Dice Heidegger que la verdad del sistema surge en su excesos. Pues bien, la sentencia dictada por la sala tercera de la Audiencia Nacional en el procedimiento 18/98 es, dicho finamente, un exceso revelador de la verdadera sustancia del Estado de derecho español. Un estado de derecho que, como todos los que en el mundo han sido, guarda su apariencia jurídica para la protección de la propiedad privada, pero convive muy mal con la disidencia política y con todo aquel que discuta, siquiera pacíficamente, las bases de su legitimidad.
En estos casos, no existen garantías procesales, no existe el principio de legalidad penal ni la presunción de inocencia, simplemente tampoco sirve la verdad de los hechos. Y no sirve porque cuando se discute su esencia lo que ese Estado enfrenta no es un ciudadano, sino un enemigo. Es esa dialéctica amigo/enemigo la que habita en el corazón helado del sistema. Hemos tenido ocasión de comprobarlo. Una dialéctica amigo/enemigo que pregunta «qué piensas», y no «qué has hecho». Una dialéctica que te invita a elegir abogado según un criterio ideológico, y no técnico o profesional, y, como hemos visto, te condena o absuelve por ello. Una dialéctica, en fin, que permite condenar sin pruebas, y aun contra las pruebas.
Esa persecución ilegítima, presente en todos los sumarios políticos que se siguen del 18/98 se muestra paradigmáticamente en la pieza Joxemi Zumalabe. Se condena la promoción de la desobediencia civil, ni siquiera su práctica, por mor de una coincidencia de fines con los de ETA. ¿No delinquían los medios y nunca los fines? Resulta irrelevante para el tribunal que estemos hablando de desobediencia estrictamente civil, o que las personas condenadas tengamos una trayectoria política ajena absolutamente a la praxis violenta de ETA. Si para ello, negando incluso a los peritos policiales, hay que poner en boca de los condenados palabras que nunca han dicho, si hay que transformar una ponencia pública -Piztu- en instrucción clandestina, si hay que convertir la mera coincidencia -ETA tiene en sus manos un libro publicado por la Fundación de venta en todas las librerías- en prueba del delito, o la amistad entre los procesados en indicio irrefutable de confabulación criminal... No importa, todo vale: son enemigos.
Esta dialéctica amigo/enemigo toma contenidos diversos -guerra total, guerra sucia, persecución judicial o simple postergación- según la coyuntura, según lo que el contexto internacional, o interno -las tragaderas sociales de cada momento histórico-, definen como límite infranqueable. La razón de estado no tiene límites internos. Auschwitz es otro mundo, pero está en éste. Cierto es que hoy el sistema político español no puede exterminar físicamente al nacionalismo vasco, pero puede perseguirle judicialmente sin legalidad formal que autolímite la persecución, porque Europa, por ahora, mira y calla, porque en España, los que perdieron la guerra siguen perdiéndola cada día, mal que pese a sus nietos, y porque los vascos, o protestan estérilmente, o se rasgan las vestiduras o, simplemente, pasan del asunto. Esto último, cada vez en mayor medida.
Obviamente, el hastío de la sociedad vasca, la relativa comprensión de la persecución judicial, incluso, no son fenómenos ajenos a la persistencia de un discurso de resistencia que pretende convencernos, con escaso éxito, de que 1970 -Burgos- es igual que 2008. Los últimos cuarenta años no han pasado en balde. Para nadie.
En este contexto, el castigo injusto del 18/98 es perfectamente posible. Posible y conveniente para el sistema. Así se consigue aplacar a la fiera con una víctima propiciatoria -el redundante «vasco terrorista»-, sobre la que la opinión pública española proyecta todo el mal, toda la perversidad imaginable: es «el otro» íntimo que permite a España (re)conocerse. Un síntoma de esa relación de amor/odio: En la Casa de Campo, el día de la lectura de sentencia del 18/98, la AVT gritaba «gora España askatuta». Así, entregando el chivo expiatorio vasco, atendiendo a las peticiones de las asociaciones de victimas, no sólo se desactiva el frente antiterrorista del PP, flanco siempre débil para una acomplejada izquierda española, sino que, desde una perspectiva más profunda, se sostiene el propio proyecto nacional español.
Pero la persecución judicial de la disidencia vasca no es un mero movimiento táctico o electoral, no es tan sólo un mecanismo sicoanalítico, responde a una estrategia política global que sólo puede entenderse en el contexto de un proceso profundo de reforma sistémica. Desde los primeros noventa del pasado siglo el sistema político español se enfrenta irremisiblemente a un proceso de redefinición territorial con final incierto. En Catalunya el PSOE es el primer partido, ERC está uncida al gobierno, y CIU siempre está dispuesta a optar por el seny, pero en el caso vasco el escenario es más complicado. La mayoría socio-política del país ha asumido unos planteamientos soberanistas no concretados todavía pero que claramente colocan al sistema político español ante sus propios limites. Por eso, la utilización de la justicia como instrumento de acción política busca en nuestro caso un objetivo obligado: debilitar las posiciones que proponen un cambio político en clave soberanista.
Para ello, es preciso, por un lado, aniquilar al independentismo político, encarcelando a sus élites, ahogando sus modos de expresión, y despojando a su base social de derechos civiles y políticos. Así, apretando lo que el sistema considera «el cuerpo», la cabeza es conducida a una opción cerrada que en el caso de no variar motu proprio el paradigma político-militar, será inevitable: o la próxima vez, más pronto que tarde, se negocia a la baja, o se inicia un proceso de grapización creciente que cierre para siempre la posibilidad histórica de que la izquierda abertzale se convierta en referente de una articulación hegemónica soberanista. Y es que en estas circunstancias, y sin variar el mencionado paradigma, es difícil imaginar una situación de acumulación de fuerzas mediante la cual se pueda arrancar al Estado lo que no se logró arrancar en Loyola.
Y por otro lado, es necesario atemorizar a los sectores soberanistas civiles más amplios, desde un lehendakari procesado por hacer su trabajo, pasando por la persecución penal de personas referenciales en la sociedad vasca -la reaparición de la fiscalía en el caso «Egunkaria» es sintomática-, al castigo penal como terroristas de los que pudieran defender siquiera teóricamente la desobediencia civil soberanista... La persecución judicial busca disuadir, cerrar el paso a cualquier tentativa de desborde constitucional -vía derecho de decisión, por ejemplo-, por muy ajena o incluso contraria que sea a la estrategia violenta. En este sentido, la sentencia del 18/98 es un aviso a navegantes. Es ese «abandona toda esperanza» que la realidad estatal quiere imponer a la ilusión nacional.
Naomi Klein en su último y muy recomendable libro -«La doctrina del shock»- desvela el proceso por el cual el sistema capitalista refuerza sus posiciones a escala global. Aprovechando las crisis o creándolas, refuerza o provoca el estado de shock de la población con medidas represivas arbitrarias y desproporcionadas -incluida la tortura- de forma que la ciudadanía, completamente aturdida, acepte sin resistencia el desmantelamiento de su modo de vida.
En nuestro caso, la crisis post-Lizarra, la frustración histórica que el soberanismo ha vivido en dos momentos sucesivos -1999 y 2007- está siendo aprovechada para aplicar esa doctrina del shock: Constitución o cárcel, esa es la dicotomía forzosa a la que se quiere conducir a la sociedad vasca. La persecución judicial ha hecho desaparecer ese espacio intermedio fundamental en cualquier proceso de democratización: la acción política no violenta y no conforme a la ley. Y, como decíamos antes, la estrategia del shock no sólo ataca a la izquierda abertzale, está diseñada contra el soberanismo vasco en su conjunto.
No en vano, es una doctrina que busca debilitar, atemorizar... y, sobre todo, dividir. La ofensiva judicial está principalmente dirigida a impedir la articulación de las fuerzas soberanistas vascas en un proceso de cambio en el que cualquier estrategia conjunta, por muy de mínimos que fuera, pondría automáticamente en crisis al sistema político español. Busca dividir, para vencer.
Por eso, en este momento, es especialmente importante no insistir en discursos y prácticas políticas centrífugas que sólo conducen a la desarticulación de las fuerzas que propugnan un cambio democrático en Euskal Herria. Como nos recuerda Klein, la estrategia del shock busca la desorientación, la ansiedad aguda y la regresión. Tanto a escala individual como colectiva. Es el estado de cosas que el sistema necesita para reforzar su posición. Una parte importante de la sociedad vasca, la que desea un cambio democrático está a punto de caer en ese estado. Todavía está en su mano evitarlo.
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