Ken Loach llegaba el pasado 8 de febrero a Madrid en el momento más oportuno posible. Dos días antes, con las encuestas en contra y lanzado a la búsqueda del voto xenófobo, Mariano Rajoy presentaba su peculiar “contrato de integración”. La idea: un documento entre el Estado y el inmigrante donde este último se compromete a cumplir las leyes (algo que ya recoge el Código Penal) y respetar las costumbres españolas (lo que más bien se traduce por abandonar las de origen). Y un día antes el secretario de Economía del PP, Miguel Arias Cañete, daba otro paso aún menos disimulado. En un arranque verbal, partiendo del ejemplo de que ya no le ponen el café como desea, el político conservador lamentaba que “ya no hay camareros como los de antes”, que “la mano de obra inmigrante no es cualificada”, y que, encima, los inmigrantes colapsan la Seguridad Social.
Precisamente, justo el mismo día que los periódicos dedican sus portadas a este empozoñado populismo racista, presenta Ken Loach su última película y demuestra que la lucidez sigue siendo una forma de resistencia. Su último trabajo En un mundo libre... pone en primer plano una realidad molesta y a la que no se desea mirar; la de los trabajadores extranjeros que están al final de la cola, a veces sin papeles y siempre sin contrato fijo, condenados a ser la mano de obra barata con la que comercian las agencias de empleo temporal, con jornadas interminables y una permanente indefensión legal. Un mundo donde la posibilidad de ser detenido, deportado o sufrir un accidente de trabajo suele importar algo más que si alguien pide un cortado o café largo de leche. Con este tema de fondo, Loach viaja en esta ocasión hasta los engranajes humanos sobre los que se levanta el llamado ‘milagro anglosajón’, es decir, barrios que, como dice un personaje de la película, son “el tercer mundo en Londres”. Lugares de miseria en el corazón de occidente, donde se concentran campamentos de inmigrantes polacos, ucranianos, iraníes o pakistaníes, y por los que Loach, uno de los mayores representantes del realismo social europeo, pone la cámara en las vísceras más podridas del sistema económico con la sangre fría de un forense. Lo hace no a través de la condescendencia con los explotados, sino desde la piel de quien pasa casi sin darse cuenta del papel de víctima al de verdugo: una joven madre soltera que, tras un sufrido currículum de trabajos breves y mal pagados, decide poner en marcha su propia ETT. Con este punto de partida el director despliega todas las señas que han hecho característico su cine: actores no profesionales, la calle como escenario, situaciones cotidianas, personajes complejos y ambiguos y una creciente tensión narrativa. Todo ello, junto a un guión que obtuvo el premio al mejor guión en la Mostra de cine de Venecia, acaba por crear una historia que, a menos que se tenga extirpado el nervio político, sigue dando vueltas en la cabeza del espectador tras salir del patio de butacas. Hablamos sobre ello con su director, y también con Paul Laverty, guionista de sus últimas películas.
“Si hemos aprendido algo es que la situación es mucho peor de lo que pensábamos”, afirma Ken Loach. “Hemos descubierto que existe un mundo escondido, que vive paralelo al nuestro, invisible, y que sin embargo hace posible que vayamos al supermercado y compremos comida barata”. Por eso se mostró tajante durante la rueda de prensa cuando le preguntaron su opinión sobre el “conculturas trato” de Rajoy. “Es otra forma de intentar disciplinar a una gente ya de por sí vulnerable, de someterla todavía más. Más que una cuestión de integración, me parece algo relacionado con la humillación”, opina Loach, quien recuerda que “cuando los británicos fueron a India o los españoles a América, no hablaban de integración, sino de riquezas y oro”. De la misma opinión es Paul Laverty. El guionista, que vive en Madrid, se pregunta si ahora deberá apuntarse a cursos de flamenco. Pero, tras la ironía, se muestra preocupado. “Es toda una hipocresía. Quieres que trabajen para ti, que cuiden de tus padres, de tus hijos o que trabajen como mano de obra barata, pero no quieres que traten a esas personas en la sanidad si tienen un cáncer de mama o algún problema”. Según Loach, esta visión negativa se fomenta además con la imagen deformada que dan los medios. “La prensa no hace más que mentir y contar mentiras. Una y otra vez vemos cómo los titulares señalan a los inmigrantes como delincuentes, como criminales, cómo se llevan las plazas de nuestros hijos en las escuelas, cómo reciben ayudas y se las quitan a los autóctonos. Me parece que es toda una campaña de la derecha, una campaña que contribuye a incentivar el fascismo”. Algo que, a su juicio, es más indignante si se tiene en cuenta “que estos trabajadores vienen aquí porque los necesitamos, porque representan mano de obra barata y lo que quieren los empresarios es disciplinarlos. Es decir, que vengan aquí y que trabajen por lo menos posible, y aceptas esto o te vas”.
“Después de innumerables conversaciones con muchos trabajadores, he tenido una sensación casi onírica”, ha escrito a propósito de este asunto Paul Laverty, “es como si 150 años de luchas sindicales se hubieran esfumado de repente, barridos por el viento, como si no hubieran existido nunca”. Es algo que en la película queda reflejado. Para Loach, “el trabajo es como un grifo. Hoy abro el grifo porque necesito diez trabajadores aquí, y mañana lo cierro si no necesito ninguno. Esto quita obligaciones al empresario, a los patronos, que no tienen ya necesidad de dar protección a su trabajador, de darle seguridad social, de darle una ayuda cuando esté enfermo...”. En este sentido, lamenta el vacío político que existe sobre la inmigración. “El problema que tiene ahora Europa es que no hay ningún movimiento político que se preocupe por los intereses de estos trabajadores inmigrantes, por sus derechos”. “Y hay que crear este movimiento”, concluye.
Laverty, guionista habitual de Loach, llevó a cabo la mayor parte de la investigación sobre la precariedad laboral para reflejarla fielmente en la película desde todos los ángulos. Según afirma, “la idea surgió después de hacer El viento que agita la cebada y quería hacer algo más actual, más contemporáneo”. “Me fui del norte de Escocia al sur de Inglaterra, a Gales, y hablé con personas que trabajaban en zonas agrícolas, centrales de procesado, depósitos y vivían en los suburbios, en zonas que quedan por debajo de las autovías. Lo que más me sorprendió fueron los contratos temporales, muestra de lo rápido que está cambiando el mundo”. El enfoque cambió al pensar en la protagonista, Angie, quien no se ajusta al esquema de cartón- piedra de un malvado explotador. “Es una persona que está en los treinta y tantos, que ha tenido 30 o 40 trabajos” y que, al tiempo que se solidariza con algunos inmigrantes, se beneficia con su explotación laboral. “No queríamos entrar en el tema de mafias, sino más bien en la anomia social”, dice Laverty. “Es contradictorio, pero tiene su lógica, una lógica un poco terrible. Y se lo dice a su padre: acuérdate la próxima vez que vayas al supermercado, todos nos beneficiamos de la mano de obra barata”.
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