lunes, 24 de marzo de 2008

Anarquismo nómada y cantonalismo global.

Una cuestión polémica es la incomprensión del anarquismo canónico ante el nacionalismo de base, y su manifiesta impericia para comprender su rol social como política de ciudad-Estado. La traslación mimética de los postulados internacionalistas, su reformulación con proyectos totalizadores tal como la construcción del esperanto, entre otras demandas históricas, ha impedido ver lo que de democracia de proximidad, acción directa, espíritu comunitario y rica biodiversidad hay en algunas experiencias nacionalistas autogestionadas de abajo-arriba.

Hoy día el inglés va camino de convertirse en lengua universal, devendrá de facto en el nuevo esperanto transversal, y no precisamente para ser un embajador de paz y de fraternidad. Como en la antigua Roma o para nuestro Antonio Nebrija, el idioma dominante actúa como eficaz auxiliar de los imperios y camina junto a sus negocios y sus ejércitos. Así, el filósofo Ludwig Wittgenstein decía en su Tractatus Logico Philosophicus que “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”.

Identificándose con el más burdo leninismo y arañando esquemas gratos a la globalización opresora, una corriente de pensamiento libertario tiene a gala la discriminación micronacionalista, olvidando que su cartografía en España fue rabiosamente confederal y hasta cantonalista, como corresponde a su íntima naturaleza antiautoritaria y de división del poder. ¿No es el pensar global y actuar local, eslogan de los altermundistas, un vestigio del ideal anarquista? Convendría en este tema del nacionalismo aprender de los errores del anticomunismo, cuando al confundir éste con stalinismo y centrar la afirmación del anarquismo en su axiomática y primaria refutación, se posibilitó la percepción ante terceros de identificarse con el adversario de referencia por esa especie errática y temeraria de que el enemigo de mi enemigo deber ser mi amigo, que hace estragos y extraños compañeros de viaje.

Algo parecido ocurre con la renuncia a la democracia, en el lado de las ausencias, y, en el de las presencias, con la chocante demanda de proteccionismo estatal -aunque se justifique por tratarse del necesario Estado del Bienestar-, sin que ello lleve a (re)organizar la anarquía sacando las oportunas consecuencias. Por otra parte, no son los sentimientos identitarios diferenciales, nacionalismos embrionarios, quienes siembran la semilla de la discordia sino los hipernacionalismos asentados en Estados con ínfulas imperialistas, como demuestra la historia de la persecución y diáspora de minorías étnico-religiosa-culturales (armenios, kurdos, judíos, palestinos, kosovares, saharáuies, etc).

No hablamos del efecto marsupial o de regazo, esa contracción espontánea y sentimental hacia la patria chica que la gente desarrolla como defensa frente a la arrolladora, alienante y despersonalizador rodillo de la globalización. Hablamos de sentirse comunidad y de ahí comprenderse humanidad. Hablamos de la vocación de municipio libre que anida en cierto nacionalismo solidario y autónomo, de su larvado federalismo de grupos de afinidad expandidos. Hablamos, en fin, de ese nacionalismo sin Estado ni fronteras que llevó a Fermín Salvochea a proclamar “mi patria es el mundo, mi familia la humanidad y mi religión hacer el bien” y, en el extremo opuesto, a la prestigiosa politóloga Liah Greenfeld a advertir, en su reciente obra Nacionalismos. Cinco vías hacia la modernidad, que el nacionalismo se encuentra en la base del mundo post-estamental en que vivimos.

El problema aparece cuando nos referimos a “Estados democráticos”, una contradicción en sus términos, puesto que un Estado jamás puede ser democrático, siempre es oligárquico. Para encontrar vetas de democracia hay que pensar en dimensiones micro, abarcables humanamente. Un cínico como Jorge Luís Borges, que consideraba la democracia como una superstición de la estadística, creía encontrar yacimientos de democracia en Suiza, la con-federación helvética, un condominio como nuestras confederaciones hidrográficas, un país puzzle, un pequeño Estado-cantón, “un Estado mínimo (donde) nadie sabe cómo se llama el presidente” (Borges, el palabrista, 1980,79).La globalización turbocapitalista y supranacional hay que vaciarla de contenido centrifugando un microanarquismo de carácter infranacional, pluralista y nómada que anule en sus cimientos la lógica de la concentración de poder.

No lejos de estas reflexiones se encuentra también el tema de la institucionalización de la sociedad civil, que lleva tiempo ofreciéndose como posible alternativa teórica frente a la voracidad depredadora del Estado global neoliberal. Sin despreciar lo que de autoestima y revitalización del tejido social tiene dinamizar redes autónomas al margen del control estatal, conviene contextualizar esta formulación para su adecuada puesta en valor. No hablamos del efecto ONG, organizaciones falsamente denominadas no gubernamentales puestas en danza como beneficencia paliativa ante el decidido desmantelamiento del Estado de Bienestar (mínimo en prestaciones sociales y pretoriano en seguridad y defensa).

La reivindicación de la sociedad civil como contraparte del aparato estatal puede ser un activo para vaciar de contenido al régimen imperante si se enmarca en un proceso de acción directa sostenido para superar el sistema de exclusión, dominación y explotación que el mercado dinerario y la representación política conllevan. Y si además se compagina con la deslocalización y centrifugación del poder, confederando de arriba-abajo y de abajo-arriba sobre la base del principio de subsidiaridad, podemos contribuir a promover la democracia de proximidad, la cultura de emancipación y el principio de autodeterminación indispensables para nuevos imaginarios sociales antiautoritarios y solidarios, en clave del registro que Proudhón denominaba “anarquía positiva o mutualismo”.

En esta época de devastación de la naturaleza que pone en peligro la continuidad de la vida sobre el planeta, la centrifugación del poder que representa la apuesta por un cantonalismo anarco-democrático puede entenderse como un eficaz antídoto ecológico. Como afirma Takis Fotopoulos citando a Martín Khor, “el control local, si bien no es suficiente para la protección del medio ambiente, es necesario, mientras que bajo el control del Estado el medio ambiente sufre necesariamente” (Hacia una democracia inclusiva, 2002,196). Porque nada próximo nos es ajeno.

A medida que avanzamos en esta narración, tenemos la impresión de que no hemos insistido lo suficiente sobre el divorcio entre ética y política como asidero diferencial entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos. Nuestra pretensión, no obstante, ha sido demostrar o siquiera indicar que el anarquismo es un intento de re-unión entre ética y política, superador de la escisión sobre la vieja concepción del gobierno del demos avalada por Hobbes con su teorización del Estado y Maquiavelo con la entronización del hombre de Estado carismático. Verificar, pues, que en este contexto, a la altura de las sociedades industriales complejas y de masas, la anarquía ofrece las mayores cotas de democracia y libertad posibles. Al mismo tiempo, hay que resaltar que el asalto a la razón que esa mutación entre ética y política representa está en el origen de los estragos de lesa humanidad producidos por el nazismo y su holocausto y el stalinismo y su gulag, ambas expresiones puras del ejercicio del poder sin moral. Por no citar esos “holocaustos canonizados” que fueron los bombardeos atómicos de las poblaciones mártires de Hiroshima y Nagasaki, anticipadores del inmoralismo capitalista que luego repicaría en Vietnam e Irak.

Otra limitación que arrastramos en este discurso es emprender una exploración consecuente referida al concepto de autoridad para contextualizar el sinsentido y la irracionalidad del autoritarismo estatal y, por el contrario, la probidad y coherencia del antiautoritarismo anarquista. Lo dejamos pendiente para nuevas indagatorias en torno al tema libertario, sólo diremos aquí que no existe ningún principio de autoridad, aunque se pretenda como singularidad de la democracia realmente existente (vertical y oligárquica,) y sí un protagonismo del autor-ciudadano, señal de identidad del código anti-autoritario y de la verdadera democracia (horizontal). Pero sirva a modo de reflexión sobre estas cuestiones (incluido el tema de la polis) la lúcida cita que Cornelius Castoriadis nos ofrece tomando como pie la frase del helenista Jean-Pierre Vernat, recientemente fallecido, sobre que “la razón griega es hija de la ciudad”.

“Para transformar la polis de simple refugio y recinto amurallado en comunidad política, el demos debe crear el logos como discurso expuesto al control y la crítica de todos y de sí mismo y sin poder adosarse a ninguna autoridad simplemente tradicional. Y recíprocamente, el logos no puede ser creado efectivamente más que en la medida en que el movimiento del demos instaura en acto un espacio público y común, donde la exposición de las opiniones, la discusión y la deliberación, la igualdad sin la cual esta discusión no tiene sentido y la discusión que realiza esta igualdad (isegoría), la libertad que ellas presuponen y que traen aparejada (parrhesía: responsabilidad y obligación de hablar) se vuelven posibles y reales por primera vez (por lo que se sabe) en la historia de la humanidad” (Lo que hace a Grecia,2006,354).

El anarquismo así entendido no supone hacer tabla rasa de la ley (norma) y el derecho (ordenamiento jurídico) sin mas. Ley y derecho son refutadas por antidemocráticas en su formulación, al ser ambas emanaciones coactivas al servicio de la dominación y sus intereses. Lejos de proceder de acuerdos entre libres e iguales, como potenciales vectores de una justicia indiciaria, son elementos decisivos de una trama oligárquica y despótica que persigue la servidumbre voluntaria. De ahí el secular rechazo del pensamiento libertario a sus instituciones (marco establecido y legitimado piramidalmente) y constituciones (haz de instituciones que marcan la hoja de ruta del poder) que se plasma en la célebre frase de Bakunin “paz a los hombres, guerra a las instituciones”.

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