Henry Luce, propietario de un imperio editorial (semanarios Time, Life, Fortune), en un rapto de lirismo instaba a todos los estadounidenses “cada uno en la medida de su capacidad y con el más amplio horizonte de miras, a crear el primer gran Siglo Americano (Life, feb. 1941; cf. también el artículo de Philip S. Golub en Le Monde Diplomatique, oct. 2007).
Y sucedió. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los sueños de Luce se hicieron realidad. Estados Unidos poseía más del 50% de la capacidad industrial mundial. Las potencias europeas y asiáticas estaban en ruinas. Pero los políticos y los medios de comunicación evitaban la palabra imperio a la hora de describir a la nación que utilizaba su moneda nacional como fundamento monetario mundial, que establecía ambiciosas alianzas militares (OTAN, CENTO y SEATO) y que, a principios de los años 50, había creado ya bases militares en docenas de otros países y había comenzado a acumular armas nucleares.
Los líderes estadounidenses utilizaban la amenaza soviética –los malvados comunistas dispuestos a tragarse todos los demás países— para justificar este crecimiento de su fuerza militar. A medida que frenaban las ansias soviéticas de expansión, las corporaciones y los bancos estadounidenses se establecían rápidamente en gran parte del mundo no soviético. (Los medios de comunicación no hicieron público el hecho de que el ancho de vía soviético no coincidía con el de sus satélites de Europa oriental, lo que hacía prácticamente imposible transportar los suministros necesarios para una potencial invasión.)
Washington se inventó el Plan Marshall y otros programas populares para contribuir a revivir un capitalismo próspero, en cooperación, como socio menor, con Europa Occidental. Este comportamiento atemorizó al primer ministro soviético, Josef Stalin, quien, en la inmediata postguerra, negó su apoyo a sus camaradas de Grecia e Irán, supuestamente en respuesta a las amenazas del presidente estadounidense, Harry Truman.
La Guerra Fría oponía a un Occidente bueno contra un Oriente malo. El comportamiento de Stalin contribuyó a fijar este estereotipo, pero los soviéticos nunca consiguieron crear una economía que pudiera rivalizar con la estadounidense. Efectivamente, no disponían de corporaciones o bancos para saquear a Europa Oriental, y sin estos instrumentos, los soviéticos tenían pocos medios de transferir la riqueza de sus supuestas colonias.
No importaba. Nunca se permitió que los datos interfirieran en los axiomas políticos desarrollados por los partidarios de la Guerra Fría. Estados Unidos se convirtió en el protector del mundo libre. Más tarde, a la altura de 1990, la Unión Soviética implosionó. Sin embargo, las instituciones creadas para proteger a Occidente de la amenaza del mal no sólo se mantuvieron sino que crecieron. Por ejemplo, la OTAN. Efectivamente, Washington llegó incluso a patrocinar un Consejo OTAN-Rusia, en 2002. Mientras, el número de bases estadounidenses en el extranjero crecía hasta una cifra cercana a 800.
En el interior de Estados Unidos, la retórica de los políticos negaba la existencia de un imperio como contexto vital del país, incluso cuando los gastos militares consumían bocados gigantescos de los presupuestos (en torno a los 700.000 millones de dólares) en una época en que ninguna nación amenazaba, siquiera remotamente, la seguridad militar de Estados Unidos.
Los principales aspirantes a la Presidencia y los líderes del Congreso siguen ignorando este asunto, no sea caso que la opinión pública llegue a contemplar sin disfraz la realidad del imperio. Todos ellos permiten que los matones en el poder –Bush, Cheney y los neocon— continúen sangrando el Tesoro con una guerra y una ocupación fruto del capricho.
En las elecciones de 2008, en las que se decidirá quién va a dirigir el imperio, tanto republicanos como demócratas prefieren omitir la persistente toxicidad de la derrota de EE UU en Vietnam. El patriotismo sigue produciendo eslóganes del tipo Apoye a nuestros soldados, y rechazando el síndrome de Vietnam: no combatas a nadie que pueda devolverte el golpe. Los republicanos insisten en recuperar la reputación de EE UU como un país ganador. (De hecho, la última vez que EE UU ganó una guerra –contra un enemigo capaz de devolver el golpe— fue en 1945.)
La invasión y subsiguiente ocupación de Iraq han resultado ser más que impopular entre la opinión pública. Los principales burócratas de la seguridad nacional han comenzado a mostrar su profunda inquietud ante el problema. En 2006, un grupo de generales retirados, altos cargos de los servicios secretos, la diplomacia y la seguridad, dirigido por el general William Odom y el coronel Larry Wilkerson, lanzó también un ataque público a la política de Bush. El coronel Wilkerson, ex jefe de gabinete de Colin Powell, y el general Odom, ex director de la National Security Agency (NSA) con el presidente Reagan, calificaron la invasión de Iraq como “el mayor desastre estratégico de la historia de Estados Unidos.” (Declaraciones a Associated Press, 5.10.2005)
Wilkerson lo calificó de "disparate de proporciones históricas." (Washington Post,19.1.2006) y el ex jefe del National Security Council bajo James Carter, Zbigniew Brzezinski, describió Iraq como una “calamidad histórica, estratégica y moral." (Comité de Relaciones Exteriores del Senado, 1.2.2007)
Estos ataques desde el propio establishment hacen hincapié en la mala gestión, la arrogancia y la incompetencia de Bush, así como en su abandono del sistema tradicional de alianzas, en la pérdida de hegemonía estadounidense en Oriente Próximo y el Golfo Pérsico. Los críticos de las políticas de Bush temen que Iraq haya debilitado seriamente el poder militar estadounidense, es decir la entidad que garantiza la hegemonía del imperio. Brzezinski afirmó ante el Congreso que las guerras de Iraq y Afganistán habían socavado “la legitimidad global de Estados Unidos.”
Después de que Estados Unidos saliera de Vietnam con el proverbial rabo entre las piernas, hubo revoluciones vencedoras en Nicaragua y Grenada, dos de los tradicionales patios traseros. Del mismo modo, las tribulaciones del ejército de EE UU han ido acompañadas de avances de la izquierda en América. Los votantes de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina e incluso Guatemala y Paraguay han puesto de manifiesto no sólo su disgusto por las políticas económicas estadounidenses, sino que han mostrado también su falta de respeto por el poder estadounidense.
En 1959, sólo Cuba se atrevía a desobedecer; otras naciones conocían el precio de una rebelión de este tipo: la invasión o la desestabilización a manos de la CIA. Al igual que con Cuba, la amenaza de Bush con su etiqueta de Eje del Mal, en 2002, no obtuvo resultados positivos ni con Corea del Norte ni con Irán. Bush tuvo que negociar con un régimen que había declarado marginal. Además, China, que dispone ahora del poder que proporciona el hecho de ser el principal acreedor de EE UU, ha emergido también como un protagonista asiático de primer orden.
Hace sesenta años, Washington planeó instalar un primitivo sistema de defensa en Europa Occidental. Ahora, Bush quiere extender este sistema a Polonia y a otros países recién liberados. Pero algunos de los antiguos aliados son ahora excepciones. Así, regímenes serviles como Arabia Saudí se permiten poner objeciones a determinadas políticas estadounidenses y en las Naciones Unidas y otras instituciones financieras de ámbito mundial –antes un coto cerrado estadounidense— Washington ya no puede imponer sus condiciones con tanta facilidad.
El mundo ha podido contemplar como George W. Bush conducía Estados Unidos desde un brillante sueño a una incipiente pesadilla. Bajo su gobierno, el valor del dólar se ha hundido. Sus cancerberos del Homeland Security han maltratado a potenciales turistas que sólo esperaban aprovecharse del dólar barato para comprar en las rebajas: una joven islandesa que intentaba entrar en Estados Unidos –antes simbolizado en la Estatua de la Libertad— fue detenida más de 24 horas, tratada con toda rudeza y deportada sin derecho a réplica. En Homeland Security aseguraron que esta persona había sobrepasado en tres días el plazo de su visado… más de diez años antes.
Este tipo de situaciones se mezcla con informes e imágenes del comportamiento estadounidense en Iraq –las fotos de Abu Ghraib circularon ampliamente— y en todo el mundo. La élite del poder, Bush y sus socios neocon han hecho del mundo un lugar profundamente inquietante.
Durante sesenta años los líderes estadounidenses han dado por sentado que habían reemplazo a sus primos británicos como élite mundial, y que como máximos mandamases de la nueva potencia dominante tenían un mandato divino o histórico de mantener la estabilidad y establecer las normas económicas.
Mi viejo profesor William Appleman Williams nos instruía sobre cómo los líderes estadounidenses sufrían “visiones de omnipotencia”. Dado que tenían un poder económico y militar aplastante, creían que su dominación sería eterna. Pero no consiguieron dominar Corea en 1953, ni Vietnam en 1975. Y en 2008, un goteo diario vacía el Tesoro federal a medida que las fuerzas militares estadounidenses en Afganistán e Iraq fracasan –a un alto precio— en su intento de superar condiciones adversas que ningún militar podría esperar conseguir.
El hundimiento soviético, en 1990, llevó al poder a los neocon, quienes exigieron que Washington se convirtiese en la nueva Roma. Contaban con que, comenzando por la conquista de Iraq, extenderían el nuevo orden estadounidense por todo Oriente Próximo. No ha funcionado, y hoy día la democracia no es algo que EE UU desee aportar.
Los aspirantes a la presidencia en ambos partidos ignoran este hecho. Ninguno de ellos aborda la cuestión de qué papel debería desempeñar un debilitado Estados Unidos en el mundo emergente del siglo XXI, cuando la economía estadounidense ya no constituye el pilar de la estabilidad económica, y cuando unas fuerzas militares tecnológicamente omnipotentes no han conseguido vencer a enemigos peor equipados. A medida que el calentamiento global se intensifica y las reglas establecidas por las Naciones Unidas –creadas por Estados Unidos para que otros países las siguieran— han perdido prestigio, ¿qué debería hacer Washington?
Los republicanos –con la excepción del libertario Ron Paul— quieren más fuerzas armadas. Se han convertido en un mal chiste. Pero, ¿qué sucede con Hillary Clinton, Barack Obama o John Edwards? ¿Es prematuro preguntárselo después de sólo 60 años de siglo americano? O bien, a falta de imaginación y valor por parte de Estados Unidos, ¿tendremos una respuesta que venga del extranjero?
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