...por Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz
En las jornadas anteriores a la celebración del referendo irlandés sobre el llamado tratado de Lisboa la plaga de nuestros opinadores se ha agarrado a dos clavos. Si, por un lado, nuestros todólogos han señalado que las razones que parecían inducir a muchos irlandeses a rechazar el texto en cuestión remitían a perspectivas mentales y horizontes ideológicos extremadamente dispares, por el otro han aducido hasta la extenuación que no parecía razonable aceptar que lo que decida un país pequeño, poco poblado y nada relevante determine lo que en el futuro ha de ser la Unión Europea.
A decir verdad, nada mayor hay que oponer, en sentido estricto, a esas dos afirmaciones, y ello por mucho que sea posible —que sea indispensable— darles algún revolcón. Y es que, y para empezar por la primera, lo suyo hubiera sido que nuestros opinadores hubiesen tenido a bien recordar que también son extremadamente dispares las razones que han invitado a tantos a respaldar el texto aprobado en Lisboa. No sólo eso: la idea de que los detractores del tratado son por definición gentes fuera del mundo, dramáticamente desinformadas y egoístas, tiene poco sustento: en esto de la desinformación más bien parecen despuntar los partidarios de aquél, por lo general dóciles ciudadanos dispuestos a acatar lo que dan por bueno las cúpulas dirigentes de los partidos con que se alinean.
Por lo que a la segunda de las afirmaciones se refiere, lo que debe certificarse es un sorprendente silencio: Irlanda es el único Estado de la Unión Europea que ha organizado un referendo con respecto al tratado de Lisboa. Si alguien se pregunta por qué los demás no han seguido un camino similar, la respuesta parece sencilla: porque a los diferentes gobiernos, o a la mayoría de ellos, les sobran las razones para concluir que, a manera de lo que acaba de ocurrir, perderían esas consultas. No está de más agregar, claro, que Irlanda ha sido en el último decenio la niña bonita de la UE, el país en el que ésta parece haber operado los mayores prodigios. Si el tratado ha naufragado allí donde más lógico hubiera sido que los ciudadanos se declarasen hechizados por todo lo que llega de Bruselas, ¿qué es lo que no estará llamado a ocurrir en los muchos lugares en los que la UE realmente existente se percibe con menos entusiasmo?
Es urgente que, en un escenario como éste, de franca e interesada simplificación, escapemos a los muchos lugares comunes que nos acosan. Así, y en primer lugar, bueno será que nuestros todólogos dejen de demonizar a los detractores del tratado de Lisboa, y dejen, en particular, de colgarles el sambenito de antieuropeos: el tiempo dirimirá quién es quién. En segundo término, hay que plantar cara a la sugerencia, por momentos omnipresente, de que lo razonable y lo democrático es garantizar que la ratificación del tratado de Lisboa se produzca vía parlamentos. O lo que es lo mismo: conviene colocar en su sitio a quienes, con lamentable descaro, sostienen que los referendos configuran un camino torcido a la hora de tomar las decisiones importantes. A algunos nos gustaría certificar –dicho sea de paso— que el paseo militar que el patético referendo español de febrero de 2005 supuso sería literalmente impensable hoy, con una opinión pública, la nuestra, que pese al ejercicio de desinformación y manipulación al que se han entregado la mayoría de nuestros medios, parece haberse percatado, bien que tarde, de que no es oro todo lo que reluce en esta Unión Europea firmemente decidida a alentar la semana de ciento cincuenta horas.
Bueno será que denunciemos, en suma, cualquier intento de repetir el triste espectáculo al que hemos asistido desde que la mayoría de los franceses y de los holandeses rechazaron, en la primavera de 2005, el tratado constitucional: sólo en virtud de un ejercicio de cinismo malsano puede afirmarse, en singular, que el texto sobre el que se han pronunciado los irlandeses es diferente del que rechazaron galos y neerlandeses. En paralelo, hay que asumir sin dobleces que el texto aprobado en la capital portuguesa el pasado otoño no es ese dechado de perfecciones que tantos aprecian y merece dormir, por un sinfín de motivos, en un cajón lateral de la mesa de algún alto funcionario de ésos propicios a aceptar las presiones que emanan de algún lobby transnacional.
Empeñarse en promover con argucias y malas artes el texto que muchos irlandeses acaban de rechazar se antoja, por cierto, pan para hoy y hambre para mañana. Y es que, si como tantos temen, el tratado de Lisboa sale, pese a todo, adelante, pronto se hará evidente que la distancia entre ciudadanos y elites políticas en la UE empieza a ser inquietantemente alarmante.
A decir verdad, nada mayor hay que oponer, en sentido estricto, a esas dos afirmaciones, y ello por mucho que sea posible —que sea indispensable— darles algún revolcón. Y es que, y para empezar por la primera, lo suyo hubiera sido que nuestros opinadores hubiesen tenido a bien recordar que también son extremadamente dispares las razones que han invitado a tantos a respaldar el texto aprobado en Lisboa. No sólo eso: la idea de que los detractores del tratado son por definición gentes fuera del mundo, dramáticamente desinformadas y egoístas, tiene poco sustento: en esto de la desinformación más bien parecen despuntar los partidarios de aquél, por lo general dóciles ciudadanos dispuestos a acatar lo que dan por bueno las cúpulas dirigentes de los partidos con que se alinean.
Por lo que a la segunda de las afirmaciones se refiere, lo que debe certificarse es un sorprendente silencio: Irlanda es el único Estado de la Unión Europea que ha organizado un referendo con respecto al tratado de Lisboa. Si alguien se pregunta por qué los demás no han seguido un camino similar, la respuesta parece sencilla: porque a los diferentes gobiernos, o a la mayoría de ellos, les sobran las razones para concluir que, a manera de lo que acaba de ocurrir, perderían esas consultas. No está de más agregar, claro, que Irlanda ha sido en el último decenio la niña bonita de la UE, el país en el que ésta parece haber operado los mayores prodigios. Si el tratado ha naufragado allí donde más lógico hubiera sido que los ciudadanos se declarasen hechizados por todo lo que llega de Bruselas, ¿qué es lo que no estará llamado a ocurrir en los muchos lugares en los que la UE realmente existente se percibe con menos entusiasmo?
Es urgente que, en un escenario como éste, de franca e interesada simplificación, escapemos a los muchos lugares comunes que nos acosan. Así, y en primer lugar, bueno será que nuestros todólogos dejen de demonizar a los detractores del tratado de Lisboa, y dejen, en particular, de colgarles el sambenito de antieuropeos: el tiempo dirimirá quién es quién. En segundo término, hay que plantar cara a la sugerencia, por momentos omnipresente, de que lo razonable y lo democrático es garantizar que la ratificación del tratado de Lisboa se produzca vía parlamentos. O lo que es lo mismo: conviene colocar en su sitio a quienes, con lamentable descaro, sostienen que los referendos configuran un camino torcido a la hora de tomar las decisiones importantes. A algunos nos gustaría certificar –dicho sea de paso— que el paseo militar que el patético referendo español de febrero de 2005 supuso sería literalmente impensable hoy, con una opinión pública, la nuestra, que pese al ejercicio de desinformación y manipulación al que se han entregado la mayoría de nuestros medios, parece haberse percatado, bien que tarde, de que no es oro todo lo que reluce en esta Unión Europea firmemente decidida a alentar la semana de ciento cincuenta horas.
Bueno será que denunciemos, en suma, cualquier intento de repetir el triste espectáculo al que hemos asistido desde que la mayoría de los franceses y de los holandeses rechazaron, en la primavera de 2005, el tratado constitucional: sólo en virtud de un ejercicio de cinismo malsano puede afirmarse, en singular, que el texto sobre el que se han pronunciado los irlandeses es diferente del que rechazaron galos y neerlandeses. En paralelo, hay que asumir sin dobleces que el texto aprobado en la capital portuguesa el pasado otoño no es ese dechado de perfecciones que tantos aprecian y merece dormir, por un sinfín de motivos, en un cajón lateral de la mesa de algún alto funcionario de ésos propicios a aceptar las presiones que emanan de algún lobby transnacional.
Empeñarse en promover con argucias y malas artes el texto que muchos irlandeses acaban de rechazar se antoja, por cierto, pan para hoy y hambre para mañana. Y es que, si como tantos temen, el tratado de Lisboa sale, pese a todo, adelante, pronto se hará evidente que la distancia entre ciudadanos y elites políticas en la UE empieza a ser inquietantemente alarmante.
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