lunes, 31 de diciembre de 2007

Por el fornicio hacia Dios: El sexo de los ángeles.

... por Iñaki Errazkin

Cuando Su Santidad el Papa Ángelo Giuseppe Roncalli -más conocido por Juan XXIII, su sobrenombre profesional- dejó este mundo, yo tenía seis tiernos años. Recuerdo difusamente el día de su muerte, consecuencia de un terrenal cáncer de estómago. Corría el mes de junio de 1963 y se encontraba pasando unos días con nosotros mi abuela materna. Doña Julia Ibarluzea Zabaleta, que así se llamaba la madre de mi madre, era una mujer desconcertante. Poseedora de una gran personalidad, antifascista hasta el tuétano (llegó a ir a prisión en el año 1939 por socorrer a un huido de la injusticia), muy concienciada socialmente y poco amiga de cirios y beaterías, profesaba sin embargo un gran afecto al buen Papa Juan. Seguramente fue esa contradictoria simpatía de mi abuela por el difunto pontífice la causante de que todos los miembros de mi familia viviésemos aquel día con tristeza, anormalmente recogidos.

Pero no piensen ustedes que todos los herederos del solio del apóstol Pedro expiraron tan bienaventuradamente. Por ejemplo, mil años antes, en 963, siendo rey de Alemania y emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico Otón I el Grande, otro Juan, también papa, pasaba igualmente a mejor vida. Había elegido para su pontificado el alias de Juan XII y murió asesinado por un airado marido que lo descubrió practicando el sexo con su esposa. Cuentan las crónicas que su sucesor, León VIII, no le fue a la zaga en aficiones puñeteras. El aparato vaticano, figúrense, debió de pasar unos momentos inenarrables cuando el vicario de Cristo falleció de una súbita parada cardíaca mientras, entregado en cuerpo y alma, cometía adulterio con una fiel infiel. Dos papas consecutivos presentándose ante el Altísimo en pecado mortal después de haberse ciscado en los mandamientos sexto y noveno de la ley divina. ¡Cosas veredes!

Nunca hay que afirmar "de este agua no beberé" ni "este Rouco no es mi padre", nos aconseja el sabio refranero. Lo cierto es que, si nos atenemos a la historia de la Iglesia católica, nos topamos una y otra vez con una fijación malsana por el sexo que sobrepasa ampliamente el límite de lo patológico. Nada habría que objetar a los holgorios de la clerecía -que, por otra parte, ha protagonizado felizmente algunas de las mejores y más divertidas páginas de la Literatura Universal- si no fuera porque, en aplicación de la Ley del Embudo, ésta intenta coartar al resto de los mortales su (nuestro) derecho al sano refocilo venéreo.

En este Estado en el que desde sus más altas instancias se han ordenado alegremente secuestros de personas, de partidos políticos y de medios de comunicación, no nos debiera extrañar que también se nos hayan escatimado secularmente algunos hechos ciertos y comprobados. Verbigracia, muy poca gente sabe que la madre del ilustre marqués de Sade era una monja. O que, en 1783, a la muerte de la alcahueta Marguerite Gourdan, reputada fabricante de consoladores, se encontró entre sus pertenencias una extensa lista de pedidos para algunos conventos de religiosas. O que, curiosamente, la biblioteca más completa sobre sexualidad se encuentra dentro de la Ciudad del Vaticano. Por cierto, la Banca Vaticana nunca ha sido muy escrupulosa a la hora de recaudar fondos de origen inguinal. La prostitución ha supuesto en muchas ocasiones una importante fuente de ingresos para sus arcas. El Papa Clemente II se las ingenió para cobrar impuestos a las señoras putas después de muertas, disponiendo que, obligatoriamente, dejasen en herencia la mitad de sus bienes a la Santa Madre Iglesia.

No les quiero aburrir. Verdaderamente, éste es un tema inagotable. Sólo les proporcionaré otro dato que da una idea del respeto que los angelitos tienen por el sexo. Hasta 1890 -mi abuela tenía entonces un añito-, la castración era la causa de las dulces voces de los niños cantores del Vaticano. Con la fiesta de Reyes y el Sorteo del Niño tan próximos, no me atrevo a contarles las amorosas epifanías que recibían aquellos querubines cuando no ensayaban.

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