lunes, 30 de junio de 2008

El federalismo de Pi y Margall: una lejanía algo cercana.

...por Agustín Millares Cantero


Hay sobradas razones para que la izquierda española de hoy rinda homenaje a la figura de Francisco Pi y Margall (1824-1901), e incluso para que se le tenga con honor por uno de sus referentes pretéritos. La honradez y la consecuencia fueron notas muy distintivas en el curriculum del primer ideólogo y mentor del federalismo patrio, valores ambos que merecen rescatarse del arroyo en los tiempos que corren. Desde 1848 hasta su muerte, el polifacético personaje transitó por las agitadas aguas de nuestra vida pública sin renunciar a sus principios ni acomodarse a las situaciones, a pesar de los múltiples tributos (económicos o de cualquier otra índole) que hubo de rendir en aras de semejante rectitud. La minoría de sus leales admiró siempre esa acrisolada coherencia y de estos encomios participaron asimismo otras formaciones mucho más numerosas del espectro político o social, sobre todo hasta 1939. Y entre sus múltiples detractores, ya de adscripción monárquica o republicana, pudo deplorarse la rigidez, la inflexibilidad del supuesto erudito de gabinete, aunque acabó imperando al menos una cortés reverencia ante el hombre austero y cabal, que nunca congenió con los oportunismos de abolengo hispánico ni claudicó en las adversidades. Era efectivamente, en feliz expresión de Hennessy, «el incorruptible en una sociedad corrompida».

Una cosa es la admiración o el respeto hacia la persona y otra bien distinta la actitud ante sus ideas. Aquí procede reconocer que el propio Pi se labró una suerte bastante infortunada. Si muchos de cuantos fueron sus correligionarios (no sería aventurado referirse a la mayoría), jamás entendieron todas las claves de aquel complejo federalismo integral, a la hora de criticarlo desde ópticas monárquicas o republicanas impusieron su ley los tópicos más absurdos o las simplificaciones más grotescas. No resulta extraño, pues, que una fuerte dosis de equívocos campe a sus anchas todavía al hablar del pensamiento pimargalliano; la confusión asuela buena parte de nuestra «clase política» actualmente y penetra aún en los cenáculos de «la academia», a pesar de los notables esfuerzos de clarificación que desde hace unos nueve lustros emprendieron varios estudiosos (A. Eiras Roel, C.A.M. Hennessy, G. Trujillo, A. Jutglar, I. Molas, C. Martí, J. Solé-Tura, J. Trías Bejarano, etc.).

Cada vez que se plantea el tema del federalismo en España, y en la última década han crecido sobremanera los pronunciamientos dispares relativos al asunto, la imagen de este español de Barcelona reaparece por activa o por pasiva como un fantasma que congrega en el fondo pocas invocaciones y demasiados exorcismos. A no ser que cultivemos las perlas más anacrónicas, es obvio que el teorizador de un hipotético modelo de revolución burguesa, profundamente democrático y transformador, pertenece a otro mundo y tiene muy pocas cosas que decir en órdenes prácticos a las generaciones presentes y futuras. Existen sin embargo en la praxis intelectual de Pi varios ingredientes que pudieran servir de estímulos teóricos en esta era de imperialismo globalizante. No se trata sólo de que la tradición anarquista haya entrado en el siglo XXI con más vigor que la marxista, lo cual supone ya de por sí un buen argumento para reflexionar sobre la vida y la obra de quien llegó a ser mucho más que un simple traductor de Proudhon. La actualidad de ciertas formulaciones pimargallianas, haciendo abstracción de cientifismos y doctrinarismos de la época, deriva fundamentalmente, a nuestro humilde entender, de una cierta propensión a la síntesis entre los legados ácrata y socialdemócrata, apuesta sin duda rebosante de contradicciones, pero que anima ahora un debate nunca extinguido y al que no cabe tildar de estéril por lo que estamos viendo casi a diario entre ciertas franjas de los movimientos antisistémicos.

Empecemos por una precisión capital. El federalismo de Pi es normativamente republicano desde su génesis y no cabe en absoluto su asociación con cualquiera de las formas de gobierno monárquicas. La acérrima defensa de la igualdad ante la ley estaba radicalmente reñida con un sistema de privilegios (máxime si derivaba de los vínculos de la sangre), y por ello la monarquía era la negación del derecho y la libertad de todos, según las proposiciones ya dispuestas en La Reacción y la Revolución (1854). El énfasis sobre la soberanía individual sirve también para repeler los fundamentos teóricos del régimen monárquico, fuera absoluto o constitucional, en cuanto poder sustraído a la legitimidad democrática. No gobierna el pueblo allí donde existe una sola autoridad que no es hija de su libre arbitrio. Al margen de si España es ya un Estado federal al que se ha accedido gradualmente tras la aprobación de los Estatutos de Autonomía, o de que sean necesarios nuevos avances a partir de la Constitución de 1978 para alcanzar esa meta, lo cierto es que ésta nunca responderá a los patrones elementales del federalismo pimargalliano mientras conserve la institución monárquica y sitúe a un rey en la cúspide de la estructura estatal. Un Pi condescendiente con la Corona resulta tan anómalo y extravagante como un Cánovas paladín de la República y el socialismo.

Los que apostamos por una cosa y la otra tenemos en aquél a un pensador y a un dirigente al que apreciar en la distancia, aunque conviene precisar que no estamos tan lejos de sus pretensiones en señaladas materias. Igual que combatió a la primera Restauración, la que arrancó en 1875, es legítimo presuponer la beligerancia de Pi frente a la segunda, cuyos módulos empezaron a ejecutarse cien años después, de acuerdo con los mandatos de la Coalición de la Guerra Fría y bajo los atentos controles de la Comisión Trilateral. Jamás hubiera sido indulgente con el trágala que impuso al pueblo español la Monarquía sin previo referéndum sobre la forma de Estado, como el de Italia en 1946 o el de Grecia en 1974. Su espacio natural estaba con cuantos quedaron inicialmente fuera del juego por sostener sin concesiones la ruptura democrática, ya que nada tenía en común con el posibilismo de Castelar y los suyos. No entraba dentro de sus concepciones autodeterministas reconocer la unidad sagrada de la Patria, y mucho menos admitir un texto constitucional donde son prácticamente ilimitadas las cesiones de soberanía y se abre un cauce formal a eventuales intervenciones militares. El patriotismo republicano iba por otros derroteros y exigía la auténtica recuperación del significado democrático de la Nación, perdido en 1939. La frontal oposición a la Carta española también tendría otra razón de peso en la constitucionalización del sistema capitalista, paralizando cualquier veleidad socializante o simplemente nacionalizadora del gobierno central o de los autonómicos, por no mentar el proceso de configuración del propio Estado de las Autonomías, en los antípodas de sus planteamientos. Nada, pues, de Federación sin República, pero tampoco sin más el recetario en viceversa, porque la República unitaria no era más que una de las fases de la Monarquía, «simple sustitución de un poder hereditario por un poder electivo».

El federalismo de La Reacción y la Revolución, el que más valoraron las corrientes anarquistas, fue como éstas una amalgama entre el racionalismo francés y el idealismo alemán, donde se llevó la soberanía individual hasta sus últimas consecuencias. Todo poder era tiránico en sí mismo, y por ello «cuanto menor sea su fuerza, tanto menor será su tiranía». El «objetivo final» de Pi en este texto, la última de sus «aspiraciones revolucionarias» y la que determinaba «toda clase de reformas», tenía por norte «la constitución de una sociedad sin poder» que armonizara Estado y sociedad civil en «un organismo idéntico». Los gobiernos, fruto «de un principio de autoridad», negaban al hombre soberano y procedía sustituir esa raíz autoritaria «por la base social contrato». Ese proceso pasaba necesariamente en su curso inicial por reducir el poder «a su menor expresión posible», dividiéndolo y subdividiéndolo hasta hacerle perder su carácter de instrumento de dominación política. Por la imposibilidad de abolirlo de un plumazo, lo entiende como «una necesidad pasajera» y asume esa atomización que reduce paulatinamente los atributos centralizadores.

La sociedad según Pi ha de fundarse «en el consentimiento expreso, determinado y permanente de cada uno de los individuos». Sin este asenso personal sólo imperan los elementos coercitivos («nadie sino yo puede traducir en ley mi derecho»). Hablando por boca de Leoncio frente al conservador Rodrigo, repetirá en esos diálogos de sabor platónico a los que tituló Las Luchas de Nuestros Días (1887), que el origen de los gobiernos y de las leyes reside exclusivamente en los asociados. La conciliación entre orden y libertad, eje de las convicciones federales de Pi, no admite concesión alguna a fórmulas autoritarias. El liberalismo radical de tonos libertarios impugna la absorción del individuos por las entidades colectivas y entiende que «entre dos soberanos no caben más que pactos». Quien primero analizó en sus justos términos las filiaciones proudhonianas de este federalismo, el profesor Trujillo, calificó a su mejor instructor como «un anarquista reformista». En tratados posteriores a la obra ya madura de 1854, no se propugna con nitidez esa lejana destrucción del poder político y el énfasis pasa al repudio de cualquier restricción a los derechos individuales, mas siempre quedó un rescoldo de estas inclinaciones ácratas que pueden vislumbrarse en Las Luchas... Nunca desapareció del todo ese pensamiento ateo en religión y anarquista en política que bosquejó el militante del Partido Demócrata al criticar las vacilaciones y contemporizaciones de sus afines.

A semejanza de Proudhon, encontró Pi en las autonomías municipal y provincial los mejores avales para el desarrollo de la República. La teorización sobre «las cuatro personalidades coexistentes en toda sociedad constituida» (la del individuo, la del municipio, la de la provincia-región y la de la nación), arranca del primado de la voluntad para la legitimación democrática de las colectividades y se desenvuelve de manera concéntrica a través de la dinámica pactista. Lo que Jutglar denominó «constitucionalismo revolucionario» de Pi descansa efectivamente sobre el alambicado concepto de pacto sinalagmático, conmutativo y bilateral, de estirpe proudhoniana, el único mecanismo legitimador e integrador de las sociedades políticas y la formulación más acabada que el radicalismo burgués ofreció por aquí del derecho de autodeterminación. El concepto específico de la democracia pimargalliana emerge de la confusión práctica del Estado con la sociedad e implica la participación real y constante de todos los ciudadanos en la gestión de la cosa pública. A fin de garantizar plenamente dicho concurso se aportó la noción de pacto, convertida en zócalo y argamasa de una Federación española que era al unísono un paradigma de organización de la vida social y una forma de estructuración de los poderes territoriales.

La espontaneidad juntista revelaba desde 1808 que la nación española estaba compuesta por provincias (regiones) que fueron otrora reinos independientes y que ofrecían un panorama diferenciador en leyes y costumbres. Una y otra vez, la respuesta de «las nacionalidades» ante las sacudidas que jalonaron el ochocientos había sido refugiarse en esos espacios autónomos y recuperar parte de las atribuciones arrancadas por el centralismo del Estado-nación. Si la concepción pimargalliana de la revolución política brota de la experiencia histórica del movimiento juntero en sus estadios iniciales, de ella se aparta al entrar en escena el pactismo que culmina en la Federación, síntesis de sus proposiciones sobre la unidad en la variedad y antídoto frente a las tentativas desmembradoras de España a que daba pie el unitarismo absorbente. Los pactos federales suscritos entre mayo y julio de 1869, encaminados a preparar el terreno para la prevista República federal, respondieron a estas directrices.

El replanteamiento de la organización de España que propone el republicanismo pimargalliano pasa por la reconstrucción de las catorce antiguas «provincias», que habían sido «naciones durante siglos» casi todas ellas y a las que descuartizó el real decreto de Javier de Burgos de 30 de noviembre de 1833. La autonomía individual se resuelve en la municipal y son los municipios, las «naciones primitivas» o «de primer grado» al decir del exégeta Aniceto Llorente, quienes delimitan el poder de las regiones, hasta derivar de éstas el del Estado. «Los pueblos han de constituir la provincia y las provincias la nación; éste es el sistema», escribió Pi en Las Nacionalidades (1877), donde el pacto español pasó a definirse como «el espontáneo y solemne consentimiento de nuestras regiones o provincias en confederarse para todos los fines comunes bajo las condiciones estipuladas y escritas en una constitución federal». Y ya que tal era «el verdadero lazo jurídico de las naciones», advertirá a los disidentes orgánicos de Estanislao Figueras, en el extenso prólogo a la tercera edición de esta monografía, que negar el pactismo entrañaba reconocer «en la nación la fuente de todos los poderes», es decir, acatar «el principio unitario» y convertirse en un mero descentralizador.

La armonía del «constitucionalismo revolucionario», levantado de abajo a arriba por el desenvolvimiento natural de los «seres colectivos», negaba al Estado el derecho a intervenir en el régimen interior de las regiones y de los pueblos. Pi se distanció claramente de los «federales no pactistas», de aquellos que deseaban constituir la Nación por medio de las Cortes, y asimismo lo hizo de quienes se autoproclamaban «republicanos autonomistas», limitados a promover una descentralización administrativa otorgada y condicionada por el centro. La Constitución federal venía determinada por las Constituciones regionales, que a su vez derivaban de las municipales; la atribución de las competencias corresponde a los federantes escalonadamente y no es una prerrogativa del Estado nacional. Insistimos: por encima del Estado figura la autonomía de las regiones y sobre la región la autonomía de los municipios, libérrimos en la configuración de éstas. El principio de revisión permanente de la misma realidad constitucional entraña otra de las implicaciones sobresalientes del constitucionalismo pactista, porque no es estático sino dinámico y sus únicos límites proceden de la libre determinación de las cuatro soberanías.

Se apunta por lo común que Pi evolucionó desde el federalismo idealista de La Reacción y la Revolución al de naturaleza positivista de Las Nacionalidades, inspirado ante todo en los modelos suizo y estadounidense. El protagonismo del pacto discurriría así del individuo soberano a las colectividades naturales conformadas por la historia, aunque todavía en la primera parte del último volumen prevalecen los criterios racionales y sólo en la segunda y en la tercera se anteponen los históricos, que avalaban el federalismo regionalista que demandó Valentí Almirall. Los sujetos de la autonomía en el particularismo de éste no eran otros que el Estado federal y las entidades regionales, arrumbándose por completo a los municipios en la distribución de soberanías mediante el contrato pactado. La colisión del individualismo racionalista con el irracionalismo nacionalista sembró de equívocos el ideario de Pi mientras forjaba un partido político de fuerte impronta personal, y de semejantes contradicciones jamás resueltas con nitidez emanaron escisiones permanentes. En Las Luchas de Nuestros Días se volvió a insistir sobre una de las dimensiones del pactismo, la federación territorial de los pueblos, aunque el intento de conjugar el municipalismo con el regionalismo historicista distó de esclarecer cabalmente los términos de la controversia.

Un Pi acoplado al socialismo romántico o premarxista, y sobre todo al que conocemos por antiautoritario en tiempos de la Primera Internacional, dio un cierto margen de maniobra a aquellos de sus incondicionales que proponían una lectura anarquizante de la Federación. Durante la Segunda República llegó a hablarse de un «federalismo comunal» en el seno de una neointransigencia que miraba hacia el cantonalismo de 1873, sacralizando las plenas soberanías individuales y municipales. A despecho del vago e incongruente federalismo cenetista, entre naturalista y orgánico, persiguieron a toda costa la identificación con los anarcosindicalistas al esgrimir una República federal según la libre voluntad de los municipios. La asamblea nacional celebrada en Barcelona en junio de 1936 por esta fracción asumió a escala programática las supuestas afinidades con el comunismo libertario. Y sin entrar aquí en las notorias diferencias que separaron a Pi de las utopías del anarquismo, ni en los argumentos de quienes hicieron abstracción interesada de las mismas, es evidente que la aspiración de construir una sociedad libertaria hoy en día puede sustentarse también en las enseñanzas de aquel hombre que recibió el título de Maestro no sólo de sus seguidores. Las réplicas a la vieja política centralista y autoritaria, la creación de plataformas donde los ciudadanos puedan decidir autónomamente y el fomento de la democracia local participativa, desde la cual instituir un nuevo poder frente al Estado centralizado, son ingredientes de una cultura que no es ajena en absoluto a la cosmovisión pimargalliana.

El proyecto revolucionario que Pi diseñó para España no fue simplemente político. Desde 1854 consideró indispensable «cambiar la base» de la sociedad y acometer transformaciones económicas que afrontaran la emancipación de las clases jornaleras. A raíz de las célebres polémicas de 1854 argumentará que el socialismo era el complemento necesario de la democracia, y sus ideas sociales se irían perfilando en las tres décadas siguientes. Es verdad que las inquietudes de esta índole decrecieron en Las Nacionalidades y en Las Luchas... al prevalecer las reflexiones sobre el pacto y los principios federativos, si bien los correligionarios de Pi tuvieron siempre otros protocolos en los que apoyar sus alternativas. Las Bases adoptadas por el republicanismo en febrero de 1872 y el Proyecto de Constitución Federal de 1873 compendiaron algunas de las miras pimargallianas, que tras la Restauración pudieron recogerse mejor en los dictámenes aprobados por la asamblea nacional de Zaragoza en 1883 y, sobre todo, en el Programa del 22 de junio de 1894. Este corpus, que para Romero Maura entrañó las Tablas de la Ley que Pi legara a sus discípulos, sólo incorporará antes de 1935-1936 las breves adiciones «en el orden social» que ratificó el cónclave de 1919 a propósito del «federalismo sindicalista».

Aunque La Federal representara según Jover el último mito burgués aceptado por la clase obrera, la influencia del reformismo pimargalliano entre las capas populares del campo y la ciudad traspasó las fronteras del Sexenio y logró mantenerse hasta después de morir su fundador, participando en determinados lugares de la modernización republicana que tuvo lugar antes de la Gran Guerra. El hecho de encarnar los federales de Pi el ala izquierda del republicanismo hasta el reinado de Alfonso XIII, sin perder incluso esta adscripción al sufrir las mermas de catalanistas o lerrouxistas de un lado y de anarcosindicalistas o socialistas de otro, no debe explicarse atentiendo exclusivamente a las invocaciones próximas al anarquismo. Antes bien, fueron los mensajes emparentados con la socialdemocracia los que permitieron la continuidad de la audiencia del campesinado o de las menestralías urbanas. Al menos así ocurrió en varios de sus principales enclaves, como el de Las Palmas entre 1903-1920.

No hubo en la ideología federal trasiego alguno desde postulados de inspiración ácrata a otros de corte socialdemócrata. Será el liberalismo radical el que promueva ambas orientaciones en paralelo, merced a esa «disponibilidad colectivista» de Pi que estudió Jutglar. El federalismo no ofreció a los jornaleros o arrendatarios rurales y al cuarto estado más que reformas dentro de un horizonte capitalista, y entre los sucesores de Pi en la dirección de su partido imperó tras la crisis de 1917 el propósito de afirmar las diferencias con el sindicalismo revolucionario y el marxismo. De todas maneras, el decurso de la minúscula parcialidad vino a poner de manifiesto los puntos de convergencia con los objetivos minimalistas que terminaron por sobresalir en el socialismo español. Los federales pimargallianos y los socialdemócratas pablistas estaban en condiciones de compartir en la práctica muchas más cosas de la que admitían oficialmente.

Una de las temáticas en que cabe situar la vigencia de Pi tiene que ver con el resguardo del intervencionismo estatal en la economía, presente desde los artículos polémicos de 1864, para corregir las peores lacras del capitalismo y promover la justicia. La defensa de la intervención reguladora del Estado, encaminada a terminar con las monstruosas desigualdades originadas por el egoísmo de los patronos, le opuso a los «individualistas» de entonces y actualmente le enfrentaría a los neoliberales, neoconservadores, nueva derecha, libertaristas y demás tribus que santifican las virtudes del mercado libre como única institución central de la sociedad y retornan a la pureza del laissez-faire. Pi anticipa algunas de las tesis del liberalismo socialdemócrata y del compromiso macroeconómico keynesiano que el Estado social reportaba para la pacificación del conflicto de clases. El Programa de 1894 recogía la nacionalización de las minas, las aguas y los ferrocarriles, más el control estatal del crédito. Un esbozo de la sobrecarga del complejo entramado del Welfare State, por pequeña que fuese, estaba aparentemente reñido con la reducción de los poderes públicos «a su menor expresión posible» y la edificación de «una sociedad sin poder», pero téngase en cuenta la noción más económica que política y preceptivamente desintegrada que el pimargallianismo tuvo de la estatalidad (son «estados» también las regiones y hasta los municipios), así como su repugnancia a la estatalización absoluta de los medios de producción.

Los servicios y las obras públicas eran entregados por los federales de Pi a asociaciones obreras con financiación gubernativa, mientras se fomentaba la participación de los trabajadores en la gestión de fábricas y talleres y se estimulaba fiscalmente «la transformación del salario en participación de los beneficios». El respaldo al cooperativismo y el apremio a la conversión de los asalariados en accionistas, con fidelidad a la máxima de «elevar al proletario a propietario», recuerda algunas de las contiguas observaciones de Eduard Bernstein. Código de Trabajo y jurados mixtos debían proteger a la clase obrera y dignificar las relaciones laborales. A la manera de los fabianos, hace gala Pi de un notorio gradualismo y aspira a impedir la excesiva concentración de la propiedad y la riqueza. Una fiscalidad por el sistema progresivo, con un impuesto único sobre los capitales, tenía el complemento de la descentralización de las cargas tributarias en beneficio de las regiones.

Es claro que Pi asimiló la utopía pequeño-burguesa de los productores libres y quiso extender la propiedad «a las últimas clases sociales», reformando la legislación civil. No obstante, el primado de la cuestión agraria a la hora de quebrar la dominación de la oligarquía terrateniente, conforme a los certeros análisis de Jutglar y de Trías, le condujo en sus últimos escritos a distanciarse de las deudas proudhonianas y a incorporar formas colectivas de explotación de la tierra. El citado Programa de 1894 subordinaba el disfrute de la misma, «como propia de todos los hombres, a los intereses generales», adjudicando a «comunidades obreras» los terrenos de titularidad pública, los incultos por más de un quinquenio y cuantos conviniera expropiar; algo que aplaudirían en el presente los militantes andaluces del Sindicato Obrero del Campo. La transformación del contrato de arrendamiento en censo redimible y la consideración de los foros y de la rabassa morta como enfiteusis perpetuas también liberables, iban encaminadas a universalizar la legión de los parcelistas. Crítico implacable de la desamortización y el latifundismo, Pi anunció a Costa en varios diagnósticos y terapias y otras veces fue solidario con sus opiniones.

La Historia, ya se sabe, está preñada de paradojas. Hace unas décadas, al mentarse al Pi socialista, lo habitual era insistir en las amplias acepciones que el término presentaba en el segundo tercio del XIX, recrearse en las contradicciones de una perspectiva ajena a Marx y en el idealismo de la armonización superadora de la lucha de clases. Ahora, en la época del socialismo liberal y de la Tercera Vía, ya no parecen necesarias esas cautelas. Después de tantas claudicaciones y de tantos viajes al centro político, el temple de Pi está hoy más a la izquierda que el de muchos neoconversos a la posmodernidad y desde luego es bastante más «socialista», si por tal entendemos el duro laborar de cuantos persiguen el fin de la explotación del hombre por el hombre y el ejercicio pleno de la democracia. Por desgracia abundan por ahí quienes, so pretexto de abrirse al siglo XXI, terminan por parecer criaturas más extrañas que ciertas gentes del Ochocientos.

Al pimargallianismo se le tachó de antigualla con demasiada frecuencia dentro del propio orbe republicano. El Programa de 1894 estaba ya obsoleto en señalados puntos cuando le fueron agregadas las coletillas de 1919 sobre «la federación profesional de las clases sociales», que el promotor Llorente tomó del «federalismo sindicalista» y del «sindicalismo funcionarial» de León Duguit. El aditamento no reportó muchas novedades (la representación de sindicatos y de sus federaciones en los consejos municipales, en los regionales y en el parlamento nacional), mas por encima de las panaceas corporativistas del federalismo integral, otras agrupaciones republicanas siguieron nutriéndose del prontuario de Pi a su manera. El Programa Político y Social que abrazó en 1931 el Partido de Unión Republicana Autonomista de Valencia era en buena parte una copia literal o con ligeros retoques de la exposición federal de 1894, de la que se habían abrogado algunos elementos sustantivos; por ejemplo, la legislación civil y penal entre las incumbencias de los Estado regionales o la abolición de la pena de muerte, una de las más queridas reivindicaciones del Maestro. Y no fueron los radicales valencianos de esas fechas, evidentemente, los exclusivos y supremos valedores de este último.

Las reformas programáticas en amplitud no llegaron hasta las principales hijuelas pactistas sino muy tarde. Los neobenevolentes de la Izquierda Federal encararon en mayo de 1935 un Proyecto de Manifiesto que incorporaba un mayor intervencionismo estatal y un fortalecimiento del sector público (municipal, regional y nacional). Al estipular sin ambages una economía mixta, la nacionalización de los seguros y la gratuidad de la enseñanza, fueron más lejos que sus colegas hegemónicos de Izquierda Republicana y Unión Republicana, entre cuyos planes gubernativos no figuró tampoco la supresión de la pena capital y la derogación de las jurisdicciones especiales. En cuanto a los neointransigentes del Partido Democrático Federal, ya referimos cómo su congreso de Barcelona en junio de 1936 hizo cuanto pudo para sintonizar con el homónimo cenetista clausurado poco antes en Zaragoza. El patrocinio de algunas de las características del Estado Gerencial (tutela de las contrataciones laborales, retiros e indemnizaciones y salario familiar), se conectó con pertrechos relativamente cercanos a los confederales (gestión administrativa de los trabajadores en la industria, adjudicación de obras públicas a comunidades de oficio, socialización de la producción agraria e intangilibidad de los sindicatos). Aquel anhelado expurgo contenía pocas nacionalizaciones y abundaba en una fiscalidad georgista, aunque las limitaciones al derecho de herencia o las mejoras jurídico-penitenciarias daban a los retoques un aire de modernidad y radicalidad, contrastando a lo sumo con las mordientes decimonónicas: el rígido anticlericalismo y el municipalismo ordinario.

El profundo moralismo que marca la independencia de criterio de Pi, sostén de «una insobornable lealtad con las propias convicciones» al decir del profesor Seco Serrano, encierra no pocos patrones de conducta para las gentes de izquierdas en estos días. En unos artículos de 1858 para La Discusión, abordando la cuestión mexicana, realizó una enérgica denuncia de la política imperialista de los Estados Unidos en Hispanoamérica y arremetió contra la proyectada expedición española. El repudio al uso de la fuerza en las relaciones internacionales y las apelaciones al derecho universal a la libertad presidieron sus condenas dirigidas al colonialismo, de las cuales hay diversos exponentes en sus póstumas Cartas íntimas y en algunos editoriales del semanario El Nuevo Régimen a partir de su fundación en 1890. Era una línea que venía de atrás. Los pueblos habrían de ser «señores de ellos mismos», sin que valieran el derecho de conquista o la prescripción de los siglos frente a la libre determinación de todos los hombres. Por eso resulta enormemente contradictorio que el Programa de 1894 admitiera «la colonización pacífica» para civilizar a los «pueblos incultos».

La apuesta federal sobre las colonias hispanas, al margen de las formulaciones suscritas durante el Sexenio, quedó expuesta por Pi en la carta circular de septiembre de 1876 y entrañaba la conversión de los territorios implicados en otras tantas provincias. Ante la crisis cubana se adoptó, en apariencia, la misma disyuntiva autonómica patrocinada por otros partidos y líderes democráticos, aunque la solución pimargalliana llegaba evidentemente a través de la autonomía en la Federación y por lo tanto implicaba reconocer a las posesiones de Ultramar igual status que a las demás regiones (con su gobierno, sus cámaras, sus leyes, su administración, su hacienda, sus milicias); en la asamblea nacional del Partido Republicano Federal de 1888 hubo una delegación cubana que rubricó los enunciados del Manifiesto de enero de 1881. El consecuente antimilitarismo y la enemiga hacia la guerra de las Antillas apartaron al pacifista Pi del resto de las formaciones republicanas entre 1895-1898, cuando su valeroso amparo de la independencia de Cuba lo convirtió en blanco capital de la patriotería más ramplona. Desde una soledad apenas compartida por Pablo Iglesias y los suyos u otros pocos círculos, el patriota español demandó la liquidación del imperio por coherencia con sus proposiciones anticolonialistas y atendiendo a la salud de los intereses nacionales. Sometido como siempre al tribunal de apelación de su propia conciencia, mantuvo una y otra vez que las naciones no tienen «otra base racional que el libre consentimiento de los grupos que la forman». En consonancia con esta posición, sus cofrades se manifestarán de forma resuelta en pro del abandono de Marruecos y recusarán el chauvinismo del señor Lerroux.

De todas las familias del republicanismo histórico español, la decana y minoritaria de Pi es la que en el presente aporta más sugerencias para la izquierda plural, revolucionaria o transformadora. Es aquella de la que podemos extraer las enseñanzas mejores y los mayores alientos, bien de sus luces o de sus sombras, gracias en primerísimo término a la personalidad de su gran ideólogo y líder aún después de la muerte. Bueno será que continúe la exaltación de Azaña y del azañismo, pero no a costa de preterir o desfigurar a muchos de sus predecesores o coetáneos en la brega republicana, y en particular al que nunca podrán digerir los corifeos de todas las derechas habidas y por haber. A veces son los adversarios (los enemigos de clase) quienes evidencian una lucidez que falta entre nosotros en no pocas ocasiones. El historiador conservador Jesús Pabón sentenció que el revolucionario hispano «encontró y encontrará siempre en Pi y Margall la justificación doctrinal de sus aspiraciones radicales». Que así sea.

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