martes, 25 de diciembre de 2007

Lucha de clases: el regreso.

Carolina del Olmo entrevistó al geógrafo marxista David Harvey para la revista madrileña LaDinamo.

La obra de David Harvey se caracteriza por una singular combinación de elementos históricos, económicos y geográficos. En particular, sus ensayos ponen de manifiesto la relevancia de las cuestiones espaciales de escala o marco territorial para comprender una parte importante de los grandes conflictos políticos contemporáneos. La editorial Akal ha publicado en castellano sus últimos libros: Espacios de esperanza (2000), El nuevo imperialismo (2003) o los muy recientes Espacios del capital y Hacia una geografía crítica.

Usted es geógrafo. ¿Su formación aporta a sus análisis algo que se pueda echar en falta en los estudios de otros investigadores de la globalización con los que tiene mucho en común como Robert Brenner o Peter Gowan?

Sin duda, yo me atengo muy a menudo a la noción de desarrollo geográfico desigual en tanto que fenómeno global, un concepto básico en mi trabajo que aúna lo espacial y lo económico, lo que me lleva a centrarme en los mecanismos por los que el capitalismo se reproduce a sí mismo. Supongo que sí, que el geógrafo que hay en mi interior sale a la luz en mis estudios globales.

¿Qué diferencias existen entre su idea de desarrollo geográfico desigual y el concepto clásico de desarrollo desigual –de Samir Amin y otros–, al que se ha criticado por prestar demasiada atención al intercambio comercial?

El intercambio no es en modo alguno un tema menor, pero me parece fundamental pensar en la forma en que se construyen las estructuras de poder territorial, y las relaciones de estas estructuras con, por ejemplo, el funcionamiento de las grandes empresas capitalistas o los flujos monetarios. Otra gran diferencia es que yo no tomo el espacio del desarrollo geográfico desigual como algo dado, sino como algo que evoluciona, que está siendo constantemente producido, reproducido y transformado. No me convence la idea de utilizar la estructura de estados nación como marco dado para comprender el desarrollo geográfico desigual, sin analizar, por ejemplo, la competencia que se establece entre regiones metropolitanas, como pueden ser Madrid y Barcelona.

Mi trabajo procura dar respuesta a la cuestión de cuáles son en cada caso las escalas y los espacios geográficos más relevantes. De hecho, creo que uno de los aspectos que distinguen mi obra de la de otros autores es mi interés por la forma en que el poder se ha ido reterritorializando y cómo se han transformado las estructuras territoriales a lo largo de los últimos treinta o cuarenta años, de manera que, por ejemplo, la competencia entre ciudades por lograr inversiones es hoy un aspecto fundamental del funcionamiento del desarrollo geográfico desigual, mientras que no lo era tanto en los años cincuenta o sesenta.

¿Se ha producido un cambio de calado entre la forma de ejercer el poder en el plano internacional de la administración Clinton y la de Bush?

Desde una perspectiva histórica amplia no creo que se pueda hablar de una ruptura. Lo que ha hecho Bush ha sido embarcarse en una escalada, pero en la misma dirección que Clinton. Ahora bien, una diferencia importante son los grupos de presión que rodean a Bush, que tienen una cierta concepción del orden geopolítico y moral del mundo y poder para hacer prevalecer su postura. Naturalmente, el 11-S les dio la oportunidad para imponerse. Cada vez me parece más obvio que se mueven guiados por un impulso fundamentalmente ideológico y piensan que pueden hacer que las cosas funcionen a su modo, para ellos y también para la economía global.

Se trata de un error catastrófico que a estas alturas va a ser muy difícil rectificar. Y el error es radicalmente distinto de los que cometió la administración Clinton, que se embarcó en la primera Guerra del Golfo, bombardeó Serbia, invadió Somalia y se metió en un follón tremendo, pero luego supo salir a tiempo. Es decir, no es que en aquellos años EE UU no hiciera cosas como las que hace ahora, lo que ocurre es que los grupos de poder que rodean al presidente Bush parecen haber ido un paso más allá: consideraron que no necesitaban alianzas fijas, como la OTAN, a la que veían como un inhibidor de las políticas estadounidenses, y prefirieron sacarse de la manga una coalición de los leales, los que están con nosotros frente a los que están contra nosotros... Y no sólo han buscado una mayor flexibilidad organizativa, también han optado por una política preventiva: no es necesario ser atacados, basta una mera amenaza para emprender acciones militares.

Luego sí se puede decir que ha habido un cambio entre las dos líneas de política exterior. Ahora bien, es interesante ver cómo muchos de los cabecillas de estas políticas están desapareciendo del gobierno, y los que quedan, incluida Condoleezza Rice, están tratando de descolgarse poco a poco de esta línea y volver a una política más parecida a la de Clinton. En definitiva, yo situaría la principal diferencia entre los gobiernos de Clinton y Bush en un gran, catastrófico error dentro de una misma línea política.

En ocasiones ha sostenido que la escalada militar de la administración Bush es en cierto modo un síntoma de la pérdida de poder estadounidense, debida a la debilidad económica del país.

Una noción como “pérdida de poder” es siempre relativa. En términos de producción económica y poder financiero EE UU es todavía una potencia extraordinariamente importante, pero no tanto como en los sesenta –una época en la que nadie podía desafiar su posición– y debería, pues, acostumbrarse a jugar como un igual entre otros, tanto en la arena política como en la económica. En términos de influencia política, lo que se está viviendo es uno de los efectos curiosos del fin de la Guerra Fría: gran parte del mundo ha dejado de necesitar a EE UU como protección frente a la Unión Soviética y cada vez hay más gente que le dice no. Diría que éste es uno de los motivos por los que EE UU se ha embarcado tan a fondo en la guerra contra el terror: vivir en un entorno bélico global les podría devolver su capacidad de presentarse como protectores, y en estos momentos, les está sirviendo para manipular a diferentes estados.

Supongo que una de las razones por las que Aznar apoyó a Bush en la invasión de Irak tuvo que ver con el problema de ETA y no me extrañaría que dentro de cincuenta años se descubriera que si ETA abandonó la tregua fue en parte porque EE UU había dejado de apoyar la política antiterrorista del gobierno español. Y algo parecido habrá sucedido con Blair e Irlanda del Norte. Pero mi impresión es que a pesar de estas manipulaciones, nadie se cree esa gran guerra contra el terror que plantea EE UU. Creo, pues, que en este momento el país atraviesa por una situación de debilidad, y por eso tiende a echar mano de su principal activo: el poder militar. Ahora bien, una de las cosas más interesantes que está mostrando la Guerra de Irak es lo limitado que es el poder militar estadounidense. Es increíblemente poderoso a treinta mil pies en el aire, pero no sobre el terreno y, desde luego, no pueden ganar una guerra bombardeando.

Una opinión muy extendida sostiene que la Guerra de Vietnam terminó básicamente gracias a la reacción de la opinión pública estadounidense. ¿Cuánto hay de verdad en esta idea? ¿Ve posible en estos momentos una reacción de la sociedad norteamericana que pueda poner fin a la Guerra de Irak?

No cabe duda de que la política interna en EE UU jugó un papel fundamental en el fin de la guerra de Vietnam. Pero también es verdad que en torno a 1970, incluso en las instancias más elevadas del aparato militar, se llegó a generalizar la idea de que era absolutamente imposible ganar en Vietnam, de manera que la idea de que la victoria no era posible y la opinión pública actuaron de forma conjunta. En estos momentos, comienza a ser habitual oír a personas que han abandonado recientemente el aparato militar decir que la Guerra de Irak es también imposible de ganar, por mucho que Bush continúe mandando más y más tropas. En mi opinión, lo que estamos viendo es un movimiento a la desesperada de Bush para intentar superar lo que se ha dado en llamar el “síndrome Vietnam”, mostrando que EE UU sí puede ganar; sólo le quedan dos años para lograrlo, y me temo que nada va a hacerle cambiar de idea.

Usted se declara partidario de recuperar la noción de clase y de lucha de clases, pero, ¿en qué sentido debe ir esta recuperación: en la perspectiva más tradicional de la clase trabajadora o en la de los nuevos movimientos sociales, más heterogéneos y difusos?

Yo no parto de una definición previa de clase; al igual que con el espacio, pienso que es algo que está en proceso constante de formación, disolución y cambio y, desde luego, no se puede obviar que en los países capitalistas avanzados, durante los años setenta y ochenta, con la desindustrialización y la pérdida de empleos tradicionales, se produjo una gran transformación del sentido del término “clase”. Ahora bien, la clase es una relación de poder, y una de las cosas que cada vez me resultan más obvias, y creo que deberían ser evidentes para cualquiera, es que en los últimos años se ha producido una reforma en profundidad del poder de clase de las clases altas, una reestructuración espectacular que ha desembocado en la existencia de una clase dominante extremadamente poderosa, capaz de manejar los medios de comunicación, el mundo de la cultura, la educación...

En definitiva, estamos ante una cristalización de una nueva clase dominante inmensamente rica y que usa su poder para ser aún más rica, luego parece lógico identificar las fuerzas que podrían oponérsele o limitar de algún modo lo que esta clase dominante está haciendo. Se trata de pensar en alianzas entre grupos y personas que se encuentran en situaciones diferentes, y entre los cuales continúa habiendo un elemento muy significativo de lo que tradicionalmente se ha considerado la clase trabajadora, si bien en estos momentos el movimiento obrero se localiza, por ejemplo, en China donde, de hecho, hay una intensa actividad política que quizá no alcanzamos a reconocer o entender, pero cuyo desarrollo en los próximos veinte o veinticinco años puede ejercer un impacto brutal sobre el funcionamiento de la economía mundial.

Hay otros procesos que están generando grandes resistencias al funcionamiento del capitalismo neoliberal y que tienen que ver con lo que he llamado “acumulación por desposesión”, una idea central: la gente está siendo desposeída de lo que les pertenecía, a través de nuevas rondas de privatizaciones se les está despojando de lo que era una propiedad común. La resistencia de los movimientos sociales frente a estos procesos constituye, formalmente, una importante lucha de clases, que es fundamental reconocer como tal. Se trata, pues, de buscar alianzas entre la gente que está siendo desposeída por todo el mundo y, a su vez, forjar alianzas entre estos grupos y los movimientos de la clase trabajadora más tradicionales de China, Indonesia y demás.

La cuestión de quién se va a oponer a esta tremenda concentración de poder sigue abierta, pero no creo que la oposición pueda plantearse exclusivamente en términos de políticas de identidad. La resistencia debe establecerse en términos de poder de clase y contar con alianzas de fuerzas que pueden incluir movimientos identitarios y movimientos sociales que de un modo u otro sean capaces de poner cortapisas al proyecto de la clase dominante.

Aunque de nuevo nos encontramos con un desarrollo geográfico muy desigual en cuanto a las resistencias, la situación general en estos momentos me parece muy volátil. Si comenzara una recesión económica seria, algo bastante probable en EE UU, la situación de inestabilidad podría desembocar en un cambio importante, con la incertidumbre de no saber si todo va a girar a la derecha o a la izquierda. En cuanto a la situación europea, me parece bastante ambigua en estos momentos, no está claro si la UE avanza hacia un modelo verdaderamente neoliberal o hacia una formación más socialdemócrata.

Es cierto que en algunos ámbitos hay una ambigüedad entre neoliberalismo y socialdemocracia que hace complicado comprender lo que está sucediendo en Europa, pero, por ejemplo, el desarrollo de la política fiscal muestra un sesgo claramente neoliberal.

Desde luego, y es un tema fundamental que constituye la marca global del neoliberalismo, hay una política fiscal basada en la exacción de impuestos a las clases trabajadoras, a los salarios y no al capital. En EE UU, por ejemplo, la presión fiscal sobre las ganancias derivadas de las acciones es extraordinariamente baja, mucho más baja que sobre los salarios, así que los asalariados, con sus impuestos, están sosteniendo a la gente que vive de los ingresos financieros. Para mí esto es un escándalo tremendo, una situación de la que la gente no es consciente y de la que apenas se habla y que va a ser difícil cambiar, debido en buena parte al control de los medios de comunicación por parte de grandes empresas y grupos de poder beneficiarios de esta política fiscal.

En una entrevista reciente, decía usted que no le extrañaría que el comportamiento irresponsable de EE UU en el manejo de su propia economía tuviera algo de estrategia dirigida a provocar el hundimiento del sector público, y abrir así al capital privado todo un sector económico, en un ejemplo más de acumulación por desposesión.

Es la táctica que utilizó Reagan y que está hoy muy bien documentada, consistente en acumular una deuda muy importante, para a continuación lanzar la idea de recortar todos los servicios sociales; hoy se sabe que la creación de déficit en aquellos años fue una estrategia deliberada orientada a provocar esos recortes. Esta situación condujo a una recesión económica en 1981 y 1982 que en cierto modo fue diseñada por la administración Reagan. No me sorprendería saber que en estos momentos están siguiendo una estrategia parecida, acumulando déficit con el objeto de provocar recortes importantes en la seguridad social, aunque no creo que les esté funcionando.

Ahora bien, también puede uno imaginarse un crash mucho más amplio y preguntarse quién se beneficia de este tipo de crisis, por ejemplo, de la grave recesión en Argentina en 2001. En aquel caso, lo verdaderamente interesante fue la cantidad de dólares que afluyeron a Miami y a otros lugares, y que tan sólo tres meses más tarde valían más del triple debido a la devaluación de la moneda argentina, de manera que los ricos que habían sacado su dinero del país podían volver tres veces más ricos de lo que habían salido. Creo que en estos momentos hay gente en EE UU que piensa que podría sacar un gran provecho con una crisis económica seria.

Resumiendo muy burdamente su definición del neoliberalismo, se podría decir que para usted es una estrategia destinada a remontar la crisis de 1973, centrada en lograr una gran acumulación de poder para las clases dominantes. Pero tanto usted como otros estudiosos han señalado que no parece estar funcionando, ya que los beneficios globales no han recuperado los niveles previos a la crisis de 1973.

Lo que sucede es que la estrategia neoliberal sí está funcionando en el sentido de que los ricos se están haciendo cada vez más ricos, pero no en el sentido de que se esté generando una mayor riqueza. Es decir, lo que estamos presenciando es una redistribución de la riqueza aún más desigual e injusta, que tiene mucho que ver con la acumulación por desposesión de la que hablaba antes: es el auge del capitalismo depredador, del capitalismo gangsteril. En una situación en la que hay un desarrollo económico potente, los ricos pueden obtener beneficios de ese desarrollo, pero eso no es lo que está sucediendo en estos momentos: hoy lo que ocurre es que los ricos están haciéndose con una parte mayor del pastel en una suerte de robo legalizado.

En La apuesta por la globalización, Peter Gowan parecía pensar que si a finales de los sesenta y principios de los setenta tanto EE UU como las clases dominantes hubieran aceptado un ligero recorte de poder, el desarrollo económico guiado por las políticas keynesianas podía haber continuado. ¿Usted lo ve así o cree que esa fase de desarrollo se había topado ya con su límite?

Creo que las políticas keynesianas atravesaban serios problemas a comienzos de los setenta, pero, en cierto modo, en ningún momento hemos dejado de ser keynesianos, como se puede ver, por ejemplo, en la financiación del déficit. La diferencia es que la redistribución, que solía ir de los ricos hacia los pobres, con el keynesianismo neoliberal ha comenzado a circular en sentido inverso. En los setenta, el problema tuvo que ver en gran medida con el hecho de que la izquierda no tenía un modelo económico alternativo que les permitiera manejar la crisis de la economía keynesiana y consolidar su poder frente a los ricos. Pienso, por tanto, que una de las cosas importantes que debemos hacer es arreglar las cuentas con los errores que cometió en los setenta la izquierda y que la llevaron a desaprovechar la oportunidad de cambiar el mundo; cuando llegó el momento no supieron qué hacer y se limitaron a intentar cuadrar las cuentas, mientras desembarcaba el neoliberalismo de la mano de Thatcher y Reagan, que sí sabían lo que tenían que hacer.

David Harvey es un geógrafo, sociólogo urbano e historiador social marxista de reputación académica internacional. Entre sus libros traducidos al castellano en los últimos años: Espacios de esperanza (Akal, Madrid, 2000) y El nuevo imperialismo (Akal, Madrid, 2004)
LaDinamo, octubre/diciembre, 2007

www.lahaine.org

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