lunes, 4 de febrero de 2008

La Humanidad más allá del capital.

...por Daniel Bensaïd / Viento Sur

«La Humanidad más allá del capital»: el tema propuesto sin interrogaciones por los organizadores de este III Congreso Marx Internacional para esta sesión de clausura implica tres pre-concepciones optimistas: 1) que ya existe una Humanidad singular y mayúscula; 2) que habrá una más allá del Capital; 3) que este más allá no será también un más allá de la humanidad, contrariamente a lo que las tendencias a la autodestrucción de la especie pueden hacer temer.

Estas pre-concepciones están puestas a prueba en el malestar creciente por la mundialización y la barbarie del mundo, de las que los atentados del 11 de septiembre y la guerra ilimitada al terrorismo, decretada por G. W. Bush en su discurso del 20 de septiembre, constituyen el último desarrollo.

Mediática y simbólicamente, el ataque suicida contra el Pentágono y el World Trade Center aparece como el día D del nuevo siglo, un acontecimiento puro que desafía toda interpretación. Ahora bien, el acontecimiento absoluto no existe más que en la teología, bajo la forma del milagro. En la historia y en la política, "los acontecimientos no son nunca absolutos". Así, escribía Balzac en César Birotteau, "los accidentes comerciales que superan las fuertes cabezas pasan a ser irremediables catástrofes para los pequeños espíritus." Si las bombas voladoras que chocaron contra las Torres Gemelas vinieron del cielo, ello no significa que surgieran de la nada. Desde el fin de la "guerra fría", el mundo, contrariamente a las promesas de Georges Bush senior, sólo ha conocido una larga década de guerras calientes, del Golfo a Afganistán, pasando por los Balcanes y por el África de los grandes lagos. A partir del 2 de agosto de 1990, antes de la crisis de Kuwait, los dirigentes estadounidenses intentaban sacar las consecuencias de la nueva situación anunciando en Aspen una reorientación de su dispositivo estratégico: el control aéreo se volvía prioritario con relación a la marina; la prioridad pasaba del curso atómico con el campo denominado ‘socialista’ a las fuerzas de despliegue rápido y a las misiones de mantenimiento del orden en las turbulencias del Sur.

Esta mundialización armada es el reverso lógico de la privatización generalizada del mundo impuesta por la contra-reforma liberal. No se trata solamente de la privatización de las empresas o incluso de los servicios, sino, más ampliamente, de la privatización de la información, el derecho (con el avance del poder en la relación contractual en detrimento de la ley), el espacio urbano, el agua, el aire, de lo viviente.

Su secuela es una desintegración social que toma formas diferentes en los países ricos y en los Estados frágiles resultantes de la descolonización. También ha tenido como consecuencia una atrofia del espacio público y una anemia inquietante de la vida democrática: se invoca tanto el término de ciudadanía que su contenido se vuelve imperceptible. El retroceso del Estado social tiene entonces como contrapartida la potenciación del Estado penal y de la seguridad, cuyas medidas liberticidas adoptadas desde el 11 de septiembre en los Estados Unidos y Europa constituyen la prolongación.

La demencia del fetiche
En este principio de siglo tenebroso, no sólo las vacas pueden volverse locas. El sentimiento de sinrazón que se apodera de la época toma su fuente de los delirios del propio Capital. Enfrentado a la recesión americana de 1857, Marx había sentido soplar este viento de locura nacido de las tendencias esquizoides del capital: "En su fijación suprema, el dinero devenido él mismo una mercancía que no se distingue en tanto que tal de las otras mercancías sino porque expresa más perfectamente el valor de cambio, aunque es precisamente por eso que pierde en tanto dinero su determinación inmanente de valor de cambio y se convierte en simple valor de uso, aunque sea un valor de uso que sirve para fijar los precios de las mercancías. Las determinaciones coinciden inmediatamente, al mismo tiempo que, también inmediatamente, se disocian. Cuando se comportan de manera autónoma la una con relación a la otra, y de manera positiva como en la mercancía que se convierte en objeto de consumo, ésta deja de ser un momento del proceso económico; cuando es de manera negativa, como en el dinero, ella se vuelve demencia, pero locura como momento de la economía determinando la vida del pueblo "[ 1 ].

Esta locura que determina más que nunca la vida del pueblo se arraiga en el divorcio entre el valor de uso y el valor de cambio, entre trabajo concreto y trabajo abstracto, entre producción y reproducción, entre mayor socialización del trabajo y privatización de la propiedad. El “accionariado asalariado” reproduce este desdoblamiento generalizado: ¿el trabajador deberá actuar como accionista hasta el punto de despedirse a sí mismo como asalariado para satisfacerse como hombre egoísta privado?

La doble vida de la mercancía como la del hombre moderno lleva, entonces, en ella misma el riesgo permanente de la escisión: "esta doble existencia distinta debe necesariamente progresar hasta la diferencia, la diferencia hasta la oposición y la contradicción entre la naturaleza particular de la mercancía en tanto que producto y su naturaleza universal como valor de cambio" [ 2 ]. En cuanto la producción y la circulación, la compra y la venta adquirieron las formas de existencia "espacial y temporalmente distintas una de la otra, indiferentes una de la otra [... ], su identidad inmediata cesa". Y la crisis expresa en el gran día ese malestar identitario. Manifiesta "la unidad de los momentos promovidos a la autonomía de los unos en relación a los otros, y no es nada menos que la realización violenta de la unidad de las fases del proceso de producción que se autonomizaron uno frente al otro" [ 3 ]. La unidad es restablecida, así, por la violencia. Es éste el secreto de las "violencias estructurales" que devastan los mejores de los mundos comerciales, cuyas violencias armadas son la expresión extrema y espectacular.

Inscrita en esta perspectiva, la crisis actual no es solamente una crisis económica del ciclo industrial, es una crisis "política y moral" (habría dicho Renan), una crisis de civilización inherente a las contradicciones de la ley de valor. Como Marx lo había previsto, la reducción de todo, y de la misma relación social, a los tiempos del trabajo abstracto pasó a ser de más en más la medida miserable e irracional de una mayor socialización del trabajo y de la incorporación de una parte creciente de trabajo intelectual en el proceso de trabajo. Esta crisis se traduce también en los fenómenos de exclusión y desempleo masivos, por la incapacidad del mercado a organizarse sobre la larga duración de las relaciones de la especie humana con sus condiciones naturales de reproducción.

Esta miserable medida social se combina con el desajuste de los espacios y ritmos de la política bajo el efecto de la mundialización mercantil, de la reproducción ampliada del Capital y la aceleración endiablada de sus rotaciones. El tiempo de la democracia es desbordado también por los tiempos cortos de la urgencia y del arbitraje instantáneo de los mercados, como por los tiempos largos de la ecología. Los espacios económicos, políticos, jurídicos ecológicos son discordantes. Las costuras del Estado-nación se desgarran, las soberanías territoriales se desfondan. El propio derecho interno cede bajo la presión de un derecho externo dudoso sin que aparezcan las nuevas escalas de la soberanía popular y los nuevos procedimientos de decisión democrática.

En este peligroso pasaje entre el "ya-no-más" y el "todavía-no", la injusticia prospera. La economía mundializada lejos de conseguir una homogeneización del planeta, más que nunca es regida por la ley del desarrollo desigual y mal combinado. Los dominios imperialistas, que algunos pretendían solubles en el espacio comunicacional y en la universalidad de los derechos humanos, son más despiadados y más brutales que nunca. El doble movimiento, de extrema concentración de los medios militares y de diseminación de las violencias no estatales, desemboca en una situación de guerra crónica, abierta o larvada, de guerra civil de contornos inciertos, en la que los "cosmo-piratas" anunciados por Carl Schmitt son a la vez el vector y el síntoma.

Globalización de las resistencias
Después de las manifestaciones de Génova, cuando todavía no se empezaba a criminalizar al movimiento de resistencia a la mundialización capitalista como lo habría querido Berlusconi, la retórica liberal se dedicó a descalificarlo, ironizando sobre estos nuevos militantes fuera de época que se opondrían a un mundo sin frontera y querrían dar marcha atrás a la rueda de la historia. Así se volvió corriente en los medios de comunicación designar a los manifestantes como "antimundialistas", o incluso como "soberanistas". Nosotros no nos reconocemos en ningunos de esos dos epítetos.

Si se entiende por "soberanismo" una crispación nacionalista sobre los Estados y las fronteras, no tenemos nada que ver con él. Basta con recordar que la gran mayoría de los manifestantes de Praga, Génova o Niza estaban en la primera línea de apoyo a las personas sin papeles contra las leyes discriminatorias y el acoso policial. En cambio, el “soberanismo” de los poderosos se lleva bien cuando se trate de dictar su ley al comercio mundial, de rechazar la ratificación de los acuerdos de Kyoto, de hacer crujir la puerta de Durban. Las gacetas no hablan ya entonces de "soberanismo" sino púdicamente de unilateralismo.

En cuanto a la mundialización, no nos oponemos a la mundialización de todo tipo, sino a la mundialización realmente existente, comercial, financiera, capitalista, de los paraísos fiscales, del endeudamiento del tercer mundo, de los planes de ajuste dictados por el FMI (que condujeron Argentina a la ruina), de la privatización de los servicios o del Acuerdo multilateral de inversión. Se trata realmente de una lucha entre dos mundializaciones contrarias: su mundialización y la nuestra. Es en efecto sorprendente constatar que los campesinos, a menudo presentados como espontáneamente corporativistas y limitados en el horizonte de su pueblo, están hoy, a través de una organización internacional como Vía Campesina, a la punta del renacimiento internacionalista. Más ampliamente, así como la mundialización de la época victoriana contribuyó al nacimiento de la Primera Internacional, las cumbres alternativas de Porto Alegre, de Génova, de Seattle, lejos de expresar un repliegue sobre las fronteras nacionales, tejen vínculos planetarios entre los movimientos sociales y las nuevas izquierdas radicales.

Con la extensión planetaria del ámbito de la lucha, una nueva etapa comienza. Una gran transformación se dibuja, donde las formas del dominio del Capital cambian sin borrarse. Las caras posibles de la humanidad futura se resumen apenas, no nada más en posición del dominio frente a las condiciones naturales de reproducción, sino en el establecimiento sistémico de las relaciones sociales complejas, donde el concepto de metabolismo utilizado por Marx toma todo su sentido. La mayor socialización del conocimiento y la incorporación masiva del trabajo intelectual a la producción exigen una metamorfosis del trabajo y una revolución radical de la medida social que permita evaluar las riquezas, organizar los intercambios, determinar y cubrir las necesidades. Las biotecnologías y la genética permiten por primera vez determinar no solamente el mundo en el cual deseamos vivir, sino la humanidad que queremos pasar a ser. Tal elección es demasiado importante como para ser delegada al arbitraje ciego de los mercados y a la selva de los intereses privados.

El más allá del Capital es completamente pensable. No cae del cielo de la arbitrariedad utópica, sino que se deja entrever en las contradicciones lógicas del propio Capital. ¿Pero este más allá es aún posible según la categoría clásica del ‘Progreso’? El siglo oscuro sobre el cual volvemos la página habrá puesto de relieve la temible dialéctica del progreso y la catástrofe, de la civilización y la barbarie, tan bien percibida ya por Flaubert en Salammbô, y muy bien expuesta por Michaël Löwy en su comentario de las tesis de Benjamin sobre el concepto de historia [ 4 ].

No somos nostálgicos del sílex y la lámpara de aceite. No cuestionamos, por supuesto, el potencial emancipador de las ciencias y técnicas. Lo que tememos y combatimos, es muy precisamente las bodas crueles de la técnica y el mercado, de la OGM y de Novartis, de la República positivista y del Medef [ 5].

Decir lo indecible
Nos corresponde decidir no solamente si habrá una humanidad más allá del Capital, y más concretamente si el proceso histórico de humanización puede conseguir que la humanidad como especie cultural se una a la humanidad como especie biológica, sino también aquello que deseamos pasar a ser. Esta decisión no está incluida en el capricho o en un golpe de fuerza decisionista. Está históricamente determinado y condicionado. Se trata efectivamente de una decisión política. Ahora bien, como lo había previsto Hannah Arendt, estamos en el momento en que la política corre el riesgo de desaparecer completamente del mundo, laminada entre los automatismos mercantiles y las consolaciones de un moralismo compasivo. Es este riesgo el que en adelante es urgente conjurar.

Se plantean dos grandes cuestiones de ahora en adelante, después de las derrotas y las desilusiones de un siglo ensombrecido.
La primera es saber si existe una lógica oponible a la lógica catastrófica de los mercados. Ya que, antes de soñar sus formas líricas e institucionales, la revolución es en primer lugar asunto de contenido: de cambio de lógica social. ¡Cambiar el mundo! Estamos siempre en eso. Algunos piensan que la bancarrota de los regímenes burocráticos nos dejó huérfanos de un modelo. Se nos quitó más bien de un anti-modelo, y, enriquecidos de esas experiencias desastrosas, hay la posibilidad inestimable de reiniciar e inventar. No imaginándose otras ciudades perfectas con sus apartamentos testimoniales, disponiendo de las claves en la mano, sino partiendo de la lógica de la cosa: de la lógica del Capital, de sus contratiempos íntimos, de eso que es en sí mismo su propia barrera.

“¡El mundo no es una mercancía! ¡El mundo no debe venderse! ” Estos gritos proclamados en Seattle, en Porto Alegre, o en Génova, dieron la vuelta al mundo. Es una buena salida. Por medio de la negación, como siempre. ¿Pero qué quiere decir exactamente que el mundo no es una mercancía?: ¿que la tierra, el agua, el aire no son mercancías? ¿Ni la salud entonces, ni la educación, ni la vivienda? ¿Ni lo vivo, ni el conocimiento social? Se ve que la excepción al despotismo comercial no se refiere sólo a los bienes culturales. Es toda la concepción de las necesidades, del individuo, y del vínculo social lo que se cuestiona.

Si no queremos que el mundo sea una mercancía, será necesario pasar a la negación de la negación, y decir lo que deseamos que sea. No en detalle, no regulando el lugar de sus protagonistas en la marcha de la emancipación. Pero sí desarrollando en la lógica de la lucha una pedagogía del bien público, que opone las necesidades sociales al interés privado, la apropiación social a la confiscación social, el derecho de los desamparados de los que hablaba Hegel al derecho del beneficio.

La segunda gran cuestión es la de la escala política del mundo, de la disposición de los espacios y tiempo en que puede ejercerse un control democrático sobre los procesos de producción y reproducción social. Aunque se exagera a veces la impotencia a la que serían reducidos los Estados-nacionales (el derecho internacional permanece para lo esencial del orden de los tratados interestatales y son los gobiernos los que se sientan en el Consejo de la Unión Europea), no obstante la constelación conceptual de la política moderna (soberanías, pueblo, naciones, fronteras) se esfuma y declina. Esta crisis implica una tendencia inquietante a la etnización y a la confesionalizacion de la política. El hecho es que la nación ciudadana no se deshace en favor de las solidaridades de clase y los vínculos internacionalistas, sino que la mayor parte del tiempo en regresiones genealógicas hacia una legitimidad de los orígenes, o de nuevas construcciones imperiales.

La nueva retórica de la guerra sin fin responde aestedesterritorialización-reterritorialización de los conflictos. En la guerra sin fin supuesto, según G. Bush y sus aliados, se administra al mundo una justicia ilimitada, el derecho se disuelve en la moral, el enemigo es miniaturizado, bestializado, reducido al rango de insecto y de daño colateral. En esta situación de guerra permanente, no hay ya ni objetivo de guerra definible, ni de proporción razonada entre el fin y los medios. Si como lo decía Hegel el arma es la esencia de los combatientes, ¿de qué combatientes es la ‘segadora de margaritas’ o la bomba de neutrones su esencia? ¿Y de qué mundo futuro los ciber-guerreros son los heraldos? Estas cuestiones imponen poner entre interrogaciones, e incluso varias, a la idea de una humanidad después del Capital: la barbarie, desgraciadamente, está muy avanzada.

Una última palabra frente a "este malestar interno a todo lo que existe" [ 6 ]
Menos que nunca el pensamiento puede renunciar al comentario contemplativo del desorden realmente existente. Más que nunca, es importante volver a entablar el vínculo entre la teoría y la práctica. Podemos alegrarnos del derrumbamiento de las ortodoxias del Estado y del partido, de la aparición de lo que André Tosel llama "los miles de marxismos". Podemos aprovecharnos plenamente de este momento de libertad heterodoxa. Pero a condición de no detenernos allí. De no permanecer en una agradable coexistencia académica y pacífica entre estos marxismos. De aprovechar para preparar las nuevas armas de la crítica.


22/1/2008
Artículo aparecido en Actual Marx 2002/1, n° 31, p. 139-146
Traducción: Andrés Lund Medina

Notas:
[ 1 ] Marx, Grundrisse, París, Ediciones sociales, 1980, volumen I, p. 209.
[ 2 ] Marx, ibid, volumen I, p. 78 y 82.
[ 3 ] Marx, Teorías sobre la plusvalía, Ediciones sociales, volumen II, pp 84, 597, 608, 612.
[ 4 ] Michaël Löwy, Aviso de incendio, París, PUF, 2001 (FCE, México 2007).
[ 5 ] Ilustradas en agosto de 2001 por una increíble tribuna consignada por Dominique Lecourt, intelectual orgánico de la República positivista y por François Ewald, intelectual orgánico del Medef.
[ 6 ] Marx, carta del 31 de julio de 1865.

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