democracia, alguna reflexión sobre la esencia democrática del anarquismo merece el hecho de que nuestras dos únicas experiencias de res pública hayan tenido un acusado protagonismo libertario. Por una parte, durante la Primera República de 1873, con un presidente, Pi i Margall, introductor de Proudhon en el país, que en opinión de Federico Urales representó “el primer destello anarquista en España”.Y de otra, en la fase del Frente Popular de la Segunda República en 1936 (régimen surgido de un ¡ plebiscito municipalista ! en 1931), contribuyendo los anarquistas a su triunfo con una decisiva votación en las elecciones y luego, en momentos de máximo peligro, llegando incluso a compartir a regañadientes el gobierno.
El factor expansivo de la democracia participativa del demos frente a la democracia oligárquica de las élites tiene una manifestación colateral en la explosión cívico-cultural que históricamente ha acompañado a sus escasas manifestaciones, lo que prueba la extraordinaria capacidad creativa inserta en las energías que son liberadas cuando el pueblo llano asume su propio destino sin interferencias ni delegaciones. Las “edades de oro” que acunaron a la Grecia de Pericles, las ciudades-estado del Renacimiento italiano, la Revolución Americana de 1776, la Revolución Francesa de 1789 y los experimentos transformadores que significaron las efímeras repúblicas de Weimar y la española de 1931 son referentes del vigor autodeterminacionista que implica vivir “para” la política y no “de” la política.
De lo contario, si el pueblo resulta suplantado por élites y reducido a un espejismo epistemológico, el sistema político se convierte en una ruleta rusa reversible que sirve igual para pasar legalmente de una situación de dictadura a otra de democracia (caso transición española), como a la inversa, de la democracia al totalitarismo nazi (caso en Alemania de Hitler). Un eje-cigüeñal el descrito cuyas consecuencias fueron analizadas por Hans Kelsen, el jurista impulsor de la doctrina constitucional, y por Robert Michels, el sociólogo que culpó de la oligarquización de la democracia a la profesionalización jibarizada de la representación.
La anarquía de los modernos
La “democracia de los antiguos” se perdió petrificada en los turbios meandros de la sociedad de consumo y la autista delegación política. La posible “democracia de los modernos” será libertaria o será más de lo mismo pero peor. Porque, arrancado el referente de su experiencia, seremos fatalmente irreconocibles. Queda poco tiempo, pero aún estamos emplazados si hacemos de la adversidad virtud y confiamos el poder a la imaginación. La democracia, como recuerda Tucidides, se formuló en momentos de crisis, cuando tras la derrota griega en la I Guerra del Peloponeso Pericles declaró: “Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia”.
La reflexión sobre el anarquismo como verdadera democracia exige la compresión cabal del concepto clave de “representación”, que es el locus donde se materializa la “ausencia de la presencia” del ciudadano activo, y abordar con competencia el reciente y decisivo problema de los media como nuevos agentes mediadores en las sociedades del conocimiento. Una colosal herramienta que ha logrado entronizar urbi et orbi una “democracia de percepción”, un elemento sobrevenido con el que se intenta culminar la deriva de las iniciativas políticas más o menos inclusivas a favor de una democracia excluyente, de karaoke o simulacro. Y todo para que las “personas físicas” (los ciudadanos) sucumban ante la “personas jurídica” (la empresa), mientras la democracia, en cuyos valores hay yacimientos de equidad, veracidad y libertad (isonomia, isegoría y parresia) sea definitivamente sustituida por la demoscopia, ese testimonio de opinión pública-publicada fabricada por la galaxia mediática. Los medios de comunicación de masas son actualmente los nuevos púlpitos que nos catequizan en la servidumbre voluntaria.
¿Sobrevivirá intelectual, social y éticamente el anarquismo en esta incipiente “sociedad del riesgo” (Ulrich Beck), que chapotea sin rumbo en una “vida liquida” (Zygmunt Bauman) dominada por el ocaso de la esfera pública y una imparable “corrosión del carácter” (Richard Sennett) que imposibilita la identidad moral? ¿Qué futuro tiene el anarquismo después del Estado? Ha llegado la hora de que futuros investigadores, gentes sin perjuicios ni prejuicios, honestos ciudadanos, ahonden en los valores democráticos de la acción directa.
Allons enfants, un último esfuerzo, su nombre es demoacracia.
Nota: Este texto forma parte del ensayo de Rafael Cid, “DEMOACRACIA. EL ANARQUISMO DE LOS MODERNOS”, de próxima publicación.
debatelibertario.blogspot.com
Desde que tiene memoria, el anarquismo ha significado lucha contra el Estado, porque el Estado contiene y simboliza el sistema de opresión y explotación que impide la autodeterminación individual y colectiva en cumplimiento de su papel como guardián legitimador de los intereses de las oligarquías dominantes.
Pero ahora, cuando el Estado-nación adquiere fecha de caducidad, no por la acción del corrosivo embate antiautoritario sino para refundarse y servir mejor a la causa de la globalización neoliberal y capitalista, el pensar anárquicamente parece perder con esta mutación a uno de sus principales referentes. Ante esta perspectiva, ¿cuál debe ser la posición del anarquismo? ¿Sobrevivirá intelectual, social y éticamente el anarquismo en esta incipiente “sociedad del riesgo” (Ulrich Beck), que chapotea sin rumbo en una “vida liquida” (Zygmunt Bauman) dominada por el ocaso de la esfera pública y una imparable “corrosión del carácter” (Richard Sennett) que imposibilita la identidad moral? ¿Qué futuro tiene el anarquismo después del Estado?
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Responder a esta pregunta, requiere repensar el anarquismo, impulso que puede tener muchos y diferentes asertos, dependiendo de ópticas, coyunturas, situaciones, latitudes y momentos. Incluso cabría decir con mayor propiedad que los que habría que revisar son “los anarquismos”, en plural, porque no sólo existen distintas versiones teóricas del anarquismo (individualista, colectivista, organizado, invertebrado, etc.), sino que la geopolítica condiciona el tipo de anarquismo que se aplica en cada tiempo y lugar. Aunque los principios sean comunes y comunicantes, su desarrollo lógico tiene que adaptarse a cada circunstancia. El contexto de EEUU es distinto al de Europa y éste, a su vez, poco tiene que ver con el de América Latina, que, por otro lado, dista de parecerse a Asia, por no hablar de las sub-diferencias internas de esta compleja cartografía. Hablamos, ciertamente, de realidades incomparables, en algo caso con distancias seculares aunque cronológicamente habiten en la misma era, pero con una misma raíz. Desahuciados fascismos y comunismos por la historia como auténticas plagas ideológicas, sólo queda en pie la subversión anarquista para refutar a un capitalismo deshumanizado que hoy incluso está poniendo en peligro la vida sobre el planeta.
Pero una de esas formas de repensarlo, quizá la más prioritaria y seminal, consiste en “organizar la anarquía” explorando las fuentes intelectuales de la acción directa y el antiautoritarismo como no-dominación. Porque no nos hemos quedado huérfanos, ni es real el fin del Estado. Hay, que duda cabe, una tendencia al Estado mínimo (policial, contributivo y performativo), pero eso no hace sino blindar el lado autoritario del sistema, dejándolo desnudo de atributos asistenciales y solidarios que durante más de siglo han contribuido a legitimarle. Aparte de existir una manifiesta centrifugación del Estado a favor de instancias supranacionales, porque su verdadero “esperanto”, su “lingua franca”, es la unidad de cambio. La presente coyuntura global se caracteriza por la retirada del tipo de Estado contingente, que suplía autoritariamente al mercado donde este no llegaba, en favor de un mayor mercado que precisa para hacerse hegemónico de enfatizar al individuo aislado como consumidor soberano. Lo que conlleva la destrucción del individuo solidario y autónomo, algo que por otros medios también perseguía el viejo aparato del Estado-nación.
En realidad la tradición de combatir al Estado como tal nunca estuvo en la prioridad axiológica del anarquismo. Nuestra apuesta es que lo propio del movimiento libertario es la pasión por la libertad, la autodeterminación, la acción directa, la asociación voluntaria, el antiautoritarismo, el apoyo mutuo. Y todas estas certezas nos llevan a la necesidad de recuperar las raíces de la identidad libertaria en las fuentes de la no-dominación, y en ese contexto el antiestatismo es una derivada lógica, consecuente e indispensable, pero derivada y subsidiaria en cualquier caso. De lo contario, si aceptáramos el planteamiento bipolar, la actual jibarización del Estado significaría el ocaso del anarquismo. Y no hay tal.
El anarquismo goza ya de larga vida. Tiene una mala salud de hierro. Mientras comunismo y fascismo han sido consecutivamente sentenciados por la historia, la veta libertaria sigue vigente. Quizá porque, como decía Hegel del concepto de historia, representa el único modelo de convivencia cuyo desideratum es plasmar la historia humana como el progreso de la conciencia de la libertad. De ahí que haya que buscar respuestas de vigor y fuste que revelen la oculta energía del “viejo topo”, más allá de su coyuntural e histórico antiestatismo que tanto protagonismo focaliza. Porque la realidad constatable insiste en que el anarquismo, que aparentemente no está en ningún sitio –es una utopía-, constituye hoy por hoy una vigorosa evidencia (no es una ucronía).
El triunfo exponencial del sistema de libre mercado capitalista, no sólo supuso una derrota histórica de la democracia entendida como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, sino que además permitió la usurpación de las señas de identidad de los primeros “liberales” avant la lettre, los radicales que rompieron las cadenas del feudalismo y apostaron por una sociedad de individuos libres y solidarios, los anarquistas. Esa fue la razón que motivó al anarquista individualista Joseph Dejacque a desmarcarse del término “liberal” y reclamar el neologismo “libertario” para la saga de pensamiento que tuvo a Proudhon, Bakunin y Kropotkin como pioneros.
Res pública
Lo que el capitalismo de fuste smithiano y el liberalismo asociado pusieron encima de la mesa fue la libertad de los modernos, una concepción de libertad individual (privacy) garantizada por la ley, que primero Jeremias Bentham y después Isaac Berlin rebautizaron como “libertades negativas”, en arriesgada cabriola terminológica que podría interpretarse como un lapsus freudiano. Una “privacy” que escinde la esfera pública de la privada y que fue utilizada con rotundo éxito como recambio suplantador de la libertad de los antiguos, modelo que, aparte de inspirar una democracia deliberativa y participativa, merecería por simetría representar la categoría de las “libertades positivas”.
Con lo que, sin pretenderlo, el ordenamiento democrático que la estructura económica capitalista demandaba en su holística, asumía las prerrogativas del panóptico ideado por Bentham como paradigma de arquitectura fabril. Una especie de casa de cristal que permitía a un estamento superior (más alto, jerárquica y socialmente hablando) controlar y regular el tráfico social, semaforizando opciones y actitudes de su escala de valores. Y aquí es donde el anarquismo y los anarquistas que en el mundo han sido forjaron su espléndida mala reputación. El libertario rechazo de los gestos autoritarios, elitistas, estatalistas, oligárquicos y de manumisión blanda que los Proudhon, Bakunin o Kropotkin defendieron al mantener insobornable el principio de la “acción directa”, hizo del pensamiento antiautoritario el único yacimiento socialmente verificable de la autodeterminación individual frente una democracia de mínimos de nueva planta. Incluso, si no nos ciega la fe del carbonero, en el propio campo liberal independiente se pueden encontrar testimonios de disidencias, malgre lui, que entroncan con el acervo libertario. En un pensador tan conservador y riguroso como John Rawls despuntan rastros proudhonianos cuando aborda la crítica del utilitarismo por ignorar las necesidades de las personas y funcionar por mayorías (otra vez la Ley del número que explicitó nuestro Ricardo Mella), mecanismo que permite sacrificar por un teórico bien común a individuos concretos marginalizándolos. El autor de Teoría de la justicia afirma que la acción política justa debe ir encaminada a remover las desigualdades “involuntarias” (las originadas en naturaleza y la familia) y la desigualdad provocada por el medio social. Su famoso “principio de diferencia”, que significa en la práctica una “discriminación positiva” a favor de la gente más humilde y desdichada, comparte una cierta identidad moral con la propuesta del padre del anarquismo para acabar con el “derecho de fortuna” (la herencia), y las “ganancias sin trabajo”, que dado el origen social de toda riqueza es sinónimo de “rentas robadas”.
No hay ideas innatas. Todo texto tiene un contexto y su alfaguara de ideas. Hay que pensar el pensamiento por el calado del pensamiento mismo y no por su ubicación más o menos académica en zonas de complacencia política o intelectual. Y hay que huir de las verdades reveladas y de sus corifeos. Abunda el modelo de “entendido” que está de vuelta sin haber ido. A Marx, que nunca fue marxista, le petrificaron sus publicistas, y a Adam Smith los smithistas, que se disfrazaron con la divisa liberal para fundamentar un sistema económico degradado respecto al verdadero mensaje antifeudal del escocés, a la sazón profesor de filosofía moral.
De libertades
Conviene insistir en que ya en 1755 Adam Smith tenía a la Libertad con mayúscula en alto aprecio ético e intelectual, entendiendo por tal “la eliminación de cualquiera restricciones, excepto las impuestas por la justicia”, y manifestaba la convicción de que “la interacción libre de los individuos no produce ningún caos, sino una estructura ordenada lógicamente”. Nada más lejos del individuo monadista e insolidario que propaga e incentiva el neoliberalismo percutente. ¿No suena la fe teleológica de Adam Smith en la libertad afín a ese flash de Proudhon sobre la anarquía como la más alta expresión del orden? El sabio que produjo esa monumental investigación aplicada al reino de la escasez cifraba en “la simpatía y el sentimiento de comunidad” el fundamento de toda ética según dejó escrito en su libro Teoría de los sentimientos morales, un texto publicado diecisiete años antes que la obra que le procuro mérito y reconocimiento universal como padre de la economía.
Organizar la anarquía, indagar lo que de libertario hay en lo liberal y lo que de liberal hay en lo libertario, asumir el antiautoritarismo y la autodeterminación como una dimensión moral y la democracia como un referente, requiere trabajar en dos hemisferios a la vez. De un lado, exige recobrar el perfil intelectual en que apareció el anarquismo como ideología emancipatoria, sin ocultar tutelas y legados que puedan resultar incómodos desde una perspectiva unidimensional y fundamentalista. Y de otro, sacar las consecuencias de las petrificaciones a que ha sido sometida esa teorización esgrimida para preservarla, ingenua y torpemente, como pensamiento único y original. Sólo con un ejercicio de honestidad intelectual se puede avanzar en la necesaria utopía anarquista. Phillip Pettit, autor del célebre libro Republicanismo, sitúa en la fecunda obra de Thomas Hobbes el punto de fuga en que culmina el ciclo “libertario” y arranca el “liberal”, al asegurar que “la noción hobbesiana de libertad -como no influencia- gozó de poco influencia antes del siglo XVIII y (que) hasta ese momento la noción republicana de libertad como no-dominación imperó en el mundo angloparlante”.
A más más, como recuerda Hanna Pitkin en su obra El concepto de representación, fue Hobbes quien “inventó” el término “representación” para la historia del pensamiento, y el que conceptualizó el Estado (Leviathan) como paso civilizatorio ante un estado de naturaleza que convertía la vida del hombre en solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta. Dos sinécdoques, “representación” y “Estado”, que operan el milagro político de tomar la parte por el todo sin mella de legitimidad ni soberanía. Es el mismo Hobbes, por otra parte, que ha sido agudamente reprobado contundentemente por Rawls al separar ética y política y suministrar la cobertura lógica para esa nueva racionalidad supersticiosa que hizo del capital la única medida de todas las cosas.
De la nada nada sale. La nada nada abona. Hay anarquismo porque supo intuir sin desmayo la esencia de la convivencia solidaria. Y aún habrá anarquismo porque mediante la acción directa se ha sembrado de experiencias e ideales el recto camino a la democracia. Kant, un referente que fue pre-contemporáneo de Proudhon y de Bakunin sólo concebía el Estado como Estado de Derecho para asegurar la autodeterminación individual (“la servidumbre es la muerte de la persona”), frente al Estado despótico y paternalista de la Ilustración que pretendía nuestra felicidad desde arriba. La prueba está en esa generación emergente de pensadores republicanos y anarcoprimitvistas (pienso en el siempre interesante y trasgresor John Zerzan) que beben en sus fuentes con registros diferentes. La historia es memoria y pensamiento cuando se nutre de valores y experiencias de libertad. Y olvido y periodismo cuando habita en “una era de sucesos sin consecuencias” (John Zerzan, Futuro Primitivo, 2001, p.112). De ahí la necesidad de organizar la anarquía repensando su primer memorial para enfrentar el tiempo que viene de una sociedad sin Estado.
O si no, medítese en el siguiente análisis de Pettit: “A medida que el estado obtiene los poderes necesarios para ser un protector más eficaz, a medida que se le permite disponer de ejércitos, fuerzas de policía o de servicios de inteligencia más o más grandes, se convierte en una amenaza para la libertad como no-dominación, mayor aún que la de cualquier amenaza que ese estado trate de erradicar”.
El pueblo en asamblea
Como demuestra la reacción ante el democrático “no” del referéndum irlandés en el caso de la ratificación del Tratado de Lisboa, lo que hay hoy ni es democracia ni se puede calificar de política (“lo llaman democracia y no lo es”, grita la lúcida calle en momentos de catarsis), sino pura gestión de grupos de intereses barnizada con mensajes regalados. De ahí que redescubrir lo que de verdadera democracia hay en el anarquismo pueda ser un ejercicio útil. Repensar el anarquismo desde coordenadas democráticas es tanto como anarquizar la democracia, hacerla libertina, libertaria, radical y avanzada, superando su encorsetamiento retroliberal.
Debajo del atrezzo con que suele presentarse a la llamada “democracia representativa” y al “Estado democrático” se oculta un oximoro que, como sostiene el proverbio judío de las falsas evidencias, siempre se camufla en el punto más próximo al foco luminoso, en nuestro caso presentándose como paradigma del principio de legitimidad. Pero lo que pone en evidencia el anarquismo, y hoy muchos politólogos comienzan a admitir sotto voce, es la imposible cohabitación entre representación y democracia, entre Estado y polis: cual fingida mantis religiosa, la representación y el Estado canibalizan a la democracia de la polis. Como alguno de esos pensadores ha reconocido, Estado y representación constituyen una suerte de desgraciado lecho de Procusto para la democracia del demos, el pueblo en asamblea, y de la kratia, fuerza. Es más, desde la atalaya histórica vigente puede afirmarse que a más representación y Estado más consolidado, menos democracia, y viceversa. “Estado democrático” y “democracia representativa” son mundos incompatibles, sendas contradicciones en sus términos que el poder oligárquico legitimó para tomar de forma placeba las riendas de la sociedad.
Eso ya estaba inscrito en el ADN de la anarquía desde que Joseph-Pierre Proudhon acuñara ese término griego -como sinónimo de no gobierno, no autoridad- para definir el sistema de convivencia que mayores cotas de libertad e igualdad ofrece a la ciudadanía. Acción directa, equidad, libertad, pluralismo, laicismo, res pública, federalismo, solidaridad y autodeterminación son algunas señas de identidad de un anarquismo que se pretende como la ausencia de gobierno autoritario, ya que cuando todos gobiernan (demo-kratia) nadie manda (an-arquia). Luego, la en tantas veces en teoría desahuciada y utópica anarquía, que ha concitado esfuerzos sin cuento para borrarla de la historia del pensamiento social, defenestrarla del corpus científico y expulsarla del mundo académico como una anomalía marginal, se puede concebir como la recepción de la verdadera democracia, la radical, en la era de la sociedad industrial y las muchedumbres solitarias. La versión pensable y realizable de la “democracia de los modernos”.
Una idea preñada de futuro que, frente al pensamiento único y bípedo del comunismo-capitalismo de Estado y sus teloneros, siempre luchó por refutar estos reclamos y abstracciones. Y todo, por entender que sus arietes principales, el concepto de representación y el de Estado, no eran más que la expresión manumisora y cómplice de una sinécdoque (tomar la parte por el todo) y una metonimia (confundir las causas con el efecto), reimplantadas con anestesia occipital en un cuerpo político manufacturado como voluntad general.
Frente a esas entelequias diseñadas al servicio de la alienación-claudicación propiciada por la realpolitik –de la misma forma que en economía el capitalismo oficia respecto a la producción- la idea anarquista pone en el centro del sistema al hombre concreto, social e individualmente considerado, depositando en el ejercicio de su libertad y responsabilidad la dinámica de la política genuina entendida como casa común entre libres, iguales y racionales.
La política como acción directa
Luego están algunas motivaciones a la contra que también han contribuido a la redacción de estas páginas. Por ejemplo, acotar cierto revisionismo exhibido por viejos marxistas, como los ilustres y antiguos representantes de Socialismo o Barbarie tal que Corneluis Castoriadis, Claude Lefort o Miguel Abensour; por algunos miembros del denominado republicanismo cívico y por otros eximios francotiradores del oportunismo ideológico. Inflexión esta que converge finalmente en la proscripción del Estado y la representación como fatales errores del canonizado y demasiado tiempo celebrado socialismo científico y cuartelero que tanto infortunio, tragedia, dolor y miseria lleva cobrado. Muchos de estos pensadores ex post tienen el decoro de citar la raíces anarquistas de su “camino de Damasco” intelectual. Otros pocos lo insinúan con afectación dolosa, aunque sin pagar el peaje de descrédito debido. Y no faltan quienes, por último, pavonean en el río revuelto del populismo autoritario rutilantes exégesis sobre como “cambiar el mundo sin tomar el poder” esquivando toda referencia reveladora del calibre de su plagio y la catadura de su indigencia moral.
Pero los “anarquistas con carné”, que haberlos haylos, también debemos hacer autocrítica. Cara al avance social, es preciso devastar el interesado cliché del anarquista de manual con su fetichismo antisocial y pendenciero, tarifado de “comecuras” y espasmos netchaevtianos (“este héroe del asesinato político”, que dijo el casi siempre sagaz Bakunin), anclado en el fonambulismo de la mitología indígena que refuerza esa imagen del solipsismo ácrata tan del agrado de cuantos a derecha, centro e izquierda, en las instituciones y en la sociedad civil, entienden la insurgencia de lo libertario no sólo como una amenaza a sus posiciones de poder sino como un feroz e indiscriminado peligro social.
Sólo una auténtica participación deliberativa del demos (todo el pueblo en asamblea ) en el gobierno de la polis (la “autoinstitución de la colectividad por la colectividad”) será capaz de superar la galopante y funesta trivialización actual a que se ve sometido el concepto de democracia. Cuando la ciudadanía activa (sujeto de la polis) se reconoce en ella y la reivindica, únicamente la violencia extrema y concertada por los poderes fácticos e ilegítimos puede ya desalojarla. Como quedó demostrado en la defensa popular ante la destrucción homicida de la II República española, nuestro primer ensayo de democracia cabal. En este contexto de una nación balizada por siglos de dictaduras y meses de democracia, alguna reflexión sobre la esencia democrática del anarquismo merece el hecho de que nuestras dos únicas experiencias de res pública hayan tenido un acusado protagonismo libertario. Por una parte, durante la Primera República de 1873, con un presidente, Pi i Margall, introductor de Proudhon en el país, que en opinión de Federico Urales representó “el primer destello anarquista en España”.Y de otra, en la fase del Frente Popular de la Segunda República en 1936 (régimen surgido de un ¡ plebiscito municipalista ! en 1931), contribuyendo los anarquistas a su triunfo con una decisiva votación en las elecciones y luego, en momentos de máximo peligro, llegando incluso a compartir a regañadientes el gobierno.
El factor expansivo de la democracia participativa del demos frente a la democracia oligárquica de las élites tiene una manifestación colateral en la explosión cívico-cultural que históricamente ha acompañado a sus escasas manifestaciones, lo que prueba la extraordinaria capacidad creativa inserta en las energías que son liberadas cuando el pueblo llano asume su propio destino sin interferencias ni delegaciones. Las “edades de oro” que acunaron a la Grecia de Pericles, las ciudades-estado del Renacimiento italiano, la Revolución Americana de 1776, la Revolución Francesa de 1789 y los experimentos transformadores que significaron las efímeras repúblicas de Weimar y la española de 1931 son referentes del vigor autodeterminacionista que implica vivir “para” la política y no “de” la política.
De lo contario, si el pueblo resulta suplantado por élites y reducido a un espejismo epistemológico, el sistema político se convierte en una ruleta rusa reversible que sirve igual para pasar legalmente de una situación de dictadura a otra de democracia (caso transición española), como a la inversa, de la democracia al totalitarismo nazi (caso en Alemania de Hitler). Un eje-cigüeñal el descrito cuyas consecuencias fueron analizadas por Hans Kelsen, el jurista impulsor de la doctrina constitucional, y por Robert Michels, el sociólogo que culpó de la oligarquización de la democracia a la profesionalización jibarizada de la representación.
La anarquía de los modernos
La “democracia de los antiguos” se perdió petrificada en los turbios meandros de la sociedad de consumo y la autista delegación política. La posible “democracia de los modernos” será libertaria o será más de lo mismo pero peor. Porque, arrancado el referente de su experiencia, seremos fatalmente irreconocibles. Queda poco tiempo, pero aún estamos emplazados si hacemos de la adversidad virtud y confiamos el poder a la imaginación. La democracia, como recuerda Tucidides, se formuló en momentos de crisis, cuando tras la derrota griega en la I Guerra del Peloponeso Pericles declaró: “Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia”.
La reflexión sobre el anarquismo como verdadera democracia exige la compresión cabal del concepto clave de “representación”, que es el locus donde se materializa la “ausencia de la presencia” del ciudadano activo, y abordar con competencia el reciente y decisivo problema de los media como nuevos agentes mediadores en las sociedades del conocimiento. Una colosal herramienta que ha logrado entronizar urbi et orbi una “democracia de percepción”, un elemento sobrevenido con el que se intenta culminar la deriva de las iniciativas políticas más o menos inclusivas a favor de una democracia excluyente, de karaoke o simulacro. Y todo para que las “personas físicas” (los ciudadanos) sucumban ante la “personas jurídica” (la empresa), mientras la democracia, en cuyos valores hay yacimientos de equidad, veracidad y libertad (isonomia, isegoría y parresia) sea definitivamente sustituida por la demoscopia, ese testimonio de opinión pública-publicada fabricada por la galaxia mediática. Los medios de comunicación de masas son actualmente los nuevos púlpitos que nos catequizan en la servidumbre voluntaria.
¿Sobrevivirá intelectual, social y éticamente el anarquismo en esta incipiente “sociedad del riesgo” (Ulrich Beck), que chapotea sin rumbo en una “vida liquida” (Zygmunt Bauman) dominada por el ocaso de la esfera pública y una imparable “corrosión del carácter” (Richard Sennett) que imposibilita la identidad moral? ¿Qué futuro tiene el anarquismo después del Estado? Ha llegado la hora de que futuros investigadores, gentes sin perjuicios ni prejuicios, honestos ciudadanos, ahonden en los valores democráticos de la acción directa.
Allons enfants, un último esfuerzo, su nombre es demoacracia.
Nota: Este texto forma parte del ensayo de Rafael Cid, “DEMOACRACIA. EL ANARQUISMO DE LOS MODERNOS”, de próxima publicación.
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