lunes, 14 de abril de 2008

Catorce de abril, soñando con la Tercera República.

La pluma impenitentemente republicana de Bergamín siguió repudiando una monarquía que consideraba además heredera directa del franquismo. Ya en Euskadi, su visión del País Vasco fue todavía mucho más radical. En el fondo, la misma procedía ante todo de su coherencia republicana.

La fecha del 14 de abril, un año mas, será pretexto y ocasión de nostalgias pudorosas para unos pocos, socorrida efeméride en diarios y revistas para los más. Aquella jornada, sin embargo, supuso un salto gigantesco, telón rasgado que adelantaba en nuestro siglo XX un escenario de modernidad, de libertades, de discusión de ideas y de esperanzas. Aquel 14 de abril fue, en palabras de José Bergamín, «como un regalo que se le hacía al pueblo español»; espléndido regalo, condenado desde su nacimiento por el odio cainita entronizado en las dos Españas, para rematarse seis años más tarde por las botas militares apoyadas por el fascismo y el hisopo de los obispos.

En este año 2008 se van a cumplir veinticinco años de la muerte en Donostia de quien, tal vez por lo público de su genio y figura, fuera considerado por algunos como «el último republicano», aquel Bergamín que murió soñando en la Tercera República.

Luchó por la República toda su vida. Por ella conspiró en plena dictadura de Primo de Rivera para hacer realidad el 14 de abril, él, escritor y pensador que nunca fuera un hombre de acción. Respaldó a la República con espíritu crítico pero con entrega absoluta cuando la derecha acosaba desde dentro para hacerla caer, en momentos en que tantos intelectuales se desenganchaban de ella. «¿Cuántos intelectuales del 14 de abril, dulcísimo florecer republicanizante, lo siguieron siendo el 18 de julio, ardiente, doloroso estío popular, revelación sangrienta de la viva conciencia española?», denunciaba el escritor ya en el exilio de México.

Defendió a la República contra la avalancha militar, convertido en uno de los grandes iconos de la resistencia republicana. Asumió todo tipo de responsabilidades en la Alianza de Intelectuales Antifascistas o en la propaganda, alentando al pueblo y con el pueblo en «El mono azul» y «Hora de España». En esta última escribía: «Nuestro deber de intelectuales, deber glorioso, es luchar con la cultura amenazada, con el pueblo, porque en el pueblo está la única defensa posible y verdadera».

Exilado en Francia, México, Venezuela o Uruguay, fue siempre un símbolo como portador de la antorcha de la República. Ésa fue su tarjeta de presentación ante amigos y enemigos. El franquismo volvió a desterrarlo en los años sesenta y mientras Francia le cubría de honores junto a sus grandes amigos Pablo Picasso y Luis Buñuel, en España se le denigraba o silenciaba.

Ni siquiera la muerte del dictador alivió la losa que cubría su voz. Su pluma impenitentemente republicana siguió repudiando una monarquía que consideraba además heredera directa del franquismo. Por la República aceptó en las primeras elecciones de la transición, aunque fuera casi simbólicamente, una candidatura como senador por una coalición republicana de izquierdas.

Defendiendo la República y denunciando la transición como impostura en la que se instauraban los demonios de una constitución monárquica se autoexiló en Euskadi para, mirando atrás con ira, dejar el testimonio de sus incorruptibles coherencias.

Vivió en Donostia su último año. Quería y amaba a los vascos y los veía con respeto aunque tenía su propia visión republicana y federal. En «Sábado Gráfico», un año antes de la muerte de Franco, en setiembre del 74, Bergamín veía en un sueño a España como un inmenso desierto en el que millones de avestruces inmóviles surgían de pronto a la vida. Explicaba: «Cada una de las diversas comarcas españolas tan contrastadas y contradictorias entre sí se juntarían libremente para recuperar su auténtica fisonomía, sin destruirse por una mentirosa unidad ficticia impuesta desde fuera como una máscara».

Más tarde, en plena transición, denunciaría «la impostura estatal de la unidad española monárquica», abogando por «la unión independiente y libre de los pueblos españoles» enmarcados en una Tercera República federal moderna y abierta a la pluralidad. En febrero de 1979, en el único mitin al que asistió como candidato al Senado por Izquierda Republicana-PCml, pronunció unas palabras memorables: «Esta República que es España está defendiéndose por la resistencia de un pueblo heroico y admirable. Y hago la afirmación de que nuestra República, que es nuestra España, que es para nosotros España misma, ahora está empezando a revelarse con claridad evidente en Euskadi, por lo que quisiera añadir un grito (grito que doy con mi silencio más que con mi voz). ¡Viva Euskadi! y ¡viva la República!». ¡Había que tener valor para pronunciar este grito en el corazón de Cuatro Caminos!

Ya en Euskadi, su visión del País Vasco fue todavía mucho más radical. En el fondo, la misma procedía ante todo de su coherencia republicana con una España a la que siempre amó apasionadamente. «Fui peregrino en mi patria desde que nací/ y fue en todos los tiempos que en ella viví/ y por eso sigo siéndolo ahora y aquí/ peregrino de una España que no está en mí./ Y no quisiera morirme aquí y ahora/ para no darle a mis huesos tierra española», escribiría en la sierra de Huelva en un desgarrado poema antes de autoexilarse a Euskadi. Sus huesos reposan hoy en el cementerio de Hondarribia. Son los huesos de un genial soñador que murió soñando en la Tercera República.

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