martes, 18 de diciembre de 2007

Ni el negocio verde, ni el apocalipsis.

Hasta no hace mucho tiempo, los planteamientos ecologistas eran la bandera de enganche de una minoría de activistas políticos que mostraban su desacuerdo con un modelo de crecimiento y de organización social que era poco beneficioso para los seres humanos y que provocaba alteraciones irreversibles en la naturaleza.

Bien es cierto que desde el principio también, y como no podía ser menos, el ecologismo tuvo diferentes planteamientos lo que daba lugar a propuestas y análisis también distintos. Murray Bookchin, en un libro que ya podemos considerar clásico, Ecología libertaria (Móstoles: Nossa y Jara Editores, 1990) distinguía entre lo que él llamaba eco-fascistas, para los cuales el problema básico era salvar la naturaleza sin incidir demasiado en problemas sociales, y los ecologistas socialistas, o mejor todavía, libertarios, para quienes no podía haber una relación adecuada con la naturaleza si no se generaban al mismo tiempo unas relaciones sociales adecuadas, esto es, sin jerarquías opresoras y sin explotación económica.

El hecho es que en estos momentos parece que prácticamente todo el mundo se ha sumado al carro ecologista, con la ONU metida de lleno en la faena y con Al Gore como el profeta máximo de la lucha contra el cambio climático. Las instituciones moralmente emblemáticas del mundo desarrollado no pueden hacer otra cosa que rendirse ante la fuerza ejemplar de esos líderes y ahí tenemos a Gore acumular el premio Nobel y el Príncipe de Asturias, si bien el primero lo comparte con el panel de científicos expertos que han elaborado los rigurosos informes. En el último encuentro en Bali, todos los países, incluidos las ovejas negras del ecologismo Estados Unidos, China e India, han llegado a un acuerdo de mínimos para sellar de ese modo el acuerdo universal en torno a un problema que parece ser bastante serio.

Cierto es que todos estos cambios sociales son portadores de ambigüedades notables lo que hace algo difícil realizar una valoración tajante. No se pude negar que está bien que se lleguen a esos acuerdos y que es mejor que el premio Nobel a Al Gore es algo más decente que el concedido en 1994 día a Henry Kissinger e Isaac Rabin. Tampoco podemos negar que es positivo que haya crecido esa conciencia ecológica y que en los últimos años se hayan ido tomando muchas medidas en muchos países para limitar el impacto de la producción económica en el medio ambiente.

Todo lo anterior es positivo y podemos alegrarnos de que ideas como “desarrollo sostenible” o “ahorro energético” formen parte del imaginario colectivo desde la más tierna infancia. Ahora bien, no sólo siguen vigentes las críticas que en su momento realizó Bookchin, sino que los planteamientos actuales de tan amplia difusión y aceptación no dejan de provocar sensatas dudas en quienes defendemos un enfoque algo más amplio, radical y coherente de lo que debe ser un modelo de sociedad alternativo.

Quizá lo más llamativo esté en la conversión de mucha gente e instituciones que antes no parecían ser muy cuidadosos con estos temas. Me basta con citar dos casos ejemplares. El primero, claro está, es el de Al Gore, que muestra ahora un celo que no tuvo cuando fue vicepresidente del país más poderoso y también el paladín del estilo de vida más enfrentado a un modelo diferente de relaciones sociales. Cierto es que todo el mundo tiene derecho a convertirse, pero dicha conversión resulta mucho más creíble si realmente provoca un cambio radical en la vida entera de la persona afectada por la misma. Ese no parece ser el caso en esta ocasión.

La segunda conversión profunda es la de Endesa, a la que podríamos sumar otras más. Todos debemos recordar la campaña contra la construcción de la represa Ralco en el Alto Biobío, y las barbaridades que allí cometió Endesa. Y de eso hace bien poco. No obstante, el negocio es el negocio y sus directivos se dieron cuenta hace tiempo de que pintaba verde y que en ese ámbito también había negocio. Primero fue una campaña desafortunada, rápidamente denunciada por los ecologistas, en la que garantizaba energía verde. Ahora ya se presenta directamente como empresa líder en la lucha contra el cambio climático y parece estar logrando cierta aceptación, al menos en los círculos del poder.

El bloque hegemónico se apunta, por tanto, al carro de la ecología e invierte sus beneficios en ese sector para seguir extrayendo las plusvalías necesarias. Hasta no hace mucho se solía decir que los informes contrarios al desastre ecológico estaban financiados por las petroleras. Ahora casi se puede invertir el argumento puesto que intereses económicos muy poderosos los hay en todos lo sectores.

Por eso es tan importante apoyar a quienes, al margen de las posibles discrepancias en aspectos concretos, insiste en un modelo diferente de organización social que evite que, al hilo del desarrollo sostenible, nos den más de lo mismo, aunque sea con un planeta algo más limpio, lo cual, en todo caso, siempre se agradece.

Conviene, por tanto, agudizar la perspicacia crítica y ser muy duros con quienes han visto en la ecología un negocio. Y todavía es más importante estar atentos a quienes se han dado cuenta de que la preocupación medioambiental puede convertirse en un valioso instrumento de control social, lo que garantiza las desiguales relaciones sociales con sus sólidas jerarquizaciones.

Un día sí y otro también nos lanzan apocalípticos mensajes en los que parece que la humanidad está al borde de la catástrofe. Hoy podemos leer que España se va a convertir en un desierto, mañana que a los hielos del Polo Norte les quedan diez años y pasado nos comunicarán que la deforestación y la extinción de especies, provocados por los seres humanos, ya están a punto de traspasar la frontera de lo irreversible. Los voceros del Apocalipsis redoblan de ese modo la reapropiación reaccionaria del ecologismo. Asentado cada vez con más solidez el sesgo económico del mismo, con pingües beneficios para las empresas, se redobla su función reaccionaria con esta difusión del miedo, que favorecerá la aceptación de medidas drásticas tomadas por los gobernantes y, lo que puede ser más grave, la sumisión a los mismos de ciudadanos amedrentados que se aferran a seguridades más prometidas que reales por los salvadores de turno.

Un ecologismo radical y libertario siempre deberá evitar esas nocivas presentaciones de la conciencia ecológica que terminan provocando la aparición de más de lo mismo.

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