Pero ahí acaba todo. El felipismo produjo en sus 14 años de “reinado” una de la mayores tasas de desempleo e inflación conocidas, incubó dos huelgas generales y llevó a cabo una reconversión industrial al dictado de la patronal, pero son indiscutibles algunos hitos históricos como la universalización de la enseñanza y la sanidad, aparte de una notable modernización en infraestructuras, bien es cierto que aupada ésta última por los generosos fondos estructurales procedentes de la Unión Europea. ZP, por su lado, además de profundizar en la mejora de dichas infraestructuras, ha cimentado su política en generar unas señas de identidad que fidelicen hacia el PSOE el centro social formado por esas clases medias que alumbró el desarrollismo de anteriores etapas. Esa es la razón de ser de la “ideología” de ZP como socialismo del siglo XXI, basada en la normalización pautada en temas como igualdad de género, aborto, eutanasia, laicismo, paridad, etc.
Esta política de grandes gestos consiste en insertar en la sociedad actual elementos de convivencia ya homologados en todas las democracias de mercado y que en España estaban pendientes por la cerril oposición de la derecha y la iglesia de toda la vida. En realidad se trata de retroceder 32 años para tomar impulso. Porque la magia donde radica el éxito de Zapatero no es sino lo que constituyó el rotundo fracaso del primer presidente de la actual democracia otorgada, Adolfo Suárez, cuando en julio del 76 condensó su programa de reformas en la frase “elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de la calle es simplemente normal”. La cuestión es saber si triunfará ZP donde derrapó Suarez. A día de hoy, todo parece indicar que esta vez será la vencida, porque, y esto es clave, los poderes fácticos y la corona suscriben ahora esa misión (“es un ser humano integro, muy honesto y nunca divaga”, Juan Carlos de Zapatero). Lo que sin duda sería un cambio, sobre todo teniendo en cuenta que durante todos estos años los mensajes de la derechona y el integrismo eclesial han ganado nuevos adeptos, tanto entre los ciudadanos como entre las fuerzas políticas, lo que no deja de resultar significativo en un país en que la democracia cristiana no pudo alcanzar el visto bueno de las urnas, posiblemente porque era demasiado avanzada para su momento.
Dicho lo anterior, y analizado el activo del proyecto ZP, hay que ver dónde puede estar su talón de Aquiles, esa zona de sombra que de buenas a primeras puede dar al traste con los mejores augurios. Ese “imprevisto” se llama crisis económica y su deflagración haciendo pleno sobre las clases medias apolíticas, que tradicionalmente están siendo el granero del PSOE desde el arranque de la transición, el voto útil, es lo que quita el sueño a los gurús que han diseñado la hoja de ruta del “socialismo del siglo XXI”. Por eso, el líder ZP, más Cesar-bambi que nunca tras un 37 Congreso que ha aprobado todo casi por aclamación, no quiere ni oír hablar de crisis. Se empieza reconociendo lo evidente y nunca se sabe cómo se termina. ¡Qué inventen ellos!
El tan celebrado efecto Zapatero, pues, no es más que recuperar el atraso histórico que este país tiene en materia de “formas de vida” y sincronizarlas con lo que en el resto del mundo democrático es habitual. Y el que sea visto como un avance progresista se debe sobre todo a la asimetría existente entre la estructura económica y la social, la primera capitalista, propia de las naciones desarrolladas, y la segunda precapitalista, característica de las subdesarrolladas. Lo que en la terminología marxista se definía como infraestructura y superestructura. Con la notoria especificidad en el caso español de que ese inmovilismo endogámico de los códigos y normas de convivencia, con hábitos más propios de las sociedades estamentales que de las sociedades abiertas, ha estado colonizando a la dinámica económica. De ahí la pervivencia de “las dos Españas”, la oficial y la real, la del urbanismo salvaje y el consumismo desenfrenado y la rancia de los valores eternos. Al fin y a la postre, España no tuvo ni revolución industrial, ni reforma religiosa, ni revolución burguesa: todos los pilares del antiguo régimen que aún sobreviven amojamados.
Pero incluso así, con esa ventaja de entrada, el proyecto de Rodríguez Zapatero no pasa de ser una política propia de la derecha civilizada, la que nuestra derecha tradicional abortó en la Segunda República al secundar junto con la Iglesia el alzamiento fascista, y que la derecha postfranquista salida de la transición no pudo desplegar por llevar plomo totalitario en sus alas. De hecho, incluso esa reforma pendiente ha estado embargada durante los 14 años de felipismo y sigue siendo en parte tabú para el “socialismo del siglo XXI”. Se normaliza con cuentagotas temas como la igualdad de género, el matrimonio entre parejas del mismo sexo, la discriminación femenina en el trabajo y el hogar, la paridad, la interrupción del embarazo, los cuidados paliativos a enfermos terminales, el laicismo-trampa (¿por qué los privatizadores neoliberales se obstinan en no “privatizar” la religión católica?) y otras cuestiones del mismo o similar rango. Pero no va más. Valores como el ecologismo, la sostenibilidad, el pacifismo y la integración no están en la agenda de Zapatero, como demuestran los incumplimientos de Kyoto, el desmontaje del ministerio de Medio Ambiente, la profusión de misiones militares en zonas de conflicto, la apertura del espacio aéreo a los vuelos de la CIA y la decidida aceptación de la Directiva del Retorno (que por cierto recoge casi de manera literal las medidas más draconianas del Informe Vestrynge sobre emigración ilegal), por poner algunos de los ejemplos más recalcitrantes.
Y todo ello porque, el atado y bien atado en que se fundamentó la transición actúa como un ogro filantrópico que no deja de vigilar el proceso para impedir que las cosas se descontrolen. Un invisible panóptico acecha, lo que a la postre se toma su prenda inoculando cuotas de la misma corrupción que asume en los compañeros de viaje que coyunturalmente acceden al primer plano de la responsabilidad política. Por algo, el pacto jamás reconocido entre los figurantes del consenso inaugural exigía la aceptación sin fisuras de la monarquía del 18 de julio, el suma y sigue de los servidores de la dictadura como agentes del cambio y el respeto de las reglas del juego de la economía de mercado. Eso explica el vuelo rasante de las políticas sociales más allá de algunos bien venidos ejercicios de progresismo cívico-cultural ya amortizados por la historia. De ahí que la realidad económica de la 8ª potencia industrial del mundo cohabite con la irracionalidad democrática de una Familia Real en la cúspide del Estado jurídicamente irresponsable, que las privatizaciones sean el alfa y el omega de la política industrial de todos los gobiernos que en la democracia han sido y que el derecho de autodeterminación se demonice como un caduco y peligroso derecho de auto-terminación. Una democracia sin demócratas. Unanimidades a la búlgara (o a la franquista) como la demostrada por los asistentes al último congreso socialista (cuando pinten bastos, quién podrá decir “yo no fui”) vienen a confirmar las peores previsiones: que la función crea el órgano. Ya no es que la política económica de la derecha y la izquierda cada vez se parezcan más, la realidad constatable es que la verdadera política de derechas, la que estructuralmente sienta las bases para mantener la tasa de acumulación del capital y sus relaciones de dominio, es la que borda la izquierda en el poder. Ocurrió con el felipismo (reconversión industrial a la carta, OTAN de entrada NO y GAL sin señor X) y ahora el zapaterismo la perfecciona al utilizar la inseguridad que moviliza la crisis para endosarla sobre las espaldas de los trabajadores. Una crisis, no caiga en saco roto, desatada por el sector financiero más depredador, que tan seguro de su ascendencia se halla que ha llegado a la desfachatez de sugerir utilizar en su provecho el Fondo de Reserva de la Seguridad Social.
La piedra de toque del conflicto en puertas será saber hasta qué punto se dejará ningunear la clase media o, ante la perspectiva de perder su tren de vida, abanderará una rebelión de las masas buscando protección en territorio ultra. Una cosa es que a la ambivalente mesocracia le importe poco valores de estirpe democrática como la destrucción urbanística, la corrupción generalizada en la función pública, la aprobación de una Ley de Memoria Histórica que ha servido para legitimar la cruzada sin derogar los juicios de la dictadura o que siga el abuso de las listas cerradas y bloqueadas, pero está por ver que se vaya a resignar a no llegar a fin de mes sin cambiar de bando. Y si esa hipótesis extrema se produjera, si las clases medias se volvieran desafectas al efecto Zapatero y su socialismo del siglo XXI, la bronca podría estar servida. Porque lo inherente a la condición de clase media es el voto útil y volátil, dependiendo de su grado de satisfacción como propietario-consumidor, ya que su perfil centrista se alimenta más de transacciones que de relaciones, y cuando se siente “expropiada” busca la seguridad en nuevos amos. Reconociendo que esos cambios cívico-culturales que conforman la particular perestroika de Rodríguez Zapatero son importantes, porque ayudan a crear mejores condiciones de vida, conviene contextualizar su sobrevalorado progresismo con otras medidas de carácter político-económico-social también emprendidas, por acción u omisión, por el gobierno de ZP que, por el contrario, revelan la cara de un sistema que ahonda en la privatización, la desigualdad y el sometimiento de las políticas públicas a los intereses de los grupos económicos dominantes. Con datos tomados entre 2006 y 2008 del Banco de España, la OCDE y Euroestat, se ofrecen algunos ejemplos de ese zapaterismo más ingrato y peor percibido:
España ocupa el puesto 28 de un total de 30 países en cuanto a gasto público para educación.
Los hogares españoles ahorran el 2,6 por 100 de su renta, la peor tasa desde 1999.
La ONU denuncia que un nivel extremo de corrupción impide que un 25 por 100 de españoles acceda a una vivienda digna, aunque España sea el país europeo con mayor dotación inmobiliaria por habitante.
En 2006 la financiación de la Iglesia vía Presupuestos Generales del Estado fue de 141,5 millones de euros.
El nuevo yate del rey, Bribón, costó 3.000 millones de pesetas y fue financiado por un cartel de empresarios.
Las rentas del trabajo soportan el 78 por 100 de la contribución fiscal.
Somos el único país de la OCDE donde no se ha producido incremento real de los salarios en los últimos 10 años, y en 2006 el sueldo medio efectivo cayó un 0,7 por 100.
La renta media del 20 por 100 de los hogares de menor ingreso bajó de 8.500 euros en 2002 a 6.500 en 2005, mientras el 10 por 100 de las familias con más ingresos vio aumentar sus rentas de 102.300 euros a 118.100 en el mismo periodo.
España es el décimo país del mundo con más ricos. En el año 2006 hubo cerca de 10.000 nuevos millonarios.
Y como colofón, refresquemos nuestra memoria financiera. Ahora que tanto se insiste desde todos los púlpitos mediáticos, no sabemos con qué propósito, en proclamar la insólita salud de nuestros bancos y cajas de ahorro, asombro del mundo y del Banco de España por su nula exposición a las hipotecas de alto riesgo, conviene recordar que entre 1977 y 1985 se produjo un crac bancario que afectó a 58 entidades, el 27,14 por 100 del sistema bancario y 48.351 trabajadores, con un coste de saneamiento para el sector público de 1.215.727 millones de pesetas de 1985, que ese fue el precio que tuvo que pagar una generación de contribuyentes por la “bancarización” de la política española. Una crisis que, a decir de los expertos fue debida tanto a factores externos como a “la falta de profesionalidad, temeridad y las conductas y practicas ilegales de determinados banqueros y/o administradores de bancos” (Alvaro Cuervo, La crisis bancaria en España 1977-1985, pág.198). Con semejante antecedente, la intriga se sitúa en conocer qué ha cambiado en el sector para lograr el milagro de haber pasado de aquella tenebrosa sima a la esplendorosa cima en la que dicen encontrarse hoy bancos y cajas. Sobre todo si se tiene en cuenta que, en buena parte, en la cúspide del sistema siguen las mismas sagas dirigentes.
Puestos a indagar, la diferencia más notable entre una y otra etapa puede estar en esa especie de bicefalia de facto que parece haberse establecido entre el actual gobierno de ZP y el gotha financiero. Un consenso que, entre otras afinidades, se visualiza en prendas como la condonación de la deuda contraída por el PSOE con la gran banca (12 millones de euros por el BSCH; 2O por la BKK y 7,5 La Caixa al PSC) y, a la recíproca, la decisión de María Teresa Fernández de la Vega, como secretaria de Estado del último gobierno de Felipe González, de no solicitar “acción penal alguna” contra el Banco Santander de Emilio Botín ( el banquero con más banquillo en la Audiencia Nacional) por el presunto fraude fiscal de las primas únicas. Un episodio que afectaba a unos 3.000 millones de euros en nuevos depósitos de imprecisa procedencia.
La fórmula magistral de ZP tiene truco. Como ocurre con algunas recetas de la nouvelle cousine, es sobre todo imaginativa. El Punto G de su talante consiste en golosinarnos con la izquierda para zamparnos con la derecha: encumbrar como nivel legal lo que hace tiempo es simplemente normal en las restantes democracias. Al menos, mientras la obstinada realidad, y no la falsa percepción que los medios de manipulación de masas transmiten, no sentencien lo contrario.
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