Por aquella época el gran prócer del anarquismo, el ruso Bakunin, residía en la ciudad de Nápoles, tras numerosos avatares, prisiones terroríficas y penalidades casi sobrehumanas. Aún así, lo mismo que un ungido, no había perdido su fe en el ser humano ni en la clase trabajadora. Era tal la fuerza de su personalidad, el arrojo de su discurso, la bondad que parecía emanar de sus ideales -según ha quedado reflejado en innumerables testimonios- que nunca le faltaron acólitos. Era también esa la época en la que la disputa de la Primera Internacional entre la facción marxista -o autoritaria, según el vocablo de los anarquistas- y la bakunista alcanzaba sus niveles más dramáticos. Y dramática era también la propia existencia no sólo de Bakunin, sino de sus seguidores. Para hacernos una idea: Bakunin no viajó a España personalmente porque no le alcanzaba el dinero para el tren.
Al que tampoco le alcanzaba era a su segundo en Italia, el napolitano Giuseppe Fanelli, que fue quien finalmente vino al país. Lo hizo gracias a que, por su condición de diputado -de la que por lo demás no hacía uso-, gozaba del derecho a utilizar los ferrocarriles italianos sin coste alguno para su bolsillo. Parece que esto da la medida exacta de aquellos, diríamos, iluminados. Con frecuencia se ha calificado a los primeros anarquistas de místicos, mártires, proselitistas de una nueva religión. De hecho, pronto se les empezó a denominar “los apóstoles de la Idea”. No la estimamos una metáfora desacertada.
Lo lógico hubiera sido que Fanelli fundara el Núcleo de la Internacional en Barcelona, donde el movimiento obrero era realmente importante desde los años treinta, y no en Madrid, un pueblo grande sin el poder industrial de Cataluña ni mucho menos su entramado de asociaciones obreras. Si fue en Madrid donde inició su labor se debe, entre otras teorías, a que era el revolucionario fourierista Fernando Garrido el único contacto de Bakunin en la Península. De aquella primera toma de contacto con los pioneros del anarquismo español nos ha dejado un relato barojiano el tipógrafo Anselmo Lorenzo, que se convertiría en uno de los más destacados anarquistas de España y hoy todo un clásico. Es sus memorias El proletariado militante, que son en realidad la historia de la introducción de “la Idea” en España y Portugal, se lee lo siguiente:
“ ... Me hallaba un domingo por la noche en compañía de mi amigo Manuel Cano en el café de La Luna, y se nos presentó Morago diciéndonos:
Vengo a buscaros.
¿Qué ocurre? -le preguntamos.
Deseo haceros partícipes de una gran satisfacción, a la vez que cuento con vosotros para llevar a cabo un gran pensamiento.
Te agradecemos el deseo y puedes contar con nosotros para lo que sea bueno, en tanto que nuestras facultades nos lo permitan.
¿Tenéis noticia de la existencia de La Internacional? -preguntó.
Cano dijo que no; yo sí había leído algo y tenía vaga noticia de esa asociación.
Pues se trata -continuó Morago- de organizar a los trabajadores del mundo civilizado para destruir la explotación capitalista en que se halla sometido el trabajo”.
El profeta y los apóstoles
A este Morago se le podría considerar el primer anarquista español, y desde luego uno de los más firmes bakunistas. Su vida, como su muerte por cólera en una cárcel granadina cuando aún era joven, es una novela de por sí: religioso, hijo de carlista, brillantísimo, pero con desórdenes anímicos que le hacían pasar días enteros en la cama. Ni siquiera asistió a la reunión fundacional de Núcleo de la Internacional en España, pese a que fue él quien, como hemos visto en el pasaje citado, invitó a Anselmo Lorenzo a dicha reunión. Por cierto que Gerald Brenan, en su clásico El laberinto español, da por sentado que Morago acudió y que era el único allí que hablaba francés. No es cierto. Y es que la vida del propio Anselmo Lorenzo es también otra novela.
Anselmo Lorenzo, originario de una familia pobre de Toledo, era de carácter solitario, estudioso, tenaz. Durante varios años frecuentó la escuela nocturna del Fomento de las Artes. Allí, además de aritmética, dibujo o gramática, aprendió algo de francés, que le serviría para charlar con la hija menor de Marx cuando éste le alojó en Londres algunos años después. De aquel famoso congreso de Londres, no obstante la admiración que le causó la inmensa sabiduría de Marx -con el que departió profusamente sobre el Siglo de oro español- saldría asqueado, y a Bakunin tampoco lo tenía en mucha estima, pese a que sólo lo conocía por carta. Según él los personalismos destruían la Internacional, entre otras cosas porque iban en contra de la máxima “La emancipación de los trabajadores deber realizarse por los propios trabajadores”. Lorenzo admiraba a Piotr Kropotkin, un santo laico del anarquismo. Y ahí entroncamos con la idea expresada anteriormente: estamos hablando de la llegada de Fanelli para evangelizar lo que hasta entonces era una tierra incógnita. Veamos el retrato que Lorenzo hace de este mesías:
“Era éste un hombre como de cuarenta años, alto, de rostro grave y amable, barba negra y poblada, ojos negros y expresivos, según los sentimientos que le dominaban. Su voz tenía un timbre metálico y era susceptible de todas las inflexiones apropiadas a lo que expresaba, pasando rápidamente del acento de la cólera y de la amenaza contra explotadores y tiranos, para adoptar el del sufrimiento, lástima y consuelo, según hablaba de las penas del explotado, del que sin sufrirlas directamente las comprende o del que por un sentimiento altruista se complace en presentar un ideal ultrarrevolucionario de paz y fraternidad. (...) Lo raro del caso es que no sabía español”.
Fanelli, tras abandonar su profesión de arquitecto e ingeniero, había luchado con Garibaldi y Mazzini por la libertad de su país, pero también en el alzamiento polaco contra las tropas moscovitas de 1862-1863. Estaba, pues, entregado a la revolución en cuerpo y, desde 1866, cuando conoció a Bakunin, también en alma. Vivía de una pensión concedida por su deterioro de salud -moriría antes de los cincuenta- sufrido en una cárcel borbónica y, gracias al uso gratuito de trenes antes mencionado, profetizaba por los pueblos durante el día para volver a los trenes a dormir por la noche. No hablaba nada de español, nadie en aquella mítica reunión sabía italiano, y sin embargo la conversión, como en un pasaje bíblico, fue inmediata. Hay una foto famosa de aquel encuentro que tiempo después publicaría Federica Montseny. Aquellos fueron los primeros anarquistas de España, porque Fanelli les dejó, además de los estatutos de la Internacional, los de la Alianza de la Democracia Socialista, que era la organización de Bakunin y que, sin que Fanelli tuviera conocimiento de ello, acababa de ser repudiada por la Internacional. Por lo tanto, ese núcleo español de la Internacional que estaba creando iba, paradójicamente, en contra de la propia Internacional: era una facción herética, por seguir con el símil religioso. Y no obstante, aquellos conversos laboraron en condiciones heroicas por el bien de la organización, y lo hicieron como una cuestión de fe porque durante largos meses no recibieron correo alguno.
Sabían que la Internacional existía, que en países como Suiza, Bélgica, Alemania e Inglaterra era un organismo activo, pero no tenían ninguna prueba de ello. Actuaron sin referencias, sin contactos, sin noticias, sin comunicados ni instrucciones. Y todo lo hacían en nombre de la Asociación Internacional de Trabajadores, que por cierto aún hoy día existe y a ella pertenece la actual CNT, heredera directa de aquellos pioneros. Se conducían, y no creemos exagerar, guiados por una fuerza mística: la de la fe en la justicia y la libertad. Y era una fe tan pura, que hoy día resulta ingenua. Así, nos encontramos con discursos a lo speech corner londinense en la Plaza del Jardín Botánico, o conferencias a los guardias, republicanos acérrimos, que la Revolución había instalado en la Plaza Mayor. El propio Lorenzo reconoce que eran:
“Semejantes a niños que creen que desde la colina que termina el horizonte se toca el cielo con la mano y que el gran ideal de la humanidad era como un caprichoso deseo que puede realizarse tirando un poco más fuerte de la voluntad, nada contenía nuestra actividad ardillesca, que nos impulsaba a dar gratis et amore aquel absoluto que atesorábamos en nuestra inexperta mollera”.
El milagro
Ningún credo político anterior -y cabría decir posterior- había suscitado un fervor tal en sus seguidores. Y estamos hablando de una época de efervescencia política y experimentos sociales. El anarquismo no ve en el sistema político la solución a los males sociales, sino precisamente el origen de ellos. Y es fácil de entender que penetrara en las capas más humildes de la sociedad. Estamos hablando también de una época en la que republicanos, exaltados, moderados, o como quiera que se fueran denominando los diferentes partidos que las más de las veces tomaban el poder a golpe de pucherazo para ser relevados por otros no muy distintos, mantenían las cosas en ese mismo estado inamovible que tanto sorprendía a los viajeros extranjeros.
El anarquismo era la palabra divina porque atañía directamente a los desheredados, gente sin instrucción, muchos analfabetos, míseros, explotados o directamente esclavos, como era el espeluznante caso del campo andaluz. El anarquismo, a todos ellos, les hablaba de redención. Y les hablaba cara a cara. Cuando en 1936 estalló la Guerra civil, la CNT era el sindicato mayoritario de España, con un número de afiliados que rondaba el millón o millón y medio, y eso se había conseguido en buena media a lomos de burros, en trenes de tercera o en sacrificadas caminatas por pueblos y pedanías, casi como en tiempos de Jesucristo.
Las privaciones para esta labor proselitista eran inmensas, porque un simple viaje de un delegado para un congreso suponía dejar de percibir el jornal durante unos días y recurrir a la solidaridad de los compañeros, que en Madrid eran grabadores, tipógrafos, abaniqueros y oficios así. Para el primer congreso de los anarquistas españoles, celebrado en Barcelona, tuvieron que ser los propios catalanes los que costearan el desplazamiento de los delegados madrileños. Por cierto, que el mismo Lorenzo viajó por Andalucía y, como no podía ser de otro modo, visitó la delagación malagueña, a la que califica de "admirable grupo". De aquellos jóvenes varones, le causó especial impresión un tal Pino, al que describe como "puritano y fuerte como pocos, valiendo mucho como hombre de acción y como prudente y de consejo". Añade también que:
"Era alto, derecho, ostentaba alta y ancha frente, ojos de fuego y una hermosa barba negra. La majested de los principios hacíase patente en la severidad y en la lógica de su conducta, y en su autorizada y sugestiva palabra brillaba la verdad y la justicia de las aspiraciones proletarias. Fué al apóstol de la provincia de Málaga en cuya comarca quedarán indestructibles los efectos de su propaganda".
Hoy sabemos que no se equivocaba, y que tal vez de aquella primera semilla germinó el árbol que años más tarde se conocería como Málaga la roja.
Si, como hemos visto, dentro de España establecer contactos comportaba una buena porción de penalidades, no es difícil imaginar las que sufrieron para hacerlo en Lisboa. El relato que de ello hace Anselmo Lorenzo supone uno de los episodios más emotivos de sus memorias. Fascinado por la hipnótica belleza de la ciudad, se diría que allí Lorenzo más que nunca creyó en el ideal de la fraternidad. La reunión, para estar a salvo de la policía, se celebró en una barcaza en medio del estuario del Tajo, en plena noche:
“La soledad del sitio, la oscuridad sólo atenuada por el brillo fosforescente del agua removida por los remos con perezosa lentitud, y aquel majestuoso silencio que parecía como una pausa impuesta al incesante movimiento de la naturaleza, predisponía de hermosa manera a aquella comunión del pensamiento y la voluntad. (...) nos entendíamos todos perfectamente sin darnos cuenta siquiera de que hablábamos idiomas distintos”.
La conclusión no puede ser otra: “Pocas veces he sentido el entusiasmo de la inspiración y la alegría de pensar, sentir y querer al unísono con otros hombres como en aquella noche feliz”.
Sin duda alguna aquel “querer al unísono con otros hombres” supuso la culminación en el ideal de fraternidad, de ayuda mutua, que diría Kropotkin. Después llegaron las disensiones, las expulsiones momentáneas, las nuevas generaciones que fundarían la CNT y a las que no siempre entendió el anciano Anselmo Lorenzo. Llegaron los personalismos que tanto detestaba, pero llegaron también las masas anónimas de desposeídos que, lo mismo que él, se ilustraron en noches insomnes para hacer frente a los prohombres de la época.
No es la intención de esta breve ponencia relatar la evolución del anarquismo en España o siquiera hacer un bosquejo de su ideología. Si acaso, la única pretensión es brindar un pequeño homenaje a hombres y mujeres que protagonizaron un milagro, porque milagro es que un grupo de parias en busca de la justicia y la libertad suscite interés tal como para que en este inicio del siglo XXI alguien escuche estas palabras. Las escuche y todavía se asombre. Y quién sabe si tal vez no se reconozca heredero o heredera de aquellos que hoy día, estoy seguro, habrían ocupado un lugar llamado La Casa Invisible.
Por Santiago Fernández Patón Secretario de Acción Social de CGT Málaga
www.memorialibertaria.org
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