lunes, 5 de mayo de 2008

Hambruna global.

...por Carlos Taibo

En las últimas semanas son varias las instancias internacionales que lo han anunciado: debemos prepararnos para una hambruna generalizada que se apresta a cobrar cuerpo en muchos de los países del Sur. No estamos hablando —conviene precisarlo— de ocasionales revueltas del hambre como las que hemos conocido en un puñado de países en los dos últimos decenios. Lo que se barrunta en el horizonte es un peligro muy serio que se dispone a amenazar a sociedades enteras en muy diversas regiones del globo.

A decir verdad, y por una vez, escarbar en las causas de lo que se nos viene encima parece razonablemente fácil. La lógica depredadora del capitalismo reclamó decenios atrás que muchas de las economías de los países del Tercer Mundo experimentasen una rápida reconversión en provecho del monocultivo, de la que el último botón de muestra es el empleo de buena parte de las capacidades para la generación de agrocarburantes. De resultas, y aunque esto a menudo se olvide, las tradicionales agriculturas de subsistencia empezaron a desaparecer, siempre sobre la base de que los productos que habían generado de siempre podrían adquirirse merced a los ingresos, que se anunciaban suculentos, derivados del monocultivo mencionado. Sabido es que, si esos ingresos han beneficiado a alguien —dejemos ahora de lado a las empresas foráneas—, ese alguien lo han configurado las elites dirigentes de los países pobres, casi siempre endilgadas con la perspectiva de trasladar sus ganancias hacia las economías opulentas del Norte. Basta con echar una ojeada, en lo que se refiere al problerma de fondo, a los estudios que dan cuenta de cuál es el porcentaje, exiguo, del precio de venta de un kilo de café que corresponde al campesino productor.

En un planeta en el que lo rige casi todo el beneficio descarnado, que debe obtenerse, por añadidura, en el período de tiempo más breve, no era difícil augurar lo que se avecinaba, tanto más cuanto que a la lógica invocada se han sumado el incremento en el precio de las materias primas energéticas y la demanda creciente que llega de países como China y la India. En los últimos años, y al calor de eso que hemos dado en llamar globalización, las grandes empresas transnacionales de la alimentación han movido sus peones con notable inteligencia y no menos notable falta de escrúpulos, como lo testimonian, por cierto, muchas de las políticas proteccionistas que siguen aplicando Estados Unidos y la Unión Europea. Han conseguido imponer en muchos lugares sus semillas y obligar a agricultores exhaustos a adquirirlas cada año. Han ido substrayendo, por otra parte, elementos centrales del conocimiento agrícola tradicional para, en forma de patentes, impedir en los hechos su empleo por quienes eran los descendientes de los genuinos inventores.

Pero, por encima de todo, y conforme a la regla general del sistema, las transnacionales que nos ocupan han empezado a elevar sensiblemente los precios de los productos, algo que se puede palpar, también, en los países ricos. El efecto final lo tenemos —y valga la ironía terminológica— sobre la mesa: son muchos los habitantes del Sur del planeta que carecen de recursos para adquirir los alimentos más elementales, en un teatro en el que, merced al expolio ejercido por el sistema que padecemos, hace tiempo que los campesinos locales perdieron la posibilidad de producirlos.

Si el escenario que acabamos de mal describir invita, claro, a la indignación, no otra cosa que ésta se impone a la hora de evaluar la reacción que empieza a despuntar en algunos de los gobiernos de los países ricos, y entre ellos el español. La respuesta no es otra que un incremento de las sumas destinadas a permitir la adquisición de alimentos por los países más acuciados por el problema (y ello cuando tal incremento se produce, toda vez que en el caso de EE.UU. parece que las autoridades no contemplan en modo alguno semejante posibilidad, con lo cual, y en los hechos, la ayuda alimentaria que dispensa la principal potencia del planeta se apresta a reducirse). El lector incauto se preguntará por qué lo anterior me parece indignante. La razón es, sin embargo, sencilla: nadie parece dispuesto a mover un dedo para poner freno a la rapiña asumida por las grandes empresas transnacionales, beneficiarias directas, una vez más, de las ayudas mentadas, que se destinarán a comprar alimentos que se pagarán a los precios fijados por aquéllas. La trastienda conceptual de semejante inacción no es otra que la que proporciona la idea de que las reglas del mercado son sacrosantas, incluso en aquellos casos en los que es fácil certificar que colocan en las puertas de la muerte a muchos seres humanos…

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