Con motivo de la Jornada Internacional para la eliminación de la violencia respecto a las mujeres (el 25 de noviembre) y de la Jornada Mundial de lucha contra el Sida (1 de diciembre), hemos escuchado una serie de declaraciones contra el uso de la violencia sexual como arma de guerra en África Central. Sin embargo, estas declaraciones nos dejan sentimientos ambiguos. Por un lado, es importante que esta utilización sea identificada y denunciada, pero por otro lado, enfocar la violencia sexual solamente bajo el ángulo de arma de guerra deja a un lado una evolución muy inquietante : la asociación automática entre la violación y la intensidad de la guerra no existe ya en África Central. La realidad se ha convertido en algo mucho más complejo. El problema de la violación en África Central no encuentra sus raíces en las guerras civiles en las que la región se ha sumergido a partir de los años 90, aunque es cierto que estas guerras han contribuido a aumentar esta violencia de modo exponencial. Al disminuir fuertemente la intensidad del conflicto en Burundi en el año 2003, la liga burundesa de los derechos del hombre Iteka ha constatado que a esta situación le seguía casi inmediatamente una clara mejoría de la situación de los derechos humanos en la zona. Casi por todo el país, el número de violaciones de los derechos humanos ha bajado espectacularmente, salvo la violencia sexual. El mismo fenómeno se producía en el Congo durante el mismo periodo, tras la instauración del gobierno de transición el 30 de junio de 2003.
Hemos observado para los dos países un esquema bastante comparable en cuanto a la relación entre la violación y el conflicto. En una primera fase de la guerra, la violación es un derrape de hostilidades que forma parte del derecho del más fuerte. Una milicia que entra en un poblado vencido consuma su victoria saqueando las casas, degollando a las cabras, bebiendo cerveza y violando a las mujeres.
En una segunda fase, la violación se convierte en un arma de guerra que se muestra de manera muy focalizada contra una comunidad, para desintegrarla y para golpearla en su ser más vulnerable. Las consecuencias físicas, psicológicas y emocionales son muy difíciles de soportar por la víctima y su familia, los estigmas sociales son enormes ya que muchas mujeres y niñas violadas son rechazadas por sus maridos o sus padres. La violencia sexual instaura un clima en el cual las mujeres no pueden ya ir a los campos, o las niñas no se atreven más a ir a la escuela. La violencia sexual destruye la cohesión social y económica de la sociedad.
El hecho de que en la tercera fase, cuando el conflicto parece evolucionar hacia una solución, la violación como única forma de violación de los derechos humanos no disminuye, es muy inquietante. Esto significa que toda esta violencia sexual ha producido un estrago terrible a nivel de valores, y que se ha instalado en la cultura misma durante el conflicto. El acto sexual se convierte en algo que se toma cuando se siente necesidad, y la mujer se reduce a algo consumible que se tira tras ser utilizado. Los autores de estos crímenes no son ya solamente los combatientes o las milicias no siempre identificables, sino las fuerzas regulares del orden y cada vez más los actores no armados, como los miembros de las familias, los vecinos, los amigos o los profesores. Niñas cada vez más jóvenes son víctimas de violación, tendencia que se acentúa por el mito de que las relaciones sexuales con una virgen pueden prevenir o curar el sida.
La violación, por supuesto, está prohibida ; la ley prevé penas duras. Pero en la práctica, se aplica raramente. Una de las causas de esto consiste en la dificultad de obtener los atestados necesarios para los trámites jurídicos a causa de la inexistencia de servicios de salud, de su insuficiencia o de su falta de accesibilidad para una gran parte de la población. Otras víctimas no entablan procedimientos jurídicos debido a la ignorancia o por sufrir presión social. Otras prefieren todavía no esforzarse o no gastar lo necesario para estos procedimientos porque saben que las penas más duras sólo se dictan raramente. Todos estos elementos impiden conocer la verdadera dimensión y la complejidad del problema.
No hay soluciones rápidas para las violaciones. Un acuerdo de paz o de cese el fuego no pone fin a la violencia sexual. Países como Burundi o la República Democrática del Congo deben ser apoyados en la rehabilitación de sus instrumentos del Estado de derecho, entre ellos un ejército unificado creíble, operativo y disciplinado y un aparato judicial que funcione. La reconstrucción del Estado de derecho debe estar acompañada de avances significativos para alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio, incluída la rehabilitación permanente de los servicios de salud y de la enseñanza. Si queremos pues el restablecimiento de la cohesión social y la desaparición de la violencia sexual en la cultura, tenemos que desarrollar una nueva dinámica comunitaria desde la base. La sociedad civil en general, y especialmente el movimiento de las mujeres en África Central tendrá aquí un papel clave. Las organizaciones de base y sus redes existen, asímismo las mujeres-líderes. Con un poco de liderazgo y con medios, ellas pueden cambiar la situación.
*Kris Berwouts es director de EurAc, red de ONGs europeas para coordinar las acciones de denuncia política en África Central.
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