sábado, 25 de octubre de 2008

Los ombligos de McCain y Obama.

...por Carlos Taibo

Al igual que cuatro años atrás, el debate que los dos principales candidatos a la presidencia de Estados Unidos, John McCain y Barack Obama, han mantenido en relación con la política exterior del país ha resultado más bien decepcionante. A la hora de apuntalar esta conclusión, no pienso tanto en el contenido formal de la confrontación —que ha aportado datos no exentos de interés sobre las dos figuras políticas contendientes— como en el sentido material de las apuestas formalizadas por uno y otro.

Empezaré dando cuenta de una carencia que a mi entender dice mucho sobre lo que se dirime en la carrera presidencial norteamericana: tal y como sucedió con Bush y Kerry en 2004, a ninguno de los dos candidatos hoy en liza parece preocupar en absoluto el que a los ojos de muchos sigue siendo el principal problema que nos atenaza. Me refiero, cómo no, a una pobreza lacerante que se manifiesta a través de un dato mil veces repetido: entre 40.000 y 50.000 seres humanos mueren cada día de resultas del hambre o de enfermedades por éste provocadas. La conclusión parece servida: cuando los candidatos republicano y demócrata se reúnen para debatir sobre la política exterior de Estados Unidos lo único que les interesa es el futuro de la principal potencia planetaria. No hay hueco alguno en sus discursos para las necesidades y percepciones de los demás, y en particular para las de los desheredados del planeta, de siempre arrinconados. Importa mucho subrayar que en este ámbito, y por desgracia, Obama no parece demasiado diferente de McCain.

Pese a lo que muchos auguran, tampoco son ostentosamente visibles las diferencias entre los dos candidatos en lo que hace a los principales contenciosos que la política norteamericana tiene abiertos en los Orientes próximo y medio. La estrategia de Obama en relación con Iraq se asienta, sí, en un compromiso de retirada de soldados que ha experimentado, sin embargo, un progresivo suavizamiento de la mano de sucesivos postergamientos en lo que respecta a la fecha prevista para aquélla; esta circunstancia acerca sospechosamente la oferta de Obama a la de McCain. Por si ello poco fuera, y para estupor de quienes estimamos que las dos guerras que nos ocupan están cortadas por un mismo patrón, el candidato demócrata repite incansable que hay que fortalecer la presencia militar norteamericana en Afganistán. Así las cosas, cada vez parece más estéril la pregunta relativa a lo que realmente Obama quiere hacer: más relevante se antoja determinar qué es lo que los poderes fácticos en Estados Unidos están dispuestos a tolerar que haga.

El único terreno en el que el candidato demócrata mantiene en pie un proyecto de orgullosa ruptura con respecto a las reglas del juego que determina una política de Estado hondamente asentada es el que nace de su propuesta de mantener conversaciones directas con los responsables políticos de países —así, Irán, Cuba o Venezuela— demonizados desde mucho tiempo atrás. Los escépticos aducirán, eso sí, que ya tendrá tiempo Obama de dar marcha atrás, también, en este ámbito. En lo que se refiere a McCain, en suma, si hay un rasgo llamativo de sus intervenciones en el debate televisivo —un rasgo que, por su proximidad con las posiciones del presidente Bush, parece llamado a mover el carro de Obama— es la crudeza de sus simplistas reflexiones sobre Rusia, muy a tono con un discurso neconservador firmemente decidido a sacar pecho en la tesitura en la que nos encontramos y no menos firme e interesadamente entregado a la tarea de reflotar viejos enemigos.

A todos los desafueros reseñados se agrega, en fin, uno más: lo que en principio estaba previsto que fuese un debate sobre la política exterior de Estados Unidos al cabo se convirtió, con toda evidencia, en una disputa sobre algunos de los problemas internos más acuciantes de cuantos acosan al país, y singularmente, claro, la crisis financiera que éste arrastra. El recordatorio de que Obama defiende una nueva política fiscal que recorte los impuestos a quienes tengan ingresos anuales inferiores a 250.000 dólares —¡40.000.000 de pesetas!— obliga a cancelar, una vez más, cualquier suerte de entusiasmo en torno a la presunta condición innovadora y socializante del candidato demócrata. Las cosas como fueren, los estudiosos que llevan decenios subrayando cómo los políticos y los ciudadanos norteamericanos poco más hacen que mirarse al ombligo están, una vez más, de enhorabuena.

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