lunes, 24 de marzo de 2008

De-votos.

Flagelarse maldiciendo el bipartidismo surgido del 9-M no puede llevarnos convertirnos en haraganes ideológicos. Es obvio que el resultado de las pasadas elecciones anticipa el ocaso del pluralismo. Sin embargo, ahí no acaba todo, la política resiste en sus neuronas. Retengamos lo principal. Primero se las estigmatizó y luego se procedió a sacarlas del mapa político. Ni la izquierda centralista y roja como IU ni la periférica y republicana como ERC tienen sitio en el marco institucional vigente. Al paso de la oca, primero los tribunales y luego la mano invisible del voto soberano han pasado factura a las únicas dos formaciones que en la última legislatura osaron cuestionar a la monarquía parlamentaria. Seamos, pues, demócratas y no de-votos.

La concentración de poder político sigue el mismo proceso que en la economía. Hay un régimen de oligopolio de facto sobre un supuesto de democracia de iure. Pero el mundo de los partidos no agota lo social realmente existente. Lo representa en tanto que lo suplanta, pero aún está lejos de reemplazarlo definitivamente. Debajo de ese empedrado, como en el 68, está la playa de la obstinada realidad. Y sobre todo, ¡coraje ciudadanos!, huyamos de esos planteamientos que jibarizan los análisis sobre el sorpasso de PP y PSOE. Ellos cumplen su papel a carta cabal. Son máquinas de poder. La cuestión crucial está en esa nutrida ciudadanía, alegre y confiada, que ha decidido suicidarse políticamente en cómodos plazos. ¿Por qué? ¿Por cuánto? Ahí radica el problema y su solución. Lo demás son habas contadas.

Hoy sabemos que Marx, lúcido en tantas cosas, sólo acertaba en otras cuando se equivocaba por equidistancia. No es la estructura económica lo que determina la superestructura política. Por el contrario es la subcultura dominante la que conforma esa falsa conciencia social que hace de la democracia de urna el mejor aliado del statu quo. Donde sí existe clara unanimidad entre política y economía es en los procesos internos que aplican. Ambos están imbuidos de la lógica del mercado (que en origen no es económica sino teocrática y providencialista) y sometidos a las contingencias de la oferta y la demanda.

Por eso provocan resultados tan aberrantes (paro, desigualdad, miseria, ecocidio y el monoteísmo ideológico que encubre el pensamiento único). Pero es nuestra ignorancia magnificada la que entroniza al monstruo de dos cabezas como un nuevo Leviatán placebo. Incluso catalogar de bipartidismo a lo que se nos viene encima puede ser una menudencia. Dada la base autista en que se asienta el sistema hegemónico, lo que nos domina en realidad es una versión democrática del partido único. Bicéfalo, pero partido único con un telón de fondo de centralismo democrático.

Takis Fotopoulos lo ha clavado cuando señala a la concentración de poder como la madre de todas las batallas de la globalización neoliberal. Concentración de poder político (bipartidismo) y concentración de poder económico (transnacionales) con las rutinas propias del utilitarismo productivo. Un inexistente equilibrio general entre oferta y demanda (la mano invisible del mercado y la voluntad general de las elecciones) que en realidad encubre una dialéctica-trampa donde a menudo la oferta crea la demanda. Ni hay formación natural de precios (en la economía de mercado) ni existe elección racional (en el caso de la democracia representativa). Todo está condicionado por un único interés general bifronte, el que dicta la regla universal del dinero y las leyes heterónomas que lo blindan. Tener o no tener. De ahí que insistir en desentrañar el código canalla del bipartidismo, con esa falsa e idealizada competencia que en realidad encubre cárteles en sus cúspides, sin evaluar las causas de la derrota en la raíz, únicamente conduzca a la melancolía.

Encaremos sin tapujos la adversidad. La democracia puede morir de éxito y llevarse de paso a todos nosotros por delante. No estamos en la sociedad del conocimiento sino en la sociedad pirómana. Su ADN es Fahrenheit 451, pero esta vez no indica sólo la temperatura en que arden los libros. Identifica el territorio en que se destruyen las ideas, el grado en que se materializa la trepanación de las conciencias que induce a la servidumbre voluntaria. Porque como decía Proudhon en La capacidad política de la clase trabajadora, “su pasado de sumisión, su religiosidad, su citación de inferioridad y la explotación de la que ha sido víctima le han comunicado hábitos de docilidad que obstaculizan su acción”. Por eso, frente a la estéril exégesis de la derrota y la secreta nostalgia del poder, hay que levantar una sola idea, la misma que reivindicaba el padre del anarquismo en ese póstumo texto: “la idea de la nueva democracia”.

Porque democracia y anarquía son sinónimos. Democracia denomina al “gobierno del pueblo”, de la mayoría social más humilde. Anarquía significa “ausencia de jerarquía”, de gobierno, de autoridad. Y cuando todos gobiernan (democracia) nadie manda (anarquía). Seamos demócratas, jamás de-votos.

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