martes, 1 de enero de 2008

El mensaje de Navidad del Rey: ¿Qué hay de lo mío?

...por Agustín Morán*

Desde hace más de 30 años, Juan Carlos de Borbón irrumpe en nuestra casa el 24 de diciembre con una alocución televisiva que, año tras año, repite el mismo catálogo de tópicos y buenas intenciones. Su lenguaje plano y ambiguo es idéntico al de la clase política y evoca el estilo de su antecesor. Este año, desde un escenario de “España va bien”, nos ha vuelto a informar de ciertos problemas, pero sin identificar sus causas, ha guardado un estrepitoso silencio sobre las cuestiones que agobian a millones de personas en el Estado Español y ha propuesto, como bálsamo milagroso, sus tres soluciones favoritas: la defensa de la unidad de España, la adhesión inquebrantable e ilimitada a la Constitución de 1978 y el consenso de la clase política en los temas de Estado. Dicho de otra manera: la continuidad de la Constitución neofranquista de la que él es máximo representante y un nuevo “Movimiento Nacional” que garantice el pensamiento bipartidista único de la monarquía parlamentaria, eliminando cualquier disidencia.

Hablar de progreso -innegable para la cuenta de resultados de bancos y multinacionales- obviando la precariedad generalizada, la pérdida de derechos sociales, laborales y sindicales, la privatización y mercantilización de la salud y la educación, la degradación cultural y moral y la incontinencia de nuestros niños y adolescentes, es un acto de cinismo.

Invocar la seguridad y la justicia sin denunciar la amenaza hipotecaria sobre millones de familias españolas, las enfermedades alimentarias y la mortalidad que la explotación, los abusos patronales y la pasividad de la administración causan en l@s trabajador@s, es un insulto a la inteligencia.

Llamar a la lucha contra el terrorismo sin proponer la ruptura de relaciones con Estados terroristas culpables de invasiones, genocidios, golpes de estado, bloqueos, sabotajes, asesinatos selectivos y limpieza étnica, a menudo al margen y en contra de la legalidad internacional, es un escarnio para los millones de víctimas de estas prácticas, consentidas o compartidas por la políitica exterior de los sucesivos gobiernos de España.

Hablar de democracia desde el sometimiento del poder judicial a la lucha partidista, las torturas en las comisarías denunciadas, un año más, por Amnistía Internacional y el recorte sistemático de derechos y libertades fundamentales y de garantías jurídicas y procesales, es una burla. Exigir el fin de ETA, abusivamente identificada con un amplio movimiento popular con expresiones políticas, sindicales, culturales, electorales, ecologistas, de solidaridad internacional, etc., todas ellas unificadas por la aspiración común de autodeterminarse del estado español que el propio rey representa, es propiciar la cadena interminable y trágica de violencias a la que asistimos desde hace cuarenta años.

Recordar el dolor de las familias de los cuatro mil muertos anuales por accidentes de tráfico sin enjuiciar el hecho de que el 10% de nuestra economía depende de cinco multinacionales del automóvil, no devolverá la vida a los muertos, la integridad física a los lisiados, ni impedirá que continúe el holocausto de las carreteras.

El progreso, la paz y la democracia exigen justicia, dialogo y respeto a la voluntad popular y a los derechos humanos, pero nada de eso está, cabalmente, en el discurso del Rey. La vaciedad del mensaje del Jefe del Estado y la potencia de los altavoces que lo difunden, nos indican que el mensaje es él mismo y su empresa familiar, la monarquía. A su vez, esta empresa-institución constituye la clave de un régimen cuya legitimidad, nacida del franquismo, arrastra un innegable pecado original. Este pecado antidemocrático cimenta la unidad de sus principales aparatos políticos, económicos, sindicales y de caridad internacional. Sin embargo, la pretensión de neutralidad del Rey en un escenario de feroz lucha por el poder, que no duda en utilizar incluso “los temas de estado”, introduce una contradicción cada vez más visible entre Juan Carlos y cada uno de los dos grandes partidos que le sostienen.

Desde la exigencia de legitimidad a las altas instituciones del Estado y desde la defensa de la ley justa, la democracia y la paz, venimos obligados a recordar que la majestad del rey no proviene de él mismo sino del poder popular que se la otorga. En el caso de Juan Carlos de Borbón, nunca ha sido acreditado de forma explícita tal otorgamiento. A pesar de sus esfuerzos, los políticos del régimen no consiguen borrar el rastro de su falta de legitimidad democrática. Cabe por lo tanto decir al monarca que Franco nos legó: usted forma parte del problema y no de la solución. Si nadie le ha elegido y le sostienen los enemigos tradicionales del pueblo español, ¿por qué, al menos, no se calla?”

*Agustín Morán es politólogo y director del Centro de Asesoria y Estudios Sociales (CAES)

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