lunes, 31 de marzo de 2008

Anarquizar la democracia, democratizar la anarquía.

¿Por qué una lectura democrática del anarquismo? Abordar una respuesta que salve la retórica habitual esgrimida para justificar una expansión intelectual más o menos afortunada, exige un crédito en la capacidad transformadora de la política que no puede extraerse de la política oficial realmente presente. Lo que hay no es ni democracia ni política. (“lo llaman democracia y no lo es”, grita ya la lúcida calle en momentos de catarsis), sino pura gestión de grupos de intereses barnizada con mensajes regalados. De ahí que redescubrir lo que de verdadera democracia hay en el anarquismo puede no ser un ejercicio totalmente estéril. Repensar el anarquismo desde las coordenadas democráticas es tanto como anarquizar la democracia, hacerla libertina, radical y avanzada superando su encorsetamiento liberal.

Debajo del atrezzo con que se suele presentar a la llamada “democracia representativa” y al “Estado democrático” se oculta un oximoro, que como sostiene el proverbio judío sobre las falsas evidencias siempre se camufla en el punto más próximo al foco luminoso, en nuestro caso presentándose como paradigma del principio de legitimidad. Pero lo que aporta el anarquismo, y hoy muchos politólogos comienzan a descubrir, es la incompatible cohabitación entre representación y democracia, entre Estado y polis, cual fingida mantis religiosa la representación y el Estado canibalizan a la democracia de la polis. Como alguno de estos pensadores ha reconocido, Estado y representación constituyen una suerte de desgraciado lecho de Procusto para la democracia del demos, pueblo en asamblea, y de la kratia, fuerza. Es más, desde la atalaya histórica vigente podemos afirmar que a más representación y Estado más consolidado, menos democracia y viceversa.

Y eso ya estaba inscrito en el adn de la anarquía desde que Josep Pierre Proudhon acuñara el término griego como sinónimo de no gobierno, no autoridad, para definir el sistema de convivencia que mayores cotas de libertad e igualdad ofrece a los ciudadanía. Acción directa, equidad, libertad, pluralismo, laicismo, res pública, federalismo y autodeterminación son algunas señas de identidad de un anarquismo que se pretende como la ausencia de gobierno autoritario, ya que cuando todos gobiernan (demo-kracia) nadie manda (an-arquía). Luego la en teoría desahuciada anarquía que ha concitado tantos esfuerzos para borrarla de la historia del pensamiento social, defenestrarla del corpus científico y expulsarla del mundo académico como una anomalía marginal no es más que la recepción de la verdadera democracia en tiempos de la sociedad industrial y las muchedumbres solitarias. La versión pensable y realizable de la democracia de los modernos Y de eso trata este trabajo. De mostrar por las trochas y vericuetos de la historia, la filosofía, la economía y otras disciplinas la enorme capacidad política de la anarquía bien entendida. Una idea preñada de virtualidades que, frente al pensamiento único y bípedo del comunismo-capitalismo de Estado y sus teloneros, siempre luchó por refutar estos reclamos y abstracciones, entendiendo que sus arietes principales, el concepto de representación y el de Estado, no eran más que la expresión manumisora y cómplice de una sinécdoque (tomar la parte por el todo) y una metonimia (confundir la causas con el efecto) reimplantadas con anestesia general en el cuerpo político manufacturado como voluntad general.

Frente a esas entelequias reveladas al servicio de la alienación-claudicación política, como el capitalismo lo es en economía respecto a la producción, la idea anarquista pone en el centro del sistema al hombre concreto, social e individualmente considerado, depositando en el ejercicio de su libertad y responsabilidad la dinámica de la política genuina como casa común entre libres, iguales y racionales.

Luego están otras motivaciones a la contra que también han contribuido a la redacción de estás páginas. Como por ejemplo, salir al paso de cierto revisionismo protagonizado por posmarxistas, como los ilustres y antiguos representantes de Socialismo o Barbarie tal que Corneluis Castoriadis, Claude Lefort o Miguel Abensour; algunos miembros del denominado republicanismo cívico, y otros eximios francotiradores del oportunismo ideológico, que converge finalmente en la proscripción del Estado y la representación como fatales errores del canonizado socialismo científico y cuartelero tanto tiempo celebrado y que tanto infortunio, tragedia, dolor y miseria lleva cobrado. Muchos tienen el decoro de citar la raíces anarquistas de su “camino de Damasco” intelectual. Otros pocos lo siguieren con afectación dolosa sin pagar el peaje debido. Y no faltan quienes pavonean rutilantes exégesis sobre como cambiar el mundo sin tomar el poder esquivando cualquier referencia que indique el calibre de su plagio y la catadura de su indigencia moral. Aspira también este breve texto a devastar el interesado cliché del anarquista de manual, con su fetichismo antisocial y pendenciero, tarifado de comecuras y espasmos netchaevtianos (“este héroe del asesinato político”, que dijo Bakunin), anclado en el fonambulismo de la mitología indígena que refuerza esa imagen del solipsismo ácrata tan del agrado de cuantos a derecha, centro e izquierda, en las instituciones y en la sociedad civil, entienden lo insurgencia de lo libertario como una amenaza a sus posiciones de poder.

Sólo una auténtica participación deliberativa del demos (el pueblo en asamblea) en el gobierno de la polis (la autoinstitución de la colectividad por la colectividad) será capaz de superar la galopante y mortecina trivialización actual de la democracia. Cuando la ciudadanía activa (sujeto de la polis) se reconoce en ella y la reivindica, únicamente la violencia extrema puede desalojarla. Como quedó demostrado en la defensa popular ante la destrucción de la II República, nuestro primer ensayo de democracia cabal. De lo contario, si el pueblo es suplantado por élites y reducido a una excusa epistemológica, el sistema político se convierte en una ruleta rusa que sirve igual para pasar legalmente de una situación de dictadura a otra de democracia (caso transición española), como a la inversa de una democracia al totalitarismo nazi, (caso Alemania de Hitler). Un eje-cigüeñal cuyas consecuencias fueron analizadas por Hans Kelsen, el jurista austriaco fundador de la teoría constitucional, y Robert Michels el sociólogo que achacó a la profesionalización de la representación de la oligarquización de la democracia.

La democracia de los antiguos se perdió petrificada en los meandros de la sociedad de consumo y la delegación política. La posible democracia de los modernos será libertaria o será más de lo mismo pero peor. Porque ya, arrancado el referente de su experiencia, seremos irreconocibles.

www.radioklara.org

0 comentarios: