En la apuesta por un microautonomismo cantonal y la polis-arquía como prácticas de democracias de proximidad que expresen la potencialidad política que existe en el anarquismo (versión avanzada y superadora del pensamiento liberal y socialista) no debe hurtarse la contundencia de los argumentos que refutan esa capacidad en las sociedades de masas. Antes al contrario, precisamente hay que extraer de esa contingencia a escala, avalada por el pensamiento político clásico, la causa para incitar a una búsqueda de la verdadera democracia en el cuerpo a cuerpo político, en la acción directa y horizontal, entre libres e iguales. Porque en eso que los críticos de la democracia directa consideran el problema (las variables macro de la sociedad de masasy sus sinergías) los anarquistas ven la solución. Todo proceso de concentración de poder, político o económico, conlleva dominación sobre las personas y la naturaleza, por lo que la construcción social a escala es el axioma a refutar.
Un peligro intuido hace ya casi dos siglos por Alexis de Tocqueville al proponer como contrapeso frente al despotismo el despliegue de una democracia local que convierta la democracia en costumbre, en el “estado moral e intelectual de un pueblo”. Seguramente para curarse en salud, porque el aristócrata francés tenía muy en cuenta la distinción hecha en 1787 por James Madison, uno de los Padres Fundadores de la nación americana, entre “una democracia pura, por la que entiendo una sociedad integrada por un reducido número de ciudadanos que se reúnen en asamblea, y una república, por la que entiendo un gobierno en el que tiene efecto el sistema de representación” (Citado por R. Dall, La democracia. Una guía para los ciudadanos, 1999, 23-24)
Y desde otra óptica, esta impronta es algo que se percibe incluso en la actualidad cuando analizamos el Índice de Desarrollo Humano (esa especie de ranking de los pueblos más prósperos del planeta) y verificamos que son países liliput en lo poblacional, tipo Islandia, con fuerte sentido cívico-ciudadano, alta integración social y cotas de excelencia en dotaciones públicas esenciales como sanidad y educación, los que reiteradamente asoman al podium del bienestar social mundial que año tras año publica Naciones Unidas.
Tanto la premonición del autor de ese especialísimo libro de viajes que es La democracia en América como el moderno ejemplo de los “países mínimos” (Finlandia también) sitúan en la superación del efecto representación por la vida activa, y no sólo en el legado de la ética calvinista, sus mejores yacimientos de humanismo. Como decía Aristóteles de los ciudadanos de la Grecia de Pericles, al citar su doble capacidad de gobernar y ser gobernados, tal es el tipo de sociedad que hace de los hombres la medida de todas la cosas, superando la brecha entre clases y castas, famosos y anónimos, desigualdad que condena a una mayoría invisible al oficio de mero “escriba” de los intereses de una minoría oligárquica, despótico y ociosa.
Ya en 1911 el profesor Robert Michels, en su clásico Los partidos políticos, dejó establecido en base al análisis de la estructura y práctica política de la socialdemocracia alemana, que existe una profunda incompatibilidad entre liderazgo y democracia. En lo que el estudioso definió como “ley de hierro de la oligarquía”, advertía que el liderazgo profesional pronosticaba el principio del fin de la democracia, y añadía respecto a esa implosión: “no son las masas las que han devorado a sus líderes sino los jefes los que se han devorado entre sí con la ayuda de las masas”. Una especie de talón de Aquiles que derivaba del tamaño de las organizaciones, de forma que cuanto más grandes se hacen más se burocratizan y, frente a lo que pregona la edulcorada versión oficial, “más desarrollan una dicotomía entre eficiencia y democracia interna”.
La opinión del sociólogo germano contra la pulsión antidemocrática de las formaciones a gran escala es implacable y fulmina el mito de la presunción de inocencia de la representación:”Reducida a su más breve expresión, la ley sociológica fundamental que rige ineluctablemente los partidos políticos (…) puede ser formulada así: la organización es lo que da origen a la dominación de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización, dice oligarquía”. (Les partis politiques, 1914, 300). Y lo denunciado entonces por Michels no ha dejado de agravarse. En la mayoría de los procedimientos democráticos de hoy la elección ciudadana ha desaparecido, sólo hay votación, ya que se selecciona sobre una listas de políticos a los que previamente ha elegido la cúpula del partido. Listas en bastantes casos cerradas y bloqueadas para mayor desprecio del cuerpo electoral. La Constitución Española de 1978, por ejemplo, proclama que la estructura interna y funcionamiento de los paridos políticos “deberán ser” democráticos (artículo 6), pero a la hora de la verdad esa solemne declaración queda en simple propaganda. Así, el artículo 33 del Reglamento del Grupo Socialista en el Congreso de los Diputados, en teoría la cámara de representación de la soberanía popular, dice sobre la disciplina de voto que “el Comité Director podrá sancionar la emisión del voto contrario a la orientación acordada por el grupo cuando éste se haya realizado de forma voluntaria y haya sido manifestada explícitamente, sin perjuicio del mecanismo disciplinario previsto en los Estatutos Federales del PSOE".
Lo que apoya en la práctica la tesis aquí sostenida de que “el representante político” en realidad vampiriza al ciudadano y convierte en ausente lo que está presente. En el caso antes citado, esta suplantación se perpetra a través de un truco semántico, ése “deberán ser” que remite ad calendas graecas el básico principio democrático en que dice basarse el sistema, con el agravante de que la “persona jurídica” que es el partido político puede negar de facto el derecho fundamental de libertad de expresión a la “personas físicas” de su ámbito jurisdiccional. De hecho, el concepto partido político está constitucionalizado en el artículo 6 de la carta magna con mayor rango normativo que el de libertad de expresión, postergado al artículo 20 de la CE. Mal puede ejercitar el ciudadano su derecho a decidir si cuando vota lo que hace es entregárselo en bandeja, no a su representante directo, ya que no existe el mandato imperativo, sino a la cúpula de los partidos cuyas actuaciones están blindadas por la constitución al considerarlos el instrumento fundamental para la participación política. Algo parecido ocurre con la inclusión en el texto constitucional citado de la figura del “referéndum” y la “iniciativa popular”, dos vestigios de democracia directa, el primero porque es testimonial (consultivo) y el segundo porque necesita un despliegue operativo tan complejo y condicionado que su ejercicio se hace casi imposible en la práctica.
Nuestra exploración por las fuentes libertarias podría criticarse por voluntarista, en línea con la denuncia de Leo Strauss sobre cierta exégesis practicada por un determinado pensamiento político moderno, como un intento de buscar una tradición anarquista entre pensadores del pasado, algo así como un presunto anarquismo de los antiguos. Es una postura válida. Sin embargo, aquí, la intención es distinta. En realidad, se trata de mostrar que el anarquismo surge como una continuación del acervo democrático y liberal para trascenderlo, superarlo y constituir el referente de la modernidad anticapitalista y humanista. No podría ser de otra forma, pues se analiza al anarquismo como la recepción de la democracia de los antiguos y no a la democracia de los antiguos como recepción del anarquismo.
De vuelta a Philip Pettit y su teoría de la libertad de máximos, también dicho autor sitúa en la fecunda obra de Thomas Hobbes el punto de fuga en que culmina el ciclo “libertario” y arranca el “liberal”, al asegurar que “la noción hobbesiana de libertad -como no influencia- gozó de poca influencia antes del siglo XVIII y (…) hasta ese momento la noción republicana de libertad como no-dominación imperó en el mundo angloparlante” (Ibídem, 67).
A más abundancia, como recuerda Pitkin, fue Hobbes quien, aparte de acuñar políticamente el término “representación” para la historia del pensamiento, conceptualizó el estado aparato (Leviatán) como avance civilizatorio ante un previo estado de naturaleza que convertía la vida en un episodio corto, embrutecedor y brutal. Dos sinécdoques, “representación” y “estado”, que operan el milagro político de tomar la parte por el todo sin mella de legitimidad ni soberanía. El mismo Hobbes, por otra parte, que ha sido agudamente reprobado por Rawls por separar ética y política (antes el Maquiavelo de El Príncipe lo hizo axioma) y suministrar la cobertura lógica para una nueva racionalidad adventicia que ha hecho del capital la única medida de todas las cosas. Por el contrario, el anarquismo, al integrar ética y política, y no establecer mutación entre medios y fines, es la norma de convivencia que asegura mayores cotas de justicia, libertad y, por tanto, de democracia real.
De la nada nada sale. La nada nada produce. Porque, si se permite la cita coyuntural, como dijo la legendaria “dirigente” anarquista (y ex ministra) Federica Montseny en un memorable mitin en la plaza de toros de Valencia en los años setenta: “ni las mujeres ni los campos se abonan durmiendo”. Hay donde hubo y habrá donde hay. Hubo anarquismo porque no surgió de la nada sino de los afanes de su tiempo. Hay anarquismo porque el pueblo llano supo intuir sin desmayo la esencia de la convivencia solidaria. Y habrá anarquismo porque mediante la acción directa se sembró de experiencias e ideales el recto camino a la democracia. La prueba está en esa generación emergente de pensadores republicanos y anarcoprimitivistas (por ejemplo, el siempre interesante y trasgresor John Zerzan) que beben en sus fuentes con registros diferentes. O si no, como muestra de lo que puede ser esa especie de “síndrome de Estocolmo” en que se ha instalado la democracia de la tolerancia, medítese sobre el siguiente análisis de Pettit: “A medida que el Estado obtiene los poderes necesarios para ser un protector más eficaz, a medida que se le permite disponer de ejércitos, fuerzas de policía o de servicios de inteligencia más y más grandes, se convierte en una amenaza para la libertad como no-dominación, mayor aún que la de cualquier amenaza que ese Estado trate de erradicar” (Ibídem,143-144).
Desde que tiene memoria, el anarquismo ha significado lucha contra el estado, estructura que no ha sido una forma histórica perenne sino el protocolo político con que se ha presentado en sociedad la modernidad. Pero ahora, cuando el estado-nación declina, no por la acción del corrosivo antiautoritario sino para servir mejor a los intereses de la globalización neoliberal y capitalista, el pensar anárquicamente parece perder con él uno de sus principales referentes. Ante esta perspectiva, ¿cuál debe ser la posición del anarquismo? ¿Sobrevivirá intelectual, social y éticamente el anarquismo en esta incipiente “sociedad del riesgo” (Ulrich Beck), que chapotea sin rumbo en una “vida liquida” (Zygmunt Bauman), contemplando el ocaso de la personalidad moral? ¿Qué futuro tiene el anarquismo después del Estado concebido como esfera pública y ante una imparable “corrosión del carácter” (Richard Sennett) que imposibilita la identidad moral?
Responder a estas preguntas, requiere repensar el anarquismo, impulso que puede tener muchos y diferentes formulaciones, dependiendo de ópticas, coyunturas, situaciones y momentos. Pero una forma consiste en “organizar la anarquía”, explorar las fuentes intelectuales de la acción directa y el antiautoritarismo como no-dominación. Porque no nos hemos quedado huérfanos ni es real el fin del estado. Hay, que duda cabe, una tendencia al estado mínimo represivo y coactivo (policial, contributivo y performativo), pero eso no hace sino blindar el lado autoritario del sistema, dejándolo desnudo de atributos asistenciales y sociales. Vuelve el Leviatán donde solía. Aparte de existir un manifiesto desmembramiento del estado a favor de instancias supranacionales sin contraparte democrática.
Consumir las energías en la negatividad de abatir al estado como tal nunca estuvo en la prioridad axiológica del anarquismo. Reducir el anarquismo a un antiestatismo significaría un fiasco y correría la misma suerte que cierto marxismo primario enfeudado a un determinado sistema productivo. Lo propio del movimiento libertario es la pasión por la libertad, la autodeterminación, la acción directa, la asociación voluntaria, el antiautoritarismo, el apoyo mutuo. Y todas estas certezas llevan a la necesidad de recuperar las raíces de la identidad libertaria en las fuentes de la no-dominación. La historia es memoria y pensamiento cuando se nutre de valores y experiencias de libertad. Y olvido y periodismo cuando habita en “una era de sucesos sin consecuencias” (John Zerzan, Futuro Primitivo, 2001, p.112).
Esta recuperación, no obstante, tiene un coste de oportunidad. Exige ir abandonando la propia tradición, autorreferencial, de circuito cerrado ajeno a las influencias externas, una especie de anarquismo probeta, y pasar a un sistema autopietico en el que, primando la referencia anarquista, se consiga una capilaridad asertiva con el entorno, sobre la base de la comunicación y la interacción. La clave es realizar la justicia dentro de la libertad.
Capítulo I. La polisemia ácrata.
Capítulo II. Del gobierno de todos al sin gobierno.
Capítulo III. Sufragio y acción directa
Capítulo IV. La representación como expropiación
Capítulo V. Ecosistema y cadena trófica
Capítulo VI. Hacer superfluos a los seres humanos
Capítulo VII. Represión estatal y temor de Dios
Capítulo VIII. Organizar la anarquía
Capítulo IX. El antipoder como paideia
Capítulo X. Espacio público, coto privado.
Capítulo XI. La propiedad como robo, la posesión como equidad.
0 comentarios:
Publicar un comentario