El nuevo sueño americano, según los neoconservadores de los Estados Unidos, parecía hecho realidad. El dinero perdería su valor. Lo que importa sería el crédito. "Casa propia sin depósito alguno"; "Compre su automóvil y sus utensilios domésticos ahora, y páguelos en cinco años". Los viejos ideales puritanos de trabajar duro y ahorrar para, al final, disfrutar de una vida mejor, dieron paso a este otro concepto, mucho más pragmático, por el que se guiaron en los últimos años millones de norteamericanos y otros residentes en el país para crear una imaginaria era dorada: "vivamos mejor ahora y paguemos después."
Ciertamente esta orientación trajo para muchos en la clase media estadounidense una fabulosa era de grandes residencias, lujosos automóviles, vacaciones ostentosas y muchas otras manifestaciones de riqueza que eran en realidad pompas de ilusiones insostenibles llamadas a colapsar.
La hecatombe tuvo su manifestación inicial en los retrasos para la amortización de sus préstamos de gran número de deudores menores, que los habían recibido de manera casi milagrosa, dado que sus prestaciones sobrepasaban con creces sus ingresos, no obstante los pobres avales crediticios que pudieron exhibir. Pero el asunto ya se ha hecho sentir a nivel de Wall Street.
Y, ¿cómo se llegó a esta situación?, se pregunta el laureado periodista investigador de temas económicos Dee Hon en las páginas de la revista The Tyee, de Vancouver, Canada: "¿Cómo es posible que Estados Unidos se haya convertido en una nación adicta a las deudas, empujada hasta y más allá de la bancarrota? Su tasa de ahorro anda por debajo de cero. Las bancarrotas personales han alcanzado cifras record. La deuda total de los estadounidenses promedia más de $160,000 por cada hombre, mujer y niño. Solo con China, la deuda es de casi un billón de dólares. La deuda con Japón y otros países también es enorme."
Según la investigación de Dee Hon, la historia tiene un origen laboral en las décadas que siguieron a la II Guerra Mundial. El crecimiento económico era entonces fuerte y había poderosos sindicatos industriales que convirtieron los sueños de la clase media en algo alcanzable por ciudadanos de la clase trabajadora. Los obreros compraron casas y automóviles en tal cantidad que dieron lugar a los modernos suburbios actuales. Pero la prosperidad para los asalariados alcanzó su cima a inicios de los 70. Entonces, las grandes corporaciones, por miedo al aumento de la competencia extranjera, empezaron a violar un contrato social implícito que tenían con los obreros. Comenzaron a reducir costos mediante el uso de mano de obra barata extranjera para provocar con ello una disminución de los jornales.
En 1972, los salarios alcanzaron su tope. Las estadísticas del Departamento de Trabajo muestran que los obreros ganaban 331 dólares semanales, según los ajustes de inflación de 1982. Desde entonces, la caída ha sido constante. En la actualidad, el salario real es aproximadamente de la quinta parte, pese a que en el mismo período, el PIB per cápita se duplicó.
De acuerdo a investigaciones de Dee Hon, aunque cayeron los salarios, el consumo tuvo un crecimiento sin precedentes. Comprar se convirtió en un deber patriótico que distinguía a los ciudadanos de los Estados Unidos de sus enemigos comunistas en la Guerra Fría.
En los ochenta, la creciente pérdida del temor a las deudas por los compradores y la ansiedad de éstos por consumir mercancías se conjugaron con la desregulación de los préstamos dispuesta por el presidente Ronald Reagan. El crédito no solo se hizo fácil sino que comenzó a ser fuertemente promovido.
Las deudas contraídas por la población a través de las tarjetas de crédito llegaron a $880 mil millones, tres veces las de 1988, luego del ajuste por inflación. Las dimensiones de los utensilios domésticos crecieron proporcionalmente al tamaño de las nuevas casas que, en 2005, eran 50% mayores que el promedio de las de 1973.
Eran todas buenas noticias para el sector corporativo, que ganaba dinero de los préstamos que concedía a los consumidores y se beneficiaba de sus gastos. Además, salarios menores significan costos menores y ganancias mayores. Estos factores contribuyeron a que el mercado de valores iniciara un florecimiento record a inicios de los años ochenta que se ha mantenido imbatible casi hasta hoy.
Tales condiciones crearon vastas riquezas para una categoría particular de individuos: los que controlan lo que se conoce como la renta económica, que es algo así como el ingreso "ganado" por la simple propiedad de un bien. Algunas formas de renta económica incluyen dividendos por acciones, o ganancias de capital por la venta de acciones o propiedades. La alquimia de esta renta reside en que no se necesita esfuerzo alguno para producir dinero, asevera Dee Hon.
Los gobiernos, por su parte, estimulan a los inversionistas, o sea, a la clase rentista. En las naciones industrializadas, la renta económica, en su forma de ganancias de capital, paga tasas impositivas menores que las que pagan los ingresos devengados en prácticamente todas las actividades productivas o de servicios. En los Estados Unidos, en particular, los impuestos que se aplican a las ganancias de capital son siempre decrecientes. Una persona que devengue por su trabajo $100,000, aporta el 35 % de esa cantidad por concepto de impuestos, mientras que alguien cuya carpeta de acciones le proporcione la misma cantidad aporta 15 %.
Esta realidad llevó a una explosión de industria de las finanzas, que actualmente maneja 10 billones de dólares ajenos y es setecientas veces mayor que en 1970. Hedge Funds, administrador de los dineros de los super ricos, poseía quinientas compañías en 1990 y administraba 38 mil millones de dólares. Ahora tiene seis mil firmas Hedge que manejan mas de un billón ( un millón de millones) en acciones.
De modo que los préstamos baratos estimularon a millones de estadounidenses a contraer más deudas, comprar casas y elevar el valor de estas a cifras sin precedentes. Los elevados precios de los inmuebles llevaron a los bancos a prestar liberalmente dinero contra el valor de esas casas, lo que a su vez impulsó a los propietarios a pedir más dinero para agregar más valor a ellas.
Y es así como, a juicio de Dee Hon, se llegó a esta crisis de las deudas hipotecarias en Estados Unidos que nadie se atreve aún a pronosticar a dónde irá a parar.
Boletín Entorno
Ciertamente esta orientación trajo para muchos en la clase media estadounidense una fabulosa era de grandes residencias, lujosos automóviles, vacaciones ostentosas y muchas otras manifestaciones de riqueza que eran en realidad pompas de ilusiones insostenibles llamadas a colapsar.
La hecatombe tuvo su manifestación inicial en los retrasos para la amortización de sus préstamos de gran número de deudores menores, que los habían recibido de manera casi milagrosa, dado que sus prestaciones sobrepasaban con creces sus ingresos, no obstante los pobres avales crediticios que pudieron exhibir. Pero el asunto ya se ha hecho sentir a nivel de Wall Street.
Y, ¿cómo se llegó a esta situación?, se pregunta el laureado periodista investigador de temas económicos Dee Hon en las páginas de la revista The Tyee, de Vancouver, Canada: "¿Cómo es posible que Estados Unidos se haya convertido en una nación adicta a las deudas, empujada hasta y más allá de la bancarrota? Su tasa de ahorro anda por debajo de cero. Las bancarrotas personales han alcanzado cifras record. La deuda total de los estadounidenses promedia más de $160,000 por cada hombre, mujer y niño. Solo con China, la deuda es de casi un billón de dólares. La deuda con Japón y otros países también es enorme."
Según la investigación de Dee Hon, la historia tiene un origen laboral en las décadas que siguieron a la II Guerra Mundial. El crecimiento económico era entonces fuerte y había poderosos sindicatos industriales que convirtieron los sueños de la clase media en algo alcanzable por ciudadanos de la clase trabajadora. Los obreros compraron casas y automóviles en tal cantidad que dieron lugar a los modernos suburbios actuales. Pero la prosperidad para los asalariados alcanzó su cima a inicios de los 70. Entonces, las grandes corporaciones, por miedo al aumento de la competencia extranjera, empezaron a violar un contrato social implícito que tenían con los obreros. Comenzaron a reducir costos mediante el uso de mano de obra barata extranjera para provocar con ello una disminución de los jornales.
En 1972, los salarios alcanzaron su tope. Las estadísticas del Departamento de Trabajo muestran que los obreros ganaban 331 dólares semanales, según los ajustes de inflación de 1982. Desde entonces, la caída ha sido constante. En la actualidad, el salario real es aproximadamente de la quinta parte, pese a que en el mismo período, el PIB per cápita se duplicó.
De acuerdo a investigaciones de Dee Hon, aunque cayeron los salarios, el consumo tuvo un crecimiento sin precedentes. Comprar se convirtió en un deber patriótico que distinguía a los ciudadanos de los Estados Unidos de sus enemigos comunistas en la Guerra Fría.
En los ochenta, la creciente pérdida del temor a las deudas por los compradores y la ansiedad de éstos por consumir mercancías se conjugaron con la desregulación de los préstamos dispuesta por el presidente Ronald Reagan. El crédito no solo se hizo fácil sino que comenzó a ser fuertemente promovido.
Las deudas contraídas por la población a través de las tarjetas de crédito llegaron a $880 mil millones, tres veces las de 1988, luego del ajuste por inflación. Las dimensiones de los utensilios domésticos crecieron proporcionalmente al tamaño de las nuevas casas que, en 2005, eran 50% mayores que el promedio de las de 1973.
Eran todas buenas noticias para el sector corporativo, que ganaba dinero de los préstamos que concedía a los consumidores y se beneficiaba de sus gastos. Además, salarios menores significan costos menores y ganancias mayores. Estos factores contribuyeron a que el mercado de valores iniciara un florecimiento record a inicios de los años ochenta que se ha mantenido imbatible casi hasta hoy.
Tales condiciones crearon vastas riquezas para una categoría particular de individuos: los que controlan lo que se conoce como la renta económica, que es algo así como el ingreso "ganado" por la simple propiedad de un bien. Algunas formas de renta económica incluyen dividendos por acciones, o ganancias de capital por la venta de acciones o propiedades. La alquimia de esta renta reside en que no se necesita esfuerzo alguno para producir dinero, asevera Dee Hon.
Los gobiernos, por su parte, estimulan a los inversionistas, o sea, a la clase rentista. En las naciones industrializadas, la renta económica, en su forma de ganancias de capital, paga tasas impositivas menores que las que pagan los ingresos devengados en prácticamente todas las actividades productivas o de servicios. En los Estados Unidos, en particular, los impuestos que se aplican a las ganancias de capital son siempre decrecientes. Una persona que devengue por su trabajo $100,000, aporta el 35 % de esa cantidad por concepto de impuestos, mientras que alguien cuya carpeta de acciones le proporcione la misma cantidad aporta 15 %.
Esta realidad llevó a una explosión de industria de las finanzas, que actualmente maneja 10 billones de dólares ajenos y es setecientas veces mayor que en 1970. Hedge Funds, administrador de los dineros de los super ricos, poseía quinientas compañías en 1990 y administraba 38 mil millones de dólares. Ahora tiene seis mil firmas Hedge que manejan mas de un billón ( un millón de millones) en acciones.
De modo que los préstamos baratos estimularon a millones de estadounidenses a contraer más deudas, comprar casas y elevar el valor de estas a cifras sin precedentes. Los elevados precios de los inmuebles llevaron a los bancos a prestar liberalmente dinero contra el valor de esas casas, lo que a su vez impulsó a los propietarios a pedir más dinero para agregar más valor a ellas.
Y es así como, a juicio de Dee Hon, se llegó a esta crisis de las deudas hipotecarias en Estados Unidos que nadie se atreve aún a pronosticar a dónde irá a parar.
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