Zapatero no sólo goza de la confianza del rey, que le considera un gran tipo, sino que además él mismo actúa como un válido: cada vez que está ante una encrucijada llama a un consejo de sabios. Lo hizo para confeccionar el programa electoral del 9-M que le permitió mentir descaradamente sobre la gravedad de la desaceleración económica. Y ahora vuelve a las andadas para tomar medidas ante la situación de crisis declarada. Pero en esta ocasión, como ya no hay nada que tapar para no espantar a los votantes, se muestra en todo su esplendor y reúne en cónclave a los economistas jefes de la gran banca y las finanzas. O sea, comparte mesa y mantel con los responsables de la crisis, sus trujamanes, esos exquisitos pirómanos ahora convertidos en providenciales bomberos por expreso deseo de ZP. Todo cuadra. Si durante el feudalismo los reyes se hacían aconsejar por los hombres de negocios que les mantenían, ahora lo suyo es que sean las grandes fortunas que financian a los partidos políticos y los yates del rey quienes se pronuncien sobre el brusco ajuste que tendrá que sufragar el sufrido contribuyente.
Cuando sienta cátedra la fórmula de impunidad legal para los máximos representantes del Estado, como acaba de suceder en la Italia de Berlusconi, se comprende mejor que nuestro modelo político de monarquía parlamentaria vitalicia haya sido considerado digno de imitación. Su gran activo es un rey que reina pero que en teoría no gobierna, aunque ostente la jefatura de las Fuerzas Armadas, y que ha sido alabado como el “motor del cambio”. Pero al cumplirse los 30 años del referéndum constitucional que legitimó la dinastía restaurada por Franco, o le cambian el aceite a ese motor o acaba con la poca ética cívica que nos queda. El país, democráticamente hablando, es un puro disparate. Se empezó con Juan Carlos I designando a dedo senadores reales. Luego la Casa Real nombró condes y marqueses a ex presidentes de gobierno, como Suárez y Calvo Sotelo. Más tarde sus homólogos, seguramente por aquello de la “mano invisible” que regula el equilibrio del merado, devolvieron el favor recibido concediendo a su vez honores a Grandes de Estaña, como hizo Manuel Chaves al designar hija predilecta de Andalucía a la duquesa de Alba. Y ahora, no contentos con el tobogán de sandeces cosechado, mandan a la cárcel a varios jóvenes republicanos por prácticas “falleras” (prendieron fuego a una foto de los reyes) con la corona. Parecer claro que el código de una sola familia tiene cautiva a la democracia de todos.
Aunque apenas ha tenido eco en los medios, la condena a 15 meses de cárcel a varios ciudadanos por quemar unas fotos de los reyes es uno de los hechos más graves ocurridos desde la transición. El fuego amigo de la corona, una institución inviolable y no sujeta a responsabilidad (art.56, 3 de la Constitución) y además blindada por ley (arts. 490, 3 y 491 del Código Penal), ha convertido todo acto de disidencia política a la monarquía en una especie de “regicidio de papel”. La ejecución de estos artículos, la graduación Fahrenheit a que se quema el papel de la corona, supone una quiebra de los valores democráticos y potencialmente rebaja a todos los españoles a la condición de simples súbditos. Lo que viene a demostrar, como dice el profesor Elías Díaz, que un Estado con Derecho no siempre es un Estado de Derecho.
Hay un señor muy gracioso, que fue ministro de Defensa cuando los aviones Gulag de la CIA se paseaban por el espacio aéreo español con sus fardos humanos y repostaban en nuestros aeropuertos, que en ejercicio como presidente del Congreso, no sé sabe si como causa o efecto del plácet anterior, dijo durante la solemne inauguración de la cámara aquello de “no ha nacido un español ni se espera que valga más que otro”. Y lanzó la ocurrencia para mejorar el protocolo al uso, el bonapartista que tanto gusta de hablar con titulares, sin prever que estaba profiriendo otra frase casposa para la historia. Como aquella de “mientes, Marcelino y tú lo sabes”, de Nicolás Redondo (UGT) a Marcelino Camacho (CCOO), la de “puedo prometer y prometo”, pronunciada por el ex vicesecretario general del Movimiento Nacional franquista, duque de Suarez, en el papel de primer presidente de la democracia otorgada, o la más rimada del soso ex premier Calvo Sotelo, marqués de la Ría de Robadeo, al calificar de problema “distinto y distante” el caso de la guerra de la Malvinas. Tan histórica como histérica porque no sólo era una flagrante cursilería de nuestro primer estadista bolo, sino que, además, estaba citando la soga en casa del ahorcado. Como fino jurista que se le supone (qué otra cosa puede justificar su ascenso al tercer puesto en el ranking del Estado), José Bono debería saber que la Constitución del 78 consagra la impunidad, gratis total, de la corona y que fue su propio partido, durante el Gobierno felipista del 95, quien reformó el Código Penal para tipificar como delito determinados supuestos sobre la familia real, en línea ascendente y descendente. Y si el amigo de El Pocero no lo sabía debería haberlo preguntado a sus invitados en aquella apertura de legislatura: los reyes, el príncipe y las infantas.
Pero esto que, a simple vista, parece una melonada sin mayor enjundia, visualiza en realidad el encefalograma plano de la democracia vigente. Como los malos bufones en las cortes medievales, al hijo del secretario del Movimiento de Segorbe no se le ocurrió sólo decir una boutade para ganar puntos ante los jefes sino que encima, en plena sede de la soberanía nacional (¿o popular?), se permitió la afrenta de insinuar que son unos “malnacidos” los numerosos jóvenes catalanistas que ejercen su rebeldía refutando a la monarquía en sus símbolos a cara descubierta. O sea, a riesgo de que se la partan echando mano del gran garrote que facilita el Código Penal de la Democracia (también llamado de Belloch por el ministro de Justicia impulsor, con la ayuda de su entonces secretaria de Estado, Teresa Fernández de la Vega). La prueba es que a fecha de hoy, junio de 2008, dos independentistas catalanes han sido ya condenados a 15 meses de cárcel por quemar varias efigies de los reyes cuando éstos visitaban Gerona, con el irresistible razonamiento jurídico en sentencia de que “para manifestar el rechazo a la monarquía no es necesario menospreciar y vilipendiar a los Reyes (con mayúscula en el auto) quemando su fotografía, tras haberla colocado deliberadamente boca abajo”. Un argumento que, bien visto, debe haber inspirado también la Ley de Memoria Histórica en lo referente al respeto de los símbolos de la dictadura acogidos al sagrado del patrimonio artístico de la Iglesia y, tiro porque me toca, el último hallazgo laicista de Rodríguez Zapatero al aclarar que la retirada de biblias y crucifijos en actos oficiales no afectará a los que se celebren en la Zarzuela, sede de la jefatura del Estado, o sea, en la toma de posesión de los miembros del Gobierno, los representantes del pueblo español ( en lugar de que sean los religiosos quieren proclamen su lealtad a la Constitución) .
Es decir, que cuando se cumplen 30 años de la Constitución democrática, la corona goza de una impunidad perfectamente punitiva: sus caretos son tan protegidos jurídicamente como el de Mahoma por el Islam integrista (¿osará alguien con esas bendiciones escribir la versión borbónica de Versos Satánicos?) y un ciudadano puede dar democráticamente con sus huesos en la cárcel por prender una cerilla sobre una foto coronada -persona jurídica deificada- sin que nadie toque un pelo a la persona física representada, inventando la figura del “regicidio” de papel. Mientras, el dignatario, su majestad en el argot de esa corte “republicana” tan alabada por ese Ku Klux Klan de monárquicos empedernidos, puede estar disfrutando del nuevo Bribón que, como el Azor de su “padrino” Franco, le fue regalado al módico precio de 3.000 millones de pesetas por suscripción impopular de un grupo de empresarios.
Pero de bien nacidos es ser agradecidos. Y quizá como demostración del poder moderador y arbitrista (que no arbitrario) que le confiere la constitución (art. 56)), al tiempo que se cuentan los daños colaterales ocasionadas por su real fuero, la Casa Real premia a “los otros catalanes” otorgándoles máximas dignidades. Acaba de suceder con Javier Godó, el propietario de La Vanguardia, nombrado “grande de España” por la gracia de Juan Carlos I. El único problema es que con tantas ínfulas gastadas en el editor, cuando haya que reconocer los servicios prestados por un hombre de tan probados principios como José Bono, que abroncó a los viejos republicanos por pasearse por el Congreso son su “ilegal” bandera, ya sólo se le podrá recompensar haciéndole Almirante de la Mar Océana.
(Fahrenheit 490-491 son los números de los artículos del Código Penal vigente que protegen jurídicamente la inviolabilidad y la irresponsabilidad de la corona, pero ya también es una parábola sobre temperatura inquisitorial que condena a cuantos cuestionan su papel de curso legal en una España que se pretende democrática).
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